Estaba ya a punto de cerrar el museo y sus salas, por lo menos las
salas de aquella zona del edificio, se hallaban vacías. En realidad, casi
siempre estaban medio vacías, porque se trataba de un museo pequeño, uno de esos
museos alejados de las zonas más o menos conocidas por los grupos de turistas
que a diario visitan Madrid, sobre todo en los meses de verano, uno de esos
museos poco conocidos pero que, sin embargo, suelen atesorar en su interior
alguna tabla interesante o una escultura de algún artista famoso, humildes
obras de arte que si algún museo de importancia, como el Prado o el Thyssen no
pasarían de ser una pieza más en una colección maravillosa, en un museo como
era éste, pequeño y desconocido, se convierten en algo parecido a la joya de la
colección. Obras de arte que, desde luego, hacen las delicias de los
especialistas que se acercan por el museo, o de algún que otro aficionado más
culto que el resto de los visitantes, y que aquí, más que en el Prado o en el
Thyssen, se pueden admirar con mucha más intimidad y recogimiento.
Sí, casi siempre estaban vacías las salas del museo, pero ahora,
cuando los escasos vigilantes que cuidaban de su seguridad estaban empezando ya
a hacer la ronda para echar a la visitantes más rezagados, las salas estaban
aún más desamparadas. Por ello, nadie podía ya admirar en aquellos momentos el
cuadro que ocupaba la parte central de una de aquellas habitaciones, un cuadro especial, que había sido pintado por
uno de esos artistas de la escuela flamenca del siglo XV que sobre todo en los
últimos años tanto han sido revalorizados por los historiadores de arte, pero
que muchas veces sus nombres han pasado desapercibidos por la crítica en
general. Nombres anónimos que se resisten a morir entre el polvo de los siglos,
y que en algunas ocasiones, un viejo contrato descubierto en un oscuro archivo
parroquial o una restauración cuidadosa de alguna de sus piezas, les hace
renacer para siempre. Uno de esos cuadros de estilo realista y puntilloso, en
los que el tema religioso y el retrato social se unen para dar vida a una
escena que puede representar algún momento de la vida de Jesucristo, pero que
refleja también un período concreto de la historia y un paisaje, el momento y
el paisaje en los que vivió el hombre que acertó a pintar el cuadro. Un cuadro
que, sin ser demasiado conocido por el público en general, haría las delicias
de cualquier colección de arte que se precie como tal.
Y porque la sala se hallaba casi vacía, nadie pudo darse cuenta de que
cierto hombre joven, un poco alto, se acercaba a ese cuadro con aire
misterioso. Nada de su aspecto físico hacía sospechar de su presencia. Vestía
de una manera elegante, pero al mismo tiempo cómoda, con el aspecto de uno de
esos profesores de universidad que saben que la cátedra les sitúa un paso por
encima del resto de los mortales, por encima de todas esas personas que,
simplemente por moda o por el deseo de acumular una cultura, unos
conocimientos, que a ellos no les sirven para nada, visitan monumentos
artísticos o museos de todo el mundo como si visitaran un restaurante de lujo o
un campo de fútbol. Escrupulosamente afeitado, nada en su aspecto externo podía
resultar sospechoso a cualquier espectador fortuito, salvo la amplia gabardina
que llevaba sobre el traje, una gabardina que podría resultar extraña sobre
todo en un día como aquél, en el que ni siquiera podía apreciarse una sola nube
reinando sobre el cielo azul celeste.
Ese hombre esperó la llegada del vigilante que cuidaba de aquella zona
del museo, y cuando éste le indicó que debía de marcharse, que el museo estaba
ya a punto de cerrar, después de haberle dado las gracias por la información y
de hacer un ligero además de abandonar la sala, el hombre volvió sobre sus
pasos y se dirigió de nuevo hacia el lugar en el que se encontraba aquella
tabla de la escuela flamenca, como si lo que pretendiera fuera echar un último
vistazo a aquella joya de la pintura europea. Mientras tanto, el vigilante
había seguido avanzando hacia la salida, echando de las salas sucesivas a otros
turistas rezagados, y por ello no pudo darse cuenta del apresurado movimiento
de ese hombre de traje gris quien, cuando estaba seguro de que ya nadie podía
verle, de manera apresurada pero a la vez tranquila, muy tranquila, descolgó el
cuadro y se lo escondió debajo de su chaqueta, ocultándolo entre los amplios
faldones de la gabardina. Las escasas dimensiones de la tabla y la falta de
marco facilitaron ese movimiento.
Ya sólo le quedaba un último paso para terminar con éxito aquella
maniobra. El mismo hombre que le había encargado el robo de la tabla le había
dicho que aquella operación no le debería resultar demasiado complicada, que
aquel museo no contaba con excepcionales medidas de seguridad, que no había
detectores de movimientos ni rayos infrarrojos, como en las películas de
Hollywood, que ni siquiera había cámaras escondidas porque se trataba de un
museo pequeño con un presupuesto escaso; sólo dos vigilantes sin experiencia,
de edad madura y aspecto cansado, y una alarma que se conectaba todos los días
cuando el museo cerraba al público y se volvía a desconectar al día siguiente,
poco antes de empezar a recibir a los visitantes de la nueva jornada. Él había
comprobado todo lo que aquel hombre le había dicho durante el último mes, un
mes completo durante el que había estado acudiendo todos los días, vestido
siempre de manera diferente al día anterior, unas veces pulcramente afeitado y
otras veces con bigote o con barba de tres o cuatro días, teñido a veces de
rubio y otras veces de moreno, con el fin de no levantar sospechas entre
aquellos dos vigilantes de plantilla. Y durante todo aquel mes pudo darse
cuenta de que ni siquiera en la puerta de salida la vigilancia se hacía un poco
más cuidadosa, y que tal y como le había prometido la persona que le había
encargado llevar a cabo el robo, no le debería resultar demasiado complicado
esconder el cuadro debajo de su propia gabardina. Tan sólo tenía que ser capaz
de mantener un poco la calma mientras abandonaba el edificio.
El hombre saludó amablemente a la mujer que estaba esperándole en la
salida para poder cerrar la puerta del museo, y respiró mucho más aliviado
cuando se hallaba por fin en el exterior de aquel recinto. El aire viciado de
Madrid, demasiado caliente por la época del año en que se encontraban, el pleno
verano, y también por el humo de los coches, le permitió recobrar por un
momento el aplomo que había perdido en el instante de salir de aquel edificio.
Sabía que lo peor ya había pasado, que lo único que le quedaba por hacer era
acudir a la cita con el hombre aquél que había acudido a su encuentro cuatro
meses antes con el fin de encargarle aquel trabajo, encontrarse con él en el
lugar que el otro le había indicado y entregarle el paquete, que ahora le
quemaba por debajo de la gabardina; entregarle el paquete, y recibir a cambio
aquel dinero que ese hombre le había prometido. Con mucha naturalidad, sacó el
cuadro que aún mantenía escondido y siguió caminando, ahora con el cuadro
debajo del brazo, a la vista de todo el mundo, hasta una parada de taxis que se
hallaba muy cerca de allí. Nunca se dio cuenta de que las cámaras de seguridad
de un bar cercano al museo habían grabado su presencia.
Habían transcurrido varios días desde entonces, y el robo del museo
seguía siendo un misterio para la opinión pública. El museo había pasado a
ocupar unos pocos segundos en los noticiarios del día siguiente, o algún
pequeño artículo a una sola columna en algunos diarios, pero a nivel
periodístico todo había sido olvidado en unos pocos días. Sin embargo, a nivel
de la calle, el robo siguió siendo tema relevante de conversación durante unos
días. Se hacían corrillos comentando lo extraño del suceso, cómo era posible
que nadie se hubiera dado cuenta del robo del museo hasta la apertura del mismo,
al día siguiente, o la posibilidad de que alguno de los propios trabajadores
del museo pudiera tener algo que ver en el asunto. Cuando Jamete recibió la
visita de Picavea, cuatro días después de los hechos, aquellos comentarios
estaban por fin empezando a remitir, sustituidos por otras noticias más
actuales y más interesantes para la opinión pública.
-
He
venido de nuevo para pedirte tu ayuda –le decía el inspector al detective, con
una taza de café humeante entre las manos-. Se trata del famoso robo en un
museo de hace unos días, precisamente muy cerca de aquí. Supongo que estarás al
corriente del asunto.
-
Algo
he oído, aunque no es un tema que me interese demasiado. Quiero decir, salvo
por el hecho de que considero que el mejor lugar para conservar una obra de
arte es la sala de un museo, donde puede ser contemplada y admirada por todo el
que lo desee. No entiendo a ese tipo de coleccionistas que, cuando se
encaprichan de una joya o de una obra de arte, desean a toda costa hacerse con
ella, aunque luego ni siquiera puedan decirle a nadie que la tienen, y se
conforman con saber que son la única persona que puede verla a su antojo,
puesto que la tienen escondida en algún lugar del que nunca la podrán sacar.
Para mí, ese tipo de coleccionista no deja de ser algo parecido a un voyeur del
arte… Pero dime: ¿Por qué uno de los principales criminalistas de nuestra
policía, un inspector de la brigada de homicidios como tú, se rebaja a
investigar un extraño robo en un pequeño museo?
-
Sí.
Ya sé que resulta curioso el hecho de que, mientras tenemos a algún asesino
suelto por la calle, yo tengo que perder mi tiempo en un caso como éste, que en
realidad no es de mi competencia. Pero lo cierto es que el dueño de ese museo
es amigo de mi comisario, y que aquél le ha pedido que haga todo lo posible por
encontrar ese cuadro, que andan en juego las relaciones de ese hombre con las
altas jerarquías del Ministerio de Cultura. Y el comisario me ha endosado a mí
ese favor que él mismo está dispuesto a hacer en beneficio de su propia
carrera.
-
Sabes
que el robo no es mi especialidad, que yo me muevo mejor con asesinos sin
entrañas de los bajos fondos o con homicidas cuidadosos, especialistas en toda
clase de tóxicos, que con ladrones de guante blanco, pero haré lo que pueda.
Este caso, además, me ayudará a descansar por unos días del color rojo de la
sangre.
-
Bien.
Sabía que podría contar con tu ayuda. ¿Tienes por aquí una televisión o algo parecido?
Quiero enseñarte algo.
-
Puedes
utilizar si quieres este aparato. Reproduce todo tipo de vídeos.
Jamete le había señalado su propio ordenador, que
ahora reposaba apagado, con la pantalla en negro, en uno de los extremos de la
mesa de escritorio. El inspector sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta un
disco de color plateado y lo introdujo en el lector del ordenador. En pocos
segundos apareció en la pantalla la imagen borrosa, pero segura, de un hombre
alto, que vestía una gabardina de color beige y llevaba bajo el brazo un cuadro
de no excesivas dimensiones. Los detalles de ese cuadro aparecían demasiado
borrosas, mal definidas, tanto que Jamete no llegaba a apreciar con exactitud
si se trataba de un paisaje, un bodegón, o de algún asunto de temática
religiosa, pero comprendió que ese cuadro era el que se habían llevado del
museo unos días antes, y que ese hombre era el mismo que había robado el
cuadro. Picavea interrumpió la secuencia de las imágenes con un leve movimiento
de su dedo índice y habló de nuevo.
-
Me
parece un poco absurda esa manera de sacar escondido un cuadro importante de un
museo, escondido debajo de una triste gabardina en un día de verano. Y sobre
todo, la forma de trasladarlo después, tranquilamente, a la vista de todo el
mundo, debajo del brazo, y ni siquiera envuelto en algo que pueda ocultarlo a
los ojos de la gente. No me negarás que la escena parece sacada de una película
de esas surrealistas.
-
No
te lo creas. Si lo miras bien, es lo más lógico. Cuando haces las cosas con
naturalidad, es muy difícil que nadie pueda sospechar que en realidad estás
trabajando de forma estudiada. La mejor forma de transportar un cuadro valioso,
aunque éste haya sido robado, más aún si ese cuadro ha sido robado, es
llevándolo como si nada debajo del brazo, a la vista de la gente. Ésta tiende a
pensar entonces que en realidad no se trata de un cuadro tan valioso, sino uno
más de esos muchos que abundan en la numerosas salas de exposiciones que hay
abiertas en todos los barrios de Madrid, o en todo caso, una copia más o menos
conseguida de un lienzo antiguo, y el asunto no le llama la atención. Es como
cuando quieres esconder un puñado de diamantes. Donde mejor se pueden esconder
esos diamantes no es en una caja fuerte, ni entre las joyas de una de esas
ricachonas que viven en algunas urbanizaciones de chalets al norte de la
ciudad, sino camuflado entre el grueso cristal de un vaso de güisqui, de esos
vasos que suelens estar adornados con picos en punta y que dificultan la
visibilidad de lo que hay en el interior, o entre las lágrimas colgantes de una
lámpara de cristal de roca.
-
Quizá
tengas razón, pero resulta extraño pensar de ese modo. Como también resulta
extraño pensar que un museo que atesora preciosas obras de arte no cuente con
las mínimas condiciones de seguridad para evitar que alguien pueda entrar y
hacerse con una de sus piezas.
-
Algunas
veces suceden cosas sin sentido como esa. Hace tan sólo unos días, alguien
entró en la catedral de Santiago de Compostela y se llevó un objeto valioso,
mucho más valioso incluso que ese cuadro. Se trataba de un códice único de
siete u ocho siglos de antigüedad, la primera guía de viajes escrita en el
mundo occidental. Lo guardaban en una cámara acorazada que se hallaba en una de
las esquinas del atrio de la catedral, en una zona a la que tenían acceso muy
pocas personas, tan sólo los propios encargados de su custodia y, siempre con
la autorización de ellos mismos, algún que otro investigador de prestigio. De
la llave que abre y cierra la cámara acorazada sólo existían tres copias, que
estaban siempre en poder del director del archivo y de sus dos colaboradores
más íntimos. Pues bien, parece ser que a una de esas tres personas se le olvidó
la llave dentro de la cerradura, y alguien que estaba por allí, y que no debía
haber estado, abrió la puerta de acceso y se llevó el códice. ¿Qué piensas
sobre esto? ¿No te resulta también extraño?
Cuando terminaron de pasar los veintipocos segundos
que tenía la grabación que había tomado la cámara de seguridad de una cafetería
lujosa cercana al museo, Jamete buscó con un programa de edición de vídeos un
fotograma concreto de aquella película, el fotograma en el que aparecía con una
claridad relativa, sólo relativa, la imagen del hombre que se había llevado de
una de sus salas aquella tabla flamenca. Y después de transformar el fotograma
en una fotografía aislada más o menos clara, la imprimió, y después buscó en
internet, para imprimirla, una imagen mucho más definida del cuadro robado.
Dejó entonces sobre la mesa de trabajo las dos hojas de papel que la impresora
había escupido por su boca estrecha, y después acompañó al policía hasta la
calle.
-
Veré
lo que puedo hacer por ti. Pero debes entender que los ladrones son mucho más
escurridizos que los asesinos porque estos, conscientes como son de la gravedad
del delito cometido, tienden a ponerse nerviosos, a cometer errores que
terminan por ponerles al descubierto. Los ladrones, sin embargo, suelen ser más
cuidadosos, como unos jugadores de ajedrez escondiendo siempre su jugada tras
unos movimientos aparentemente torpes que en realidad sólo buscan desarmar al
adversario.
Pero en cuanto Picavea abandonó la casa del
detective, éste se puso a indagar otra vez en diferentes páginas de internet
especializadas en crítica de arte y en coleccionismo. Buscó primero en algunas
páginas que se dedicaban a la venta de cuadros y de joyas por catálogo, y en
otras dedicadas a subastar piezas originales en línea, aunque sabía que en
realidad todas esas páginas no le iban a proporcionar ninguna información
interesante; era ilógico suponer que el cuadro robado pudiera estar tan pronto
en los listados de venta, cuando apenas habían transcurrido unos pocos días
desde su desaparición y el robo era todavía un tema recurrente en los corrillos
relacionados con el asunto. Buscó también en las páginas personales de algunos
coleccionistas y marchantes de arte, intentando encontrar sobre todo los
nombres de algunas colecciones especializadas sobre todo en la escuela flamenca
del primer renacimiento o en la pintura del siglo XV, ese período de tiempo en
el que los temas y los conceptos del gótico estaban empezando a desaparecer en
buena parte de Europa, sustituidos por un incipiente renacimiento que sobre
todo en Italia, pero también en el norte, ya se había empezado a desarrollar.
Cuando encontró por fin un nombre que empezó a decirle algo llamó a Nicoletta
para solicitarle, una vez más, su colaboración.
-
Necesito
que acudas a esta dirección –le conminó a la chica, a la vez que le entregaba
tres hojas de papel impreso; en la primera de ellas estaba escrita la dirección
aludida-. La primera de esas hojas es la carta de presentación de una galería
importante en la que también los buenos
clientes pueden adquirir algunas antigüedades de cierto valor que, en efecto,
suelen ser realmente antiguas. Las otras dos fotos son la de un cuadro valioso,
robado últimamente de un pequeño museo, y la persona que, parece ser, se
encargó de robarla. Necesito que acudas a la galería y te hagas pasar por una
periodista especializada en crítica de arte, o quizá mejor en una estudiosa,
una investigadora que puede estar realizando su tesis doctoral en algún terma
relacionado con la pintura flamenca del siglo XV. Cuando creas que ha llegado
el momento oportuno, deberás interesarte por este cuadro, pero intentando que
el otro no llegue a sospechar de ti. En tus manos, sólo en tus manos, dejo esta
parte de la investigación.
Vestida con un traje de chaqueta levemente escotado
y una falda que le llegaba justo por encima de la rodilla, con unos zapatos de
tacón elegantes y sobrios, y el pelo suelto a la altura del hombro, con el
aire de una estudiante de edad ya un poco avanzada, una de esas estudiantes que
estuvieran compatibilizando su trabajo, quizá dando clases en un instituto
difícil, con sus propios estudios de doctorado, Nicoletta se hallaba media hora
más tarde ante la puerta de una lujosa galería de arte que estaba situada en la
zona más lujosa del Madrid comercial, muy cerca del cruce entre las calles Goya
y Velázquez. Era una de esas tiendas que siempre permanecen cerradas, ocultando
a los curiosos que lo único que pretenden es perder el tiempo, el suyo y el de
los propietarios de la galería, verdaderas joyas de arte que son sólo
accesibles a unos pocos aficionados con dinero. Cuando pulsó el timbre, uno de
los empleados de la tienda, cuidadosamente vestido con un traje de twid, salió a
abrirle la puerta.
-
Siento
molestarles. Soy alumna del profesor Varela. Creo que le conocen, o al menos
han debido oír hablar de él, pues quizá sea el más reputado en la escuela
pictórica del norte de Europa durante el último gótico y el primer renacimiento,
y creo que en esta casa se precian de tener una buena representación de esa
escuela entre sus paredes, ¿no es así? El profesor me ha dicho que quizá
pudieran ayudarme en algunos puntos de mi investigación que aún permanecen
oscuros.
Nicoletta sabía que se había jugado una carta
demasiado arriesgada, pero sabía también que la apuesta ya estaba hecha, y que
no había vuelta atrás si no quería que el otro se diera cuenta de que iba de
farol. El hombre que le había abierto la puerta de cristal podía ahora cerrarla
en sus narices, impidiéndole hablar con el dueño de la galería, que era lo que
en realidad ella pretendía. Incluso en el caso de que el otro le facilitara la
entrada, o que incluso le acompañara al despacho del propietario, él podría
intentar aprovechar cualquier momento que ella le dejara sólo para intentar
hablar con el profesor y comprobar la versión que la chica le había dado. Sin
embargo, al menos por el momento el hombre no dio muestras de hacerlo. Ella no
sabía si aquello se debía por su presencia, hermosa y elegante al mismo tiempo,
o si sería por el prestigio que tenía aquel estudioso que ella le había dado,
pero el caso es que la persona que le había abierto la puerta volvió a
cerrarla, esta vez detrás de ella, y le conminó a seguirle hasta el despacho de
su jefe. Una vez que ambos estuvieron frente a la oficina, el hombre le detuvo.
-
Espere
aquí unos segundos. No sé si el señor Artigues podrá atenderle en este momento.
Pocos segundos después, el hombre de la chaqueta de
twid volvió a salir del despacho, y con un gesto amable le invitó a entrar en
él.
La persona que estaba sentada al otro lado de la
mesa, y que con un gesto leve de su mano
derecha le obligó a sentarse frente a él, era un hombre bajo y regordete, con
gafas levemente oscuras que, sin embargo, tapaban unos ojos verdes de miope.
Desde luego, no se trataba del mismo hombre que aparecía en la fotografía que
el detective le había entregado. Tampoco lo pensaba cuando se decidió a entrar
en aquel lugar lujoso; estaba segura de que, en el caso dudoso de que pudiera
haber tenido algo que ver con el robo de la tabla, ese hombre habría utilizado
sin duda la mediación de otra persona, pues sabía que nadie que tuviera una
posición respetable en el difícil y selectivo mundo del arte, y Nicolás Artigues
lo tenía, se arriesgaría a participar de manera directa en una operación de
esas características.
De manera consciente, Nicoletta condujo en primer
lugar la conversación hacia el arte del siglo XX, porque ella se había dado
cuenta nada más entrar en la tienda que una de las colecciones más
características de la galería era la correspondiente a esa etapa de la historia
del arte. Hablaron del pop art, y de lo que este estilo había representado para
la pintura de la segunda mitad del siglo anterior, y hablaron sobre todo de los
dos mayores representantes de este estilo, de Roy Litchestein y de Andy Warhol.
Hablaron también de la escuela de Londres y de Lucien Freud, recientemente
fallecido, y de las últimas corrientes de la pintura. Sólo después, cuando
Nicoletta consideró que ya era el momento adecuado, pasaron a hablar de la
escuela flamenca del renacimiento.
Hablaron de Van Dyck y de Peter Brueghel. Hablaron
de Gerard David y de sus hermosos calvarios, con la piel tan blanca de sus
cristos muertos resaltando sobre la filigrana y el detalle colorista de los
ropajes de los otros personajes. Hablaron de lo difícil que resultaba poder ver
en España cuadros realmente buenos de los grandes maestros flamencos, salvo en
algunos museos importantes o en colecciones privadas especializadas. Y ante las
palabras pronunciadas por ella, a ese hombre le asomó a los ojos miopes una
mirada de orgullo que le hizo mostrarse por primera vez demasiado confiado.
-
Ven,
por favor. Quiero enseñarte algo.
El hombre condujo a Nicoletta, primero por un
pasillo estrecho, adornado a un lado y a otro con cuadros de reducidas
dimensiones, y también de pocas pretensiones, como si el dueño de la tienda
supiera que aquel lugar era demasiado estrecho como para instalar allí
verdaderas obras de arte; porque, en efecto, no había en aquella parte de la
tienda el espacio suficiente como para contemplar con la distancia debida un
lienzo de dimensiones regulares. Después, y a través de una escalera empinada,
le llevó hasta el piso superior de la tienda, allí donde el espacio había
recuperado las dimensiones adecuadas para disfrutar del arte.
No tardó demasiado tiempo en darse cuenta de qué era
aquello que el otro quería enseñarle. En realidad, se dio cuenta apenas había
desembocado en aquella habitación desde el último de los escalones. Aquel
cuadro le resultaba conocido, porque en realidad se trataba, estaba segura de
ello, del mismo cuadro que aparecía en la tercera de las hojas que Jamete le
había proporcionado en el momento de encargarle aquel trabajo. En ese momento
no quería sacar aquella hoja, con el fin de no levantar sospechas en su
interlocutor, pero en realidad tampoco lo necesitaba. Además, quería mostrarse
relativamente evasiva, como si el cuadro apenas le importara. Sin embargo, fue
precisamente el hombre que estaba frente a ella quien trajo a colación el
asunto del robo de museo.
-
Seguramente
este cuadro te resultará conocido, pues ha saltado en los últimos días a las
televisiones y a todos los medios de comunicación. Un cuadro exactamente igual
a éste es el que fue robado en el museo. Por supuesto, no estamos hablando del
mismo cuadro, sino de uno igual a éste, el original del cual éste es sólo una
copia –el hombre miró a Nicoletta a los ojos, como si pretendiera examinar
hasta qué punto la chica se creía sus palabras-. Como digo, este cuadro es una
copia fiel de la tabla robada, una copia tan buena, tan exacta, que casi es una
de las piezas más interesantes de mi colección particular. La tengo aquí
colgada porque, al ser una copia, no puedo venderlo junto a esos originales que
hay en el piso de abajo. Pero cuando estoy cansado me gusta acercarme por aquí
y perder un poco de mi tiempo contemplando el exquisito colorido del cuadro, el
trazo delicado que conforma toda la escenografía. ¿No crees tú también que se
trata de una obra de arte excelente?
Nicoletta ya no contestó a las últimas palabras del
marchante. Supo que por el momento ya no iba a conseguir mucho más de aquel
hombre, que ya había obtenido información suficiente como para proporcionarle
al detective un informe en alguna medida interesante de todo lo que había
averiguado. Poniendo como excusa lo avanzado de la hora, pero prometiéndole al
mismo tiempo que volvería a visitarle, salió de la tienda. Las sombras del
atardecer ya habían empezado a caer pesadamente sobre las calles de Madrid.
Cuando Nicoletta llegaba a la casa del detective,
éste se hallaba leyendo una de las novelas más desconocidas y extrañas de
Agatha Christie, “La muerte de James Acroyd”. Dejó el volumen sobre la mesa
mientras le hablaba a la chica.
-
Es
curioso el mundo éste de la novela negra. Todo el mundo piensa que este tipo de
libros tiene entre sus páginas muy poca literatura, que se trata de textos
superficiales, poco escrupulosos con la narración, y con escasas, casi
inexistentes, descripciones, y a menudo tienen razón. Pero lo cierto es que eso
sucede, al menos en la actualidad, con todo tipo de relatos, con la novela
histórica y con la novela romántica, o con la novela social incluso. Y también
es cierto que algunas novelas negras son verdaderos tratados sobre la sicología
de los personajes. Lo que importa en realidad no es el género al que pertenece
una novela concreta, sino si se trata de un buen libro o de un texto del
montón, un libro que te haga pensar o que sólo te entretenga. Incluso si se
trata de uno de esos libros que sólo te entretiene, el libro puede ser
maravilloso si está bien escrito. Lo que pasa es que muchas veces la gente
habla sin saber el asunto del que habla, y meten a todas estas novelas en un
mismo saco, sin conocer por ejemplo las diferencias que existen entre lo que se
llama novela enigma, tipo de Conan Doyle y de Agatha Christie, incluso de
Gordon Pym, con lo que se ha venido a denominar estrictamente novela negra, la
que escriben los grandes maestros americanos, como Dashiell Hammet o Stanley
Gardner, o en el caso español Juan Madrid o Jorge Martínez Reverte. Ésta, por
ejemplo, es un guiño al lector, que nunca llegará a darse cuenta de que el
verdadero asesino es el propio narrador de la historia hasta que el libro está
a punto de terminarse.
La chica, acostumbrada como estaba a las
disquisiciones de su jefe sobre la novela negra y sobre otros asuntos
relacionados con el crimen, asintió a sus palabras y casi sin darse cuenta,
intentó llevar la conversación a su propio terreno, el del caso al que en ese
momento se estaban enfrentando. Por su parte el detective, que sin duda se dio
cuenta de que la joven podía ser mensajera de noticias interesantes se dejó
conducir al terreno que Nicoletta le presentaba sin ninguna dificultad. Los dos
permanecieron sentados durante diez o quince minutos, ella hablando sin parar,
el hombre escuchando atentamente las palabras de la chica. Y cuando por fin
ella terminó de contarle todo lo que le había sucedido dentro de la galería de
arte, Jamete dejó pasar en absoluto silencio otros dos o tres minutos, como
reflexionando sobre lo que ella acababa de decirle, y sólo intervino para
hacerle una única pregunta.
-
Bien,
dime. ¿Qué posibilidades hay de que ese cuadro sea en realidad una copia?
¿Estás segura de que no se trata del mismo cuadro robado?
-
No
estoy segura, pero podría ser el mismo. Pero en ese caso, ¿por qué me lo ha
enseñado? ¿Sabría él que lo que yo en realidad estaba buscando era esa tabla? Y
en ese caso lo más lógico, lo más provechoso para él mismo, hubiera sido, sin
duda, mantenerla escondida lejos de mi alcance, evitar ponerme sobre la pista
de ella.
-
Quizá
lo que pretendiera en realidad fuera eso, espiar tu rostro cuando supieras que
él tenía el cuadro, ponerte de alguna manera al descubierto. Además, tienes que
tener en cuenta que ese tipo de coleccionista no deja de ser eso, un
exhibicionista, un voyeur, que sólo le mantiene ante los demás, sobre todo ante
otro coleccionista o ante un conocedor serio de lo que va a exponer, aquél que
de verdad puede apreciar su verdadero valor, el deseo inconfesable de mostrar
sus secretos más ocultos, todo eso que saben que es valioso pero que sólo les
pertenece a ellos. Pero en realidad, lo único que les mueve a ello no es
compartir esas obras de arte con el resto de las personas, sino el más humano
de los deseos, humano porque es típico del hombre, no por otra cosa: destacar
por encima de los otros.
-
Sí,
pero en realidad sigo sin comprenderlo muy bien. Con ese comportamiento, él
mismo se pone en peligro de ser descubierto.
-
Piensa
que enseñándolo de ese modo, tan a las claras, puede creer que alejará de
nosotros la sospecha sobre su galería, y en parte no deja de tener razón. Tú
estás pensando ahora mismo que ese hombre no tiene nada que ver con el robo. Es
lógico que si enseñas un cuadro valioso que acaba de ser robado, y después
afirmas que se trata de una copia, todo el mundo pensará que eso es así, que el
lienzo o la tabla no pueden ser el original. Pero recuerda que la persona que
se llevó del museo esa obra de arte también se comportó en el momento de
hacerlo con toda normalidad, paseándolo tranquilamente por las calles
transitadas de Madrid, a la vista de todo el mundo. La persona que robó el
cuadro, sea quien sea, es un verdadero profesional, y muy inteligente.
-
Pero
el propietario de la galería me aseguró que estaba en posesión de esa copia
desde hace algunos años, mucho antes que el robo. Y supongo que él tendrá
documentación suficiente para demostrarlo Y por otra parte, según las imágenes
de la cámara, el ladrón era un hombre alto, delgado, escrupulosamente afeitado,
y sin embargo, ni la persona que me atendió en la tienda ni aquel otro hombre
que fue a abrirme la puerta de la galería se parecían al de la fotografía. Uno
era bajo y regordete, con gafas, y el otro tenía la cara muy redonda y el
bigote demasiado poblado. Sé que también es muy posible que, en el caso de que
cualquiera de los dos hubiera tenido algo que ver el robo, lo pudieron haber
hecho por mediación de una tercera persona. Pero en ese caso, no nos será
sencillo poder demostrarlo.
-
Tienes
toda la razón. Pero recuerda que en toda investigación criminal, nunca debe uno
dejarse llevar por las apariencias.
Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Nicoletta
se hallaba de nuevo ante la puerta de la galería que había visitado el día
anterior, pero en esta ocasión iba acompañada por el propio Daniel Jamete. La
curiosidad por ver con sus propios ojos aquella tabla de la que ella le había
hablado le había hecho olvidar por una vez sus costumbres, su particular manera
de trabajar en los casos, sin salir nunca, o casi nunca, de su propio despacho,
y visitar del brazo de Nicoletta aquella lujosa galería de arte. Se había
vestido para la ocasión con un traje de lino de color burdeos que le daba un
aire burgués, y le hacía parecer uno de esos ricachones, clientes habituales de
ese tipo de comercios, que utilizan el arte para evadir impuestos o blanquear
el dinero negro que ganan con sus propios negocios, en ocasiones poco claros.
Pocos segundos después de que Nicoletta hubiera
pulsado el timbre de la puerta, salió a abrirles otra vez esa misma persona que
ya le había abierto el día anterior.
-
Le
presento a mi esposo. Es propietario de un pequeño barco, dispuesto a invertir
una parte de sus ganancias en arte –ella sabía que los patronos de los yates
solían gastar grandes cantidades de dinero en obras de arte que nunca llegaban
a sobrepasar el valor de lo que ellos mismos ofrecían a algunos marchantes sin
escrúpulos-. Le hablé del cuadro que me enseñasteis ayer, y sin verlo siquiera se enamoró tanto de él,
que no ha querido dejar pasar más tiempo antes de venir a verlo él mismo. Ya le
he dicho que no está en venta, pero seguro que está dispuesto a haceros una
buena oferta.
Al hombre se le abrieron los ojos al darse cuenta de
que su jefe podría encontrar nuevas vías para sus negocios en aquella pareja de
edad madura, mucho más maduro desde luego el marido, pues podía darse cuenta de
que él debía llevarle algunos años a la mujer. Y sabía que, cuando su jefe
hacía negocios era feliz, y que cuando el otro era feliz, él mismo también lo
era. Quizá su jefe no vendiera ese cuadro al hombre de negocios que acababa de
llegar, que según él le había dicho ya tenía comprador para ese cuadro, pero tenía claro que podría venderle
cualquier otro de los que estaban expuestos en esa exposición.
Les hizo pasar hasta uno de los extremos de la
galería, y Nicoletta se sorprendió al comprobar que la tabla que había visto el
día anterior estaba colgada en un lugar distinto al del día anterior.
-
En
cuanto usted se marchó ayer, el señor Artigues me hizo descolgarlo y colocarlo
aquí. Creo que ha cambiado de opinión en cuanto al destino que pueda correr esa
obra. Pueden esperar aquí, admirándola, mientras les anuncio su visita.
-
Sigo
pensando que es muy arriesgado para ese hombre tener aquí expuesto un cuadro
robado –comentó Nicoletta al detective cuando el otro les había dejado solos-.
Es verdad que la mayor parte de los clientes que acuden a este lugar no serían
capaces de diferenciar un cuadro original de la escuela flamenca de una copia
reciente de ese mismo cuadro, pero a esta sala también acuden a veces
especialistas y críticos de arte, y se supone que a esos profesionales del arte
sería muy difícil de engañar. ¿No te parece?
-
Algunas
veces, esos especialistas son precisamente los que con más facilidad pueden
caer en la trampa, sobre todo si la trampa se la preparan de la manera
adecuada, diciéndoles eso mismo que ellos desean oír, por ejemplo. Mis
conocimientos en este tema son muy limitados, desde luego, y sólo puedo decir
que, si en verdad se trata sólo de una copia, es una copia excelente…
Las palabras del investigador fueron interrumpidas por la presencia, detrás de
ellos del señor Artigues, el dueño de la galería, aunque Jamete, que se había
dado cuenta de la presencia a su espalda de aquella sombra extraña, había
dejado de hablar justo en ese momento. El hombre les llevó hasta su despacho, y
allí Jamete y Artigues siguieron hablando de pintura, de pintura y de
coleccionismo, durante dos o tres horas más. Nicoletta, que el día anterior
había dado muestras de conocer el tema, mantuvo ahora el papel de la esposa
silenciosa, porque se había dado cuenta de que en realidad al marchante, como a
casi todos los marchantes, o al menos aquellos que acostumbrar a visitar todos
los días restaurantes caros y lujosos en los que uno sólo se alimenta con
diseño gastronómico, aquellos que se pueden dar el lujo de tener un yate
inmenso atracado en los norays de un puerto deportivo de moda, siempre
esperando el inicio de una nueva singladura, tan aburrida como la anterior, no
le interesa en realidad el mundo del arte, sino sólo todo lo relativo al
comercio de obras de arte.
Pero en un momento de la conversación, algo en el
interior del detective, quizá su propio instinto, le había llevado a girar el
cuello todo lo que podía, lo suficiente como para darse cuenta de que fuera de
la habitación en la que se encontraban, al otro lado de ese muro de cristal que
separaba la parte pública de la tienda de la zona privada del despacho, se
hallaba un hombre alto, delgado, quizá la misma persona que había sido grabada
por las cámaras cercanas al museo. Aunque Artigues no llegó a darse cuenta del
movimiento del detective, Nicoletta si lo vio, y a ella también le dio tiempo a
apreciar por segundos qué había sido lo que le había hecho volverse de esa
forma a su jefe, mientras el hombre ya estaba empezando a abandonar el estrecho
campo visual de los dos. El gesto de ella le confirmó al investigador en sus
sospechas. Aguantaron con el comerciante aquella conversación trivial durante
unos cinco o diez minutos, y después Jamete buscó una escusa y se despidió de
él. Antes de hacerlo le prometió que volvería por allí pocos días más tarde, cuando
hubieran decidido entre los dos, Artigues sabía que la decisión sólo iba a
depender del hombre, que tipo de decoración combinaría mejor con la nueva casa
que se estaban haciendo en la costa. La mano de Jamete se posó, amenazadora,
sobre la mano fría, casi inerte, del marchante.
Ya en su propia casa, Jamete llamó por teléfono a
Picavea. Y al día siguiente estaban los tres en el despacho de aquél,
discutiendo sobre la estrategia que debían seguir a partir de ese momento. En
aquel instante, Picavea se mostró por primera vez inflexible.
-
Vosotros
dos ya habéis hecho lo suficiente; dejadlo ahora de nuestra parte. Empezaremos
por investigar al dueño de la galería, intentar averiguar qué clase de
contactos ha podido tener con otros casos similares a éste, o si está
relacionado o no con la parte más sombría del mercado negro de las obras de
arte. Y también, por supuesto, qué relación puede tener con ese hombre, al que
visteis los dos ayer en su negocio, y quién es en realidad esa persona.
Descubrir, en fin, si tiene al día sus pagos con el fisco. Podéis estar seguros
que os tendré informados de todo lo que descubramos.
Dos días después Jamete tuvo una nueva visita de
Picavea. El policía mantenía una sonrisa amplia, como seguro de sí mismo, y el
detective supo que el agente le llevaba
información sobre como andaba el caso de la tabla robada. Cuando la chica hizo
ademán de ir a abandonar el despacho de su jefe, Picavea la retuvo con un gesto
de su mano.
-
Por
favor, Nicoletta. Quiero que te quedes un momento con nosotros, pues el asunto
también te interesa, y a nuestro amigo no le importará que tú también sepas lo
que vengo a contaros. Gracias a vosotros dos, Nicolás Artigues, marchante de
arte, propietario de la galería Boscán, ha sido detenido hace apenas una hora
por el robo del cuadro del museo –esperó unos segundos antes de seguir para
contemplar el rostro de sus dos amigos, y como lo dos lo mantuvieron por el
momento inexpresivos, siguió hablando-. Parece ser que fue él quien ordenó ese
robo. También ha sido detenido uno de sus empleados, sí, la persona a la que
vosotros visteis ese día a través del cristal de su despacho, por haber sido el
autor material del delito. En realidad creo que no se trata de un empleado fijo
de la casa, sino que se le contrata a porcentaje cuando hay que realizar alguna
tarea sucia, como un robo por ejemplo. Por cierto, también os voy a dar otra
primicia: en este momento han sido enviados otros compañeros míos para proceder
a la detención, en su propia casa, de un político importante, un alto cargo de
la concejalía de cultura, o del propio ministerio, no lo sé con seguridad.
Parece ser que fue él, precisamente él, quien le encargó a Artigues el robo de
esa obra de arte única, y que ésta se encontraba en la galería a la espera de
que llegara el momento adecuado para que se hiciera la entrega.
-
Está
bien que algunas veces se puedan esclarecer los casos con tanta facilidad,
aunque en esta ocasión todo haya sido fruto en parte de la mera casualidad
–dijo ella.
-
No
te equivoques, Nicoletta –ahora era el propio Jamete el que hablaba-. Quizá la
casualidad no exista, y a lo que en algunas ocasiones se llama casualidad es
realidad el resultado de un trabajo bien hecho. De un trabajo bien hecho, no
debes olvidarlo, por ti. Porque aunque tú misma pensabas que te creías lo que
ese hombre te había contado, en realidad no estabas segura de ello, y por eso
viniste ese mismo día a contarme lo que él te había dicho, porque pensabas que
era necesario que yo lo investigara.