En el corazón del Madrid
de los Austrias, haciendo esquina con la castiza calle de Lavapiés, ya muy
cerca de la desembocadura de ésta en la plaza de Tirso de Molina, allí donde la
estatua del genial dramaturgo mercedario ve pasar, incólume, los días de la
ciudad cosmopolita, se halla la enigmátiando con un hombfter conca Calle de la
Cabeza. En cada una de sus esquina, un curioso azulejo de mosaico da nombre a
la calle, decorada además con una especie de jeroglífico trágico: una cabeza
cortada, con los ojos abiertos y el pelo ensortijado, depositada sobre una
bandeja de porcelana o de metal, que sin querer nos recuerda un poco a un San
Juan imberbe, nos mira curioso, entre un agudo puñal que apunta hacia abajo y
una cabeza de carnero ensangrentada. No; no es San Juan Bautista quien aparece
representado en el azulejo, aunque son muchos los curiosos que así lo creen
cuando pasan por debajo de la placa. Detrás del mosaico, y del título de la
calle, se encuentra una enigmática leyenda,
una de esas leyendas hermosas de los tiempos heroicos en los que Madrid
ya se había convertido en corte, además de villa, que ya lo era desde hacía
mucho tiempo, y en la que cualquier Alatriste desorientado vagaba por sus
calles y sus plazas, conversando con un hombre hirsuto con anteojos, que
siempre era Quevedo, y soñando con nuevas batallas en un Flandes ya lejano.
Eran los tiempos en los que reinaba en España el rey Felipe III, y en una de las casas antiguas de esta calle, en cualquiera de ellas porque en realidad nada importa la identidad de la misma para el desarrollo de esta historia, tenía su hogar un sacerdote anónimo, uno de esos curas que entonces tanto abundaban en Madrid y en otras ciudades de Castilla; éste, sin duda, era uno de los que curaba las almas de los vecinos desde la cercana parroquia de San Sebastián. Y el cura, al que la historia, como decimos, ha callado su nombre, como a tantos protagonistas de la historia verdadera, que no es sólo la historia de los magnates y de los políticos sino la de todo un pueblo, tenía un criado, portugués por más señas, que no era el fiel criado de los cuentos sino el criado vil de las novelas picarescas que había iniciado Lázaro de Tormes a mediados del siglo anterior. Y el criado portugués una noche, aprovechando que su amo se hallaba dormido, no dudó en entrar en la habitación de éste y en cortarle la cabeza. Robó todos sus tesoros, que no debían ser pocos teniendo en cuenta la opípara forma de vida en la que el criado pudo vivir durante los años siguientes, y sin que nadie hubiera reparado en el crimen que aquella noche había cometido, a la mañana siguiente logró escapar a su país. Cuenta la leyenda que aquel criado, en su huida de Madrid, no se detuvo hasta haber llegado a su ciudad, a Lisboa o a Oporto, o al lugar en el que él hubiera nacido, donde intentó olvidarse del crimen que él había cometido a la vera del río Manzanares.
Pero es sabido por las
novelas y las películas del cine negro que el criminal siempre vuelve al lugar
del crimen, y un día, pasados muchos años desde entonces, el criado portugués
volvió a Madrid, pensando que en Madrid ya nadie se acordaba del crimen que
había cometido. Cuando llegó a la ciudad, una de las primeras cosas que hizo
fue comprar la casa en la que había asesinado al cura anónimo, en la que vivió
algunos días, sin que ningún madrileño se hubiera dado cuenta de que aquel
nuevo vecino, que hablaba de manera tan extraña, con un acento que hacía ver a
todos que no era de allí, era también un vecino antiguo, que ya había vivido
antes en esa casa, al servicio de un hombre que, cosa extraña, había
desaparecido hacía muchos años sin haber dejado rastro, sin despedirse de
nadie, ni siquiera de sus compañeros de altar.
Pero en el Madrid del
siglo XVII las noches siempre eran extrañas, solitarias, cargadas de fantasmas,
que se movían al albur de una antorcha encendida y humeante que, clavada sobre
la superficie de cualquier pared encalada, daba un pequeño halo de tranquilidad
a los embozados que buscaban una dama solitaria detrás de cualquier reja
esbozada en la ventana de una casa. Y una de esas noches extrañas, el
portugués, antiguo criado y ahora amo de su destino, decidió bajar hacia el
Rastro, que se encontraba cerca de allí, en el camino hacia el Manzanares, con
el fin de hacerse con alguno de los suculentos manjares que en aquel lugar se
vendían. Quería darse un festín en aquella casa, y celebrar de esta forma que
el silencio sobre lo que en ella había sucedido hacía ya mucho tiempo seguía
envolviendo el ambiente de una ciudad en la que los pícaros y los caballeros
vivían unos cerca de otros; algunas veces, incluso, los pícaros y los
caballeros eran los mismos. Allí, en el Rastro, compró la cabeza de carnero más
grande que pudo encontrar, y sin preocuparse siquiera de que aquella cosa
todavía manaba sangre de su cuello, se la guardó en el embozo de su capa y se
dispuso a regresar a su casa. Subía ya por la calle de Juanelo, muy cerca de
ella, cuando un alguacil o un corchete que por allí pasaba, velando para que
nadie rompiera la paz nocturna de un Madrid todavía somnoliento, le dio el
alto.
-
¡Alto a la guardia del rey! ¿Quién
sois, y qué escondéis bajo esa capa?
La voz del corchete, alta
e inquisidora, le había sorprendido. Él ya sólo pensaba en ese momento en el
que, ya en el interior de la casa, pudiera asar el botín que había conseguido
en el Rastro en las ascuas que, estaba seguro de ello, todavía arderían en la
chimenea de su cuarto, y calmar de esta forma en hambre que le invadía el
estómago desde el mismo momento en que vio aquella cabeza de carnero colgando
de un fuerte gancho de hierro en una de las paredes de la vieja carnicería. Y
antes de contestar as la pregunta que el otro le había hecho calmó los nervios,
porque no quería que estos le traicionaran, y ya sereno, no dudó en
responderle:
-
¿Qué he de traer? Sólo una cabeza de
carnero, que esta misma noche voy a cenarme al calor de la hoguera. -Y después
no dudó incluso en invitar al alguacil del rey, pensando que de esta forma le
dejaría tranquilo.- Si gustáis, podréis acompañarme en el banquete. Nunca me ha
gustado comer sólo.
Y
al mismo tiempo que le contestaba al corchete de la ronda, el criado no dudó en
desenmascarar el tesoro que traía bajo la capa y enseñárselo a la autoridad que
así lo requería. Pero al momento, el gesto aterrado del otro, y su actitud
beligerante, la mano derecha en el guardamanos de la espada, le dijo que algo
extraño estaba sucediendo en aquellos momentos. A la luz del fuego que salía de
la antorcha más cercana pudo ver, entonces, que la cabeza de carnero que él
creía que llevaba en el jubón había cambiado, adoptando la morfología de aquel
sacerdote al que él había asesinado hacía ya mucho tiempo. El mismo gesto de
horror que antes había invadido los rasgos del corchete invadía ahora el rostro
del antiguo criado, quien, sin pensárselo dos veces, soltó de sus manos la
cabeza, que ya no era de carnero sino de un hombre joven, al que la vida se le
había arrebatado cuando aún no le tocaba entregársela al Creador, y dejó que
ésta rodara por la calle, pendiente abajo, hasta pararse en la viga de madera
que soportaba la construcción de una casa cercana. Y mientras él lo hacía, el
corchete, recobrado ya el aplomo, terminó de sacar la espada, mientras otros
compañeros llegaban al mismo lugar, atraídos por sus voces, y ya juntos toda la
ronda, no tardaron mucho tiempo en poder apresarle.
El
portugués fue entonces encerrado en la cárcel de la corona, que por casualidad
se encontraba también en aquella calle, muy cerca del lugar en el que se encontraban.
La justicia investigó aquel asunto, aunque tampoco había muchas cosas que
investigar, porque el portugués, arrepentido de su crimen a la vista del
milagro que acababa de presenciar, la transformación de una inocente cabeza de
carnero en una cabeza humana que tenía los mismos rasgos que su antiguo amo,
con su cabellera ensortijada y todo, no dudo en confesar el crimen que con él
había cometido. Condenado a muerte por las leyes que entonces regulaban la vida
y la muerte en la ciudad de la villa y corte, fue conducido hasta la horca, que
en su honor se había levantado en el centro de la Plaza Mayor, en el mismo
lugar que ahora ocupa la estatua levantada en honor de aquel monarca que
entonces reinaba en el país, una Plaza Mayor, por cierto, que en aquel momento
se encontraba todavía inmersa en una importante obra de remodelación, que
estaba dirigida por el arquitecto conquense Juan Gómez de Mora.
Y
cuentan las crónicas, o las leyendas, que el propio Felipe III mandó colocar en
la fachada de la casa en la que habían vivido nuestros dos protagonistas, el
cura y el infiel criado portugués, una cabeza de piedra, que recordara para
siempre a todos los madrileños esta historia de crímenes y de justicia, una
cabeza de piedra que a los pocos años fue retirada de allí, sustituida por una
más tranquilizadora imagen de la Virgen del Carmen. Y que los propios
madrileños, a partir de aquel día funesto, llamaron a la calle, la Calle de la
Cabeza, e incluso algunos, más expresivos todavía, la Calle de la Cabeza
Cortada.