El inspector Picavea había llegado a la casa de su ya viejo amigo hacía
unos pocos minutos, y los dos hombres se hallaban ya conversando de manera
pausada alrededor de sendas tazas de té. Normalmente, al experto policía no le
gustaba demasiado el sabor de aquel líquido amarillento, cuyo color y aspecto
le recordaba demasiado a una cerveza caliente sin nada de fuerza, o incluso a
algún otro tipo de líquido no demasiado agradable para su consumo; prefería el
sabor amargo pero delicioso de una taza de café con poco azúcar. Pero sabía que
al detective le gustaba más el té que el café, y cuando estaba en su casa, por
lo menos en algunas ocasiones, solía tomar un poco de esa bebida de color
dorado para acompañarle. No obstante, intentaba disimular su sabor ácido con
abundantes cantidades de leche bien fría. Aquella mañana había acudido a la
casa de Jamete con el fin de relatarle algunos detalles del último caso que
tenía entre manos, un caso que en apariencia estaba a punto de ser resuelto por
sus compañeros, pero que aún tenía algunos cabos sueltos que a él todavía le
intrigaban.
-
Como te digo, hace tres o cuatro días fue
encontrado muerto en el interior de un cajero automático de una entidad
bancaria del centro de Madrid un hombre, un mendigo de edad mediana que vivían
en compañía de otros mendigos en un edificio abandonado de la zona sur de la
ciudad. No se trata de un simple ocupa, pues ese edificio se encuentra
abandonado desde hace ya muchos años y nadie ha reclamado su propiedad en los
últimos tiempos. Se trata pues simplemente de un simple espacio en el que poder
combatir el frío de la noche. El cuerpo de ese hombre apareció quemado, y
algunos testigos presenciales nos han informado que vieron a un joven con la
cabeza rapada arrojar una botella con líquido inflamable en el cajero en el que
el mendigo estaba pasando aquella noche. Incluso uno de los testigos fue capaz
de identificar a ese joven en las fotografías de que disponemos en el archivo
de la comisaría, y gracias a esa identificación mis compañeros fueron la noche
pasada a detenerle, y ahora mismo se encuentra detenido en los calabozos de la
jefatura y a punto de pasar a disposición judicial. Además, y para aclarar más
las cosas, ese joven cuenta con algunos antecedentes policiales, por violación
y también por propinar palizas a inmigrantes, sobre todo a negros y a sudacas.
-
Bien. Parece que el caso lo tienes ya
resuelto. No entiendo entonces en qué podría yo ayudarte.
-
Es que hay algunas cosas en el relato oficial
que no concuerdan demasiado, empezando por el hecho de que el detenido ha
negado en todo momento su participación en el asunto.
-
¿Y tú le crees? No conozco todavía a ningún
asesino que desde un primer momento, así, sin ninguna presión por parte de la
policía, haya confesado su relación con un crimen. A vosotros os corresponde
presionarle un poquito para hacerle cambiar su declaración y obligarle a que
confiese.
-
Tienes razón, hasta el punto de que también yo
estoy seguro de que ese joven ha cometido el crimen del que se le acusa. No en
vano, como ya te he dicho, ha sido reconocido por algunos testigos, Sin
embargo, algo que dice que no estamos ante un crimen normal, de esos que están
relacionados sólo con aspectos de carácter ideológico o racista, y que suelen
cometer siempre los defensores de las ideologías extremistas, de un lado o de
otro. Algo me dice que existe una motivación más profunda en este asesinato.
Por una parte, ¿qué hacía ese hombre durmiendo dentro de un cajero en el centro
de la ciudad, tan lejos de la zona en la que él solía pasar la noche en
compañía de otros mendigos solitarios? Por muy cómodo que fuera ese cajero, que
no creo que lo fuera, siempre se encontraría mucho más caliente, más seguro, en
el interior de ese otro edificio, por más que se trate de un edificio
abandonado. ¿Qué le hizo alejarse de allí precisamente aquella noche?
-
Quizá había estado pidiendo limosna en ese
barrio y la noche le sorprendió. Quizá no se atrevió a regresar tan tarde hacia
aquella parte de la ciudad en la que solía pasar la noche, o estaba demasiado
cansado para hacerlo. Quizá, incluso, había discutido aquel día con alguno de
los otros mendigos que también dormían en el edificio. Esos hombres son muy
suyos con lo poco que tienen, y en ocasiones, en demasiadas ocasiones, el trato
con ellos es un poco, cómo diríamos, difícil.
-
Quizá tengas razón, y sea sólo que estoy
viendo fantasmas donde apenas hay simples casualidades. Pero es que además yo
mismo recogí dentro de ese cajero automático algunas pistas que no concuerdan
demasiado con esa teoría del crimen ideológico. Se trata de dos objetos que
habían sido introducidos instantes antes del asesinato en el interior de la
papelera que algunas veces utilizan los clientes del banco para arrojar los
recibos de las operaciones que realizan en el cajero. Uno de esos objetos es
una llave, una de esas llaves que parecen corresponder a la caja de seguridad
que hay en algunas oficinas bancarias. Sin embargo, hemos preguntado en esa
oficina en la que el hombre ha sido encontrado muerto si ellos disponen de ese
tipo de cajas de seguridad, y si la llave encontrada en la papelera podía ser
de una de sus cajas, pero ellos lo han negado todo. Se trata de una oficina de
tamaño mediano, y según me dijo su director, esas cajas de seguridad suelen
estar en otras oficinas más grandes.
-
Por supuesto. ¿Para qué querría un simple
mendigo la llave de la caja de seguridad de un banco? ¿Qué podría querer
guardar en un sitio así? –al policía, las palabras de Jamete le seguían
pareciendo todavía irónicas, como si lo que estuviera haciendo fuera burlarse
de él. Sin embargo, algo en su interior estaba empezando a transformar las
sensaciones que el detective estaba sintiendo; a un hombre como él, enamorado
de los misterios, la posibilidad de encontrar respuestas a una situación que en
apariencia estaba tan clara había empezado a interesarle. En silencio, en un silencio casi absoluto que
apenas rompía para hacer algunas exclamaciones como aquélla, siguió escuchando
el relato de Picavea.
-
El otro objeto es más misterioso todavía; se
trata de una fotografía. En ella pueden verse tres personas, dos hombres y una
mujer. De las dos mujeres una es joven, como de unos veinte años, y la otra
presenta esa edad indeterminada que algunas mujeres suelen presentar cuando
llegan a la madurez, quizá unos cincuenta años, aunque también podría tener
tanto los cuarenta como los sesenta años. El hombre también podría tener
aproximadamente esa misma edad. Yo creo que se trata de una familia normal, un
matrimonio con su hija. Al principio no entendíamos por qué un mendigo
solitario podría tener en su poder la fotografía de una familia aparentemente
feliz, pues es la felicidad lo que se desprende de esa imagen, de una de esas
familias de clase media que tanto abundan en esa zona de Madrid en donde se
cometió el crimen, hasta que nos dimos cuenta de una cosa que en un primero
momento nos había pasado desapercibida. Al estudiar bien la fisonomía del
caballero que aparece en la fotografía nos dimos cuenta de que ese hombre que
aparecía sonriente, rodeado de su familia, era el propio mendigo, aunque en la
imagen en la fotografía encontrada por la policía aparecía bien vestido y con
el rostro cuidadosamente afeitado, y la sonrisa que él mismo mostraba a la
cámara hacía ver que él era todavía un hombre feliz, que aún no había sucedido
ese hecho que, fuera lo que fuera lo que le había pasado, había transformado su
vida por completo. Hemos intentado localizar a la familia de la fotografía, que
sin duda es también la familia del mendigo, pero nos ha resultado imposible hacerlo,
al menos por el momento.
Cuando el policía terminó de hablar, Jamete le miró
a los ojos. Había comprendido lo que el otro quería decirle. Había comprendido
la prisa que el inspector tenía para poder dar respuestas a aquellas preguntas,
antes de que el caso se diera por cerrado definitivamente. Corría el riesgo de
que ese caso se cerrara en falso, si acaso era verdad, como el otro había
insinuado, que más allá de su aparente claridad había algún asunto más
importante y oculto, y entonces prometió ayudarle.
-
Verás
lo que vamos a hacer. Encargaré a Nicoletta que haga por ahí algunas
indagaciones en los suburbios de la ciudad. Mientras tanto, tú puedes seguir
investigando el asunto de la llave y de esas dos fotografías. Quizá con un poco
de suerte podamos averiguar qué es lo que ocurrió en la vida de ese hombre que
le hizo cambiar su vida de forma tan drástica.
Después de que los dos hombres se hubieran despedido, Jamete llamó a
la chica que trabajaba para él como doncella, pero también como secretaria e
incluso como ayudante en algunas de sus investigaciones, y le hizo dos encargos
relacionados con el asunto del mendigo asesinado en el cajero automático. Por
una parte, debería investigar en los suburbios del sur de Madrid, preguntar a
los otros mendigos que convivían con él en aquel edificio abandonado, hacer
indagaciones en la vida anterior de ese hombre, en los miedos que podrían
asolarle por las noches, cuando la oscuridad y el silencio invadía todos los
rincones de su alma. Y por otra parte, y aquella parte del trabajo resultaba
mucho más peligrosa que la otra, también debería investigar sobre el detenido
en los ambientes más transitados por las bandas de neonazis y de extremistas de
izquierda, que en aquellos tiempos estaban empezando a invadir diversas zonas
de la ciudad. Al día siguiente, la joven rumana ya estaba otra vez en el
despacho de su jefe, preparada para darle al detective un primer informe oral
de todo lo que había descubierto la tarde anterior.
-
En primer lugar he de decirte que el fallecido
no era demasiado conocido entre el grupo de los mendigos; por lo menos, pocos
son los que han querido contarme alguna cosa de su vida, aunque en realidad eso
tampoco es extraño en absoluto. Ya sabes que los mendigos son reservados y no
suelen contar demasiadas cosas respecto de su vida anterior. Sin embargo, uno
de mis informantes me ha asegurado que las reservas que mostraba ese hombre no
eran las propias de los otros mendigos, que había alguna cosa que
verdaderamente le asustaba aunque nunca quería hablar sobre ello. El hombre
asesinado parecía estar escondiéndose de algo o de alguien en aquel edificio
abandonado.
-
¿Es eso cierto? ¿Quieres decir entonces que la
víctima sólo estaba allí para evitar que fuera encontrado por alguien que
andaba persiguiéndole?
-
Al menos así parece demostrarlo la información
que me ha dado una persona con el que me he entrevistado esta misma mañana. En
cualquier caso, lo que sí está claro es que ese hombre no se relacionaba
demasiado con los otros mendigos. Además, parece ser que el lenguaje que él
empleaba no era el propio de un mendigo, que utilizaba una terminología
demasiado culta, y sus maneras eran también bastante refinadas. Entre el resto
de los mendigos se comentaba que ese hombre había tenido hasta hacía poco
tiempo una vida muy diferente, mucho más cómoda y elegante que la que tenía en
las últimas semanas. Y ahora viene lo más interesante… Algunos de ellos me han
asegurado también que, según se decía por la zona, el hombre asesinado había
trabajado antes en algún periódico, y que a consecuencia de ese trabajo había
tenido acceso a algunos documentos de gran relevancia que habían puesto en
serio peligro incluso su vida.
-
Eso que me dices es bastante interesante,
aunque también he de decirte que esos informantes tuyos parecen saber
demasiadas cosas de la vida de la víctima para tratarse de una persona tan
cerrada y reservada como él, según ellos mismos te han confesado. ¿Qué crédito
les das? ¿No se tratará acaso de las simples exageraciones que suelen surgir
cuando se produce un hecho de estas características?
-
Puede ser, pero ni siquiera estoy segura de
que esos hombres sepan ya que su compañero ha sido asesinado. Creo que en todo
caso deberíamos investigar un poco, repasar las noticias publicadas en las
últimas semanas, preguntar a otros periodistas, aunque desde luego debemos
hacerlo con mucho cuidado, con el fin de no levantar sospechas en el sector.
Quizá ese secreto del que me han hablado haya sido lo que le obligara a
esconderse. Si ese hombre se sentía aterrorizado por algo que sabía, quizá
intentó esconderse bajo el disfraz de un pobre mendigo… Pero es que además
falta lo mejor de todo: por allí se decía también que el hombre había escondido
en algún lugar ciertos documentos importantes que podían demostrar todo eso que
había descubierto durante su trabajo en el periódico, documentos que
incriminaban a alguna persona importante. Creo que debemos intentar averiguar
quién puede ser esa persona importante.
-
Bien. Parece ser que nuestro buen amigo
Picavea puede tener razón. Parece ser que hemos averiguado los motivos que
obligaron a ese hombre a ocultarse, y quizá también a esconder sólo unos
segundos antes de ser asesinado la llave que escondían todos sus secretos. Lo
que tenemos que hacer ahora es intentar encontrar la caja a la que pertenece
esa llave, y cuando lo hagamos tendremos resuelto el enigma. De los documentos
que podamos hallar en su interior podremos deducir quién es la persona de la
que ese hombre pretendía huir y, quizá, quién es el verdadero autor intelectual
del asesinato, aquél que le ordenó al detenido matar al mendigo… Cambiando de
tema, ¿cómo va el otro asunto que te encomendé?
-
Precisamente esta tarde tengo una entrevista
con un hombre que me puede contar alguna cosa relativa a ese joven detenido. Se
trata del cabecilla de una banda de neonazis. He quedado con dos de sus hombres
en un bar de la calle Carretas. Después, ellos me conducirán hasta el lugar
donde su jefe estará esperándonos.
-
No quiero que vayas allí, y menos sola. Ese
encuentro puede resultar demasiado peligroso, sobre todo para una chica
indefensa como tú, que además no es ni siquiera española; recuerda que a esos
hombres no les gusta demasiado los extranjeros… Perdona, no quiero que me
malinterpretes. Es sólo que los inmigrantes no suelen ser del agrado de ese
tipo de personas.
-
¿Y quién crees tú que podría acompañarme?
Además, no estoy muy seguro de que esa fuera una buena idea. Si me ha
autorizado a encontrarme con él, ha sido porque le he asegurado que voy a ir
sola. Ese tipo de hombres, además de tener marcadas tendencias racistas, suelen
ser bastante desconfiadas. Entiendo lo que me quieres decir, pero considero que
no tienes de qué preocuparte. A esos hombres les preocupan más los moros, los
negros, los latinos incluso, que las chicas rubias con aspecto nórdico como yo.
Mientras
Nicoletta le hablaba, Jamete no pudo por menos que detener su mirada durante un
instante en el cuerpo de la chica, mientras pensaba que a fin de cuentas ella
tenía razón. Desde luego, Nicoletta era una mujer hermosa, con ese aspecto tan
escandinavo, tan puramente ario como tenía. Casi perdió el hilo de la
conversación al comprobar que hasta ese momento no se había dado cuenta de lo
guapa que era ella, que cegado como estaba con casos criminales y problemas
difíciles de resolver, nunca antes había mirado a Nicoletta con otros ojos que
no fueran los ojos de la mente. Intentó concentrarse en las palabras de la
chica mientras ella seguía hablándole:
-
Te
prometo que no me pasará nada. Y además, si me viera obligada a tener que
defenderme voy a llevar escondido a este buen amigo –y le enseñó a su jefe uno
de esos espráis inmovilizadores que suelen llevar algunas mujeres para evitar
que sean atacadas por la noche-. Llevaré también este localizador que está directamente
conectado a tu ordenador de sobremesa. Así sabrás en todo momento el lugar
donde me encuentro, y en el caso de que fuera necesario, podrías mandar a
alguien a buscarme.
-
Está bien, pero esa pequeña arma inofensiva no
podrá defenderte en el caso de que ese hombre, o alguno de sus secuaces,
intentara hacerte daño. Te dejaré que vayas allí con una condición: irás a ese
encuentro acompañada…
-
Creo que ya hemos hablado sobre eso.
-
No me refiero ahora a que debas ir acompañada
de una persona concreta, sino de un objeto que te voy a dejar –Daniel Jamete
había pronunciado aquellas últimas palabras con una voz demasiado misteriosa a
la que Nicoletta aún no se había acostumbrado. Mientras abría el cajón central
de su escritorio y sacaba de él un objeto metálico y pesado, el detective
siguió hablando.- Sabes de sobra que no me gustan las armas, pero en nuestra
profesión algunas veces es necesario utilizarlas, sobre todo cuando estás a
punto de encontrarte con hombres peligrosos. Quiero que guardes en el bolso
esta pistola, pero no quiero que la saques a no ser que ello sea absolutamente
necesario. El cargador está lleno de balas, y está preparado también un
proyectil más dentro del cañón; pero la pistola tiene ahora accionado el seguro,
para evitar que ese proyectil pueda dispararse de forma accidental. Acuérdate
de quitarle el seguro antes de que vayas a encontrarte con tu informador, y a
partir de ese momento, recuerda, no debes poner por nada del mundo el dedo en
el gatillo a no ser que estés preparada para disparar.
Nicoletta, sin poder evitar un gesto de nerviosismo,
casi sin mirarla siquiera, guardó dentro de su bolso el arma que el otro le
había alcanzado: Jamete le había gestionado meses antes una licencia de armas,
para el caso de que ella se viera obligada en algún momento a utilizar una
pistola, pero ella nunca había tenido hasta entonces necesidad de hacerlo.
Tal y como ella le había prometido al detective,
aquella misma tarde Nicoletta fue a encontrarse con dos hombres de tez sombría
y gesto adusto en un bar próximo a la casa donde el detective vivía y tenía su
despacho. Cuando llegó al bar, aquellos dos hombres no se habían presentado
todavía. Por ello, se sentó a esperarles en uno de los altos taburetes que
había junto a la barra del mostrador y le pidió al camarero que le sirviera un
vaso de güisqui con hielo. Pocos minutos más tarde, apenas sin haberle dado
tiempo a la chica a tomar algún sorbo de esa bebida dorada, aquellos dos
hombres abrieron la puerta de cristal y madera que daba acceso al interior del
bar, y se dirigieron hacia el lugar en el que ella se encontraba.
-
Nuestro jefe nos ha enviado hasta aquí para
recogerte. Nos ha ordenado que te llevemos hasta el lugar en donde tiene
instalada su oficina, sí, digamos, su puesto de observación… Pero nos ha dicho
que nos aseguremos de que no puedas conocer después el lugar en donde se va a
celebrar las entrevista. Compréndelo, no quiere que nadie que no sea uno de sus
hombres pueda conocer el lugar donde se encuentra ese puesto de control. En la
posición en la que está, no quiere recibir ningún tipo de sobresaltos.
Mientras escuchaba lo que uno de los dos hombres le estaba
diciendo, fue consciente de cómo el otro le estaba desnudando con la mirada, y
por primera vez en esa tarde Nicoletta empezó a sentir miedo. A pesar de todo,
en cuanto salieron del bar ella dejó que aquel primer hombre, el único cuya voz
ella ya conocía, le tapara cuidadosamente los ojos con un pañuelo de seda y
después, mientras permitía que esos hombres la introdujeran dentro de un
vehículo de tamaño mediano, notó como todo su cuerpo le temblaba.
Debió haber transcurrido una media hora en el
interior de aquel vehículo, y Nicoletta se dio cuenta de que debían dirigirse
hacia alguno de los polígonos industriales que se hayan a las afueras de
Madrid. Además, si en un primer momento al automóvil avanzaba muy despacio,
deteniéndose frecuentemente por unos pocos segundos, obligado a ello sin duda
por algún semáforo en rojo o por un desvío hacia alguna estrecha calle lateral,
muy pronto la velocidad había aumentado de repente, debido a que la circulación
se había hecho un poco más fluida que al principio, hasta que el coche terminó
por detenerse en algún lugar silencioso y solitario. Durante aquel recorrido
que ella había hecho totalmente a oscuras, Nicoletta notó en algún momento como
uno de los hombres que le acompañaban rozaba con sus manos ásperas el interior
de sus muslos, desnudos bajo la corta minifalda con la que se había vestido
para la ocasión, y en esos momentos notaba como el miedo le invadía de nuevo
todos los poros de la piel. Debía de tratarse de ese hombre de bigote poblado
que había permanecido es silencio durante la corta entrevista que había
mantenido con ella dentro del bar, el mismo que al salir de aquel antro le
había mirado con lascivia. Intentó no pensar en ello con el fin de mantenerse
concentrada en aquello que en ese momento le importaba, el encuentro con el
jefe de la banda.
Los dos hombres le ayudaron a bajarse del vehículo y
le obligaron a caminar sobre un asfalto caliente todavía. Pocos segundos más
tarde se detuvieron frente a una puerta metálica, y Nicoletta pudo sentir como
uno de los hombres introducía en la cerradura de la puerta una llave y como al
instante la puerta se abría. Después, los dos hombres le obligaron a penetrar
en aquel espacio cerrado, y al instante, una ráfaga de aire frío volvió a
posarse en su nuca. El ambiente que en aquella habitación se respiraba era
acre, cerrado, y el hedor a sudor y a humedad que empezó a invadir su
pituitaria no llegó a desvanecerse del todo cuando el hombre que le había
vendado los ojos se acercó otra vez hasta ella para quitarle por fin el
pañuelo. Un haz pesado de luz, procedente de cuatro o cinco focos instalados en
el techo, le hirió el rostro, obligándole a cerrar por un momento los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, Nicoletta pudo darse cuenta de que se encontraban
dentro de una nave abandonada, en alguno de los polígonos que formaban el
cinturón industrial de la ciudad. A lo lejos se podía escuchar un ruido fuerte
y muy repetitivo que procedía de alguna maquinaria cercana.
Aún se habían podido acostumbrarse sus ojos a la
variación de la cantidad de la luz cuando se presentó ante ella un hombre
joven, como de unos treinta o treinta y pocos años, Era alto, delgado, con una
abundante de mata de pelo en la cabeza que contrastaba con la mayoría de sus
hombres, y cuando se acercó a saludarle, Nicoletta pudo darse cuenta de que se
forma de hablar y de comportarse no tenía nada que ver con la de ninguno de
esos hombres que le habían llevado hasta allí. En efecto, aquel hombre se
estaba comportando de manera educada, y su voz, cuando él empezó a hablarle,
era como una caricia agradable en sus oídos. Aunque uno de los hombres que le
habían conducido hasta aquel lugar le había presentado ya como el jefe de aquella
banda de cabezas rapadas, aquél que tomaba siempre las decisiones y el único
que estaba capacitado para contar a personas ajenas cualquier cosa que tuviera
que ver con el grupo, pero a Nicoletta al principio le costaba creer que aquello
fuera cierto. Sin embargo, se tranquilizó ya del todo cuando aquel hombre le
aseguró, con un aire de superioridad sobre el resto de las personas que estaban
presentes en aquella nave, que ninguno de sus hombres se atrevería a hacerle
nada que ella no quisiera. Ya más serena por las palabras de su interlocutor,
la chica empezó a interrogarle con cuidado, haciendo que el otro no se diera
cuenta, que pensara que aquel encuentro no era mas que una simple conversación
entre dos personas que empezaban a conocerse.
Cuando ella le enseñó la fotografía de ese joven que
estaba detenido por la policía, Nicoletta se dio cuenta de que había sido una
buena idea haber llegado hasta allí.
- Sí, es cierto que conozco a ese hombre.
- Entonces, ¿es verdad que es uno de tus hombres?
-
Para el carro; yo no he dicho eso. Sólo he
dicho que lo he visto alguna vez, pero si me conocieras un poco más, sabías que
yo no admito a mi alrededor ese tipo de personas. Ese hombre está loco, y es
bastante peligroso, debes creerme. Es cierto que en un tiempo lejano, hace ya
cinco o seis años, o quizá algunos más, era uno de los míos. Pero tuve que
echarle de mi lado, y desde entonces no había vuelto a verle; si acaso, alguna
vez por la calle, o en alguno de esos bares de copas que cierran casi al
amanecer. Casi siempre estaba solo, pero también he de decirte que él mismo se
ha buscado esa soledad en la que se encuentra. Conmigo podía haber llegado a
ser uno de los buenos, podía haber llegado a tener todo el respecto de mis
hombres, incluso, quién sabe, llegar a sucederme colmo jefe de la banda cuando
yo estuviera demasiado viejo como para seguir en la brecha. Pero prefirió hacer
las cosas a su manera.
-
Veo que no tienes un buen concepto de él.
¿Puedo saber qué te hizo?
-
A mí en realidad no me hizo nada, pero le
gustaba demasiado trabajar por su cuenta, desoyendo mis órdenes o haciendo
algunas cosas que yo no le había ordenado que las hiciera. Y eso es algo que un
jefe como yo no puede permitir si no quiere correr el riesgo de perder el
respeto del resto de sus hombres. Porque cuando eso sucede, cuando un jefe
pierde definitivamente el respeto de sus hombres, ya puede hacer las maletas y
marcharse. Es como esos ciervos del bosque cuando dejan de ser los jefes de la
manada, cuando otro macho que es más fuerte y más joven pelea con él y le
vence. Por eso yo no tuve más remedio que despedirle, obligarle a que se fuera.
Pero antes de dejar que se marchara, me vi obligado también a castigarle.
-
¿Qué quieres decir? ¿En qué consistían esos
castigos?
-
No quieras que te cuente también cómo es el
código de honor de nuestra sociedad; eso es algo que no le interesa a nadie que
no forme parte de la banda. Sin embargo, si deseas saber algo más respecto a
ello, sólo tienes que pedirle a ese hombre, la próxima vez que le veas, que te
enseñe su espalda, su torso desnudo. No, no te preocupes. No quiero que pienses
otra cosa que no sea ésta misma que te ha traído hasta aquí. Pero creo que te
harás una idea de cuáles eran esos castigos que yo mi ve obligado a emplear
contra él si eres capaz de leer en el mapa de cicatrices de su espalda.
Nicoletta reprimió un gesto de dolor cuando
comprendió todo el horror que pudo suponer para el detenido aquellas fuertes
palizas, los repetidos latigazos en la espalda y quizá también en otras partes
de su cuerpo, que ese hombre que ahora tenía delante de ella debió ordenar. No
sabía aún lo que había hecho, pero lo que si sabía que es que nadie, por malo
que fuera, podría ser castigado de ese modo. No obstante, se calló lo que
pensaba con el fin de que el otro siguiera abriéndose a ella de ese modo.
-
¿Y
dices que desde entonces no habías vuelto a verle? Casi no me puedo creer que
en una ciudad como Madrid no te hayas encontrado nunca con él. A fin de cuentas,
a pesar de que esta ciudad es bastante grande, todos los que frecuentáis ese
mismo tipo de ambientes os movéis siempre por los mismos sitios.
-
Ya
te lo he dicho, sólo tres o cuatro veces desde entonces. No creo que después de
lo que me vi obligado a hacerle, tuviera muchas ganas de volver a encontrarse
conmigo.
-
Está bien, te creo. Cambiando de tema, y con
la experiencia que te da el tiempo que estuvisteis trabajado juntos, ¿piensas
que ese hombre sería capaz de matar a sangre fría a una persona?
-
No lo sé, de verdad. No se puede decir que se
trate de un hombre, cómo diríamos, valiente, pero también es verdad que para
matar a sangre fría a un hombre indefenso, no se necesita tener demasiado
valor. Es más, la manera de matar que utilizó el asesino de ese mendigo, según
me has contado, suele ser más bien producto de un acto cobarde. Aunque no
conozco los detalles, sólo lo que tú me has contado, podría confirmar que
tenéis en vuestro poder al verdadero asesino –la voz de aquel hombre era clara
y profunda, como si estuviera completamente seguro de lo que decía, pero
Nicoletta también se estaba dando cuenta de que podría estar intentando
engañarle, de que, quizá, sólo estaba disimulando con el fin de evitar que la
chica pudiera sospechar de sus hombres-. Pero te digo también que, si lo hizo,
alguien debió haberle pagado por ello, que el c rimen no fue en realidad una
decisión suya.
-
Está bien; sólo una pregunta más. ¿Estás
seguro de que ninguno de tus hombres ha tenido nada que ver con el asalto?
¿Pondrías la mano en el fuego afirmando que ninguno de ellos ha sido capaz de
hacer algo parecido a tus espaldas?... Perdona, no quería ofenderte. Lo único
que quiero es cerrar todas las incógnitas, todas las posibilidades, que puedan
permanecer abiertas en el transcurso de la investigación, haciendo que vayamos
en una dirección falsa.
-
Ya te he dicho que eso es imposible. Todos mis
hombres saben lo que el pasó a ese joven por haber trabajado a su aire, y
puedes estar segura de que a ninguno le ellos le gustaría que le sucediera lo
mismo.
El cabecilla de la banda se giró sobre sí mismo,
como queriendo decir que la conversación se había acabado. Inmediatamente, los
dos hombres que le habían conducido hasta allí le volvieron a vendar los ojos,
y le sacaron de aquel espacio sucio y maloliente en el que se encontraban. El
viaje de regreso duró un poco menos tiempo que el de ida, y transcurrió en un
absoluto silencio. Cuando el vehículo se detuvo de nuevo, y los dos hombres que
le habían llevado hasta allí volvieron a quitarle la venda del rostro,
Nicoletta se dio cuenta de que estaban en la Puerta del Sol.
Cuando aquella misma noche Nicoletta le contó a su
jefe el resultado de la conversación que ella había mantenido con aquel
desconocido, lo primero que hizo el detective fue llamar por teléfono a Picavea
para mantenerle al tanto de lo que habían descubierto en aquellos dos días.
Jamete le contó que a primera vista las pruebas parecían demostrar que él tenía
razón, que había indicios suficientes como para demostrar que debajo de aquel
aparente crimen de tipo racista, había en realidad algo mucho más grave e
importante. Le dijo también que, aunque aún no sabían qué era lo que había
provocado en realidad la muerte del mendigo, ni siquiera quiénes eran las
personas que habían diseñado aquel asesinato, tenían ya algunas pistas, algunas
sospechas respecto a ello. Antes de colgar el teléfono, Jamete le prometió al
policía que le mantendría informado de todos los posibles avances que fueran
danto desde entonces.
Después de haber dejado el auricular del teléfono
sobre la mesa del escritorio, el detective pulsó el interruptor de encendido de
su ordenador, y al instante la pantalla empezó a iluminarse. Durante algún
tiempo estuvo navegando en internet, buscando en las ediciones digitales de los
periódicos nacionales y también en otros medios de comunicación que sólo se
publicaban en la red, algunos artículos que pudieran dar respuesta a aquel
problema en el que en ese momento se hallaba sumido. Fue pasando artículos uno
a uno, desdeñando algunos que no le decían nada, obviando aquellos cuya
información ya conocía de antemano, y cuando estaba a punto de apagar el
ordenador, desmoralizado, cansado como estaba de ir pasando páginas y más
páginas sin encontrar nada de interés, se encontró por fin con algo que le
llamó la atención. Leyó en repetidas ocasiones aquel titular, cada vez con la
voz más segura, más clara: “Joven periodista desaparece cuando estaba
investigando la corrupción en algunos ayuntamientos de la provincia”. Jamete
estaba seguro que había encontrado el carrete del que poder extraer el hilo que
le llevaría hasta encontrar la solución de aquel enigma, y más cuando examinó
la fotografía que ilustraba aquel artículo. Era la fotografía del periodista
desaparecido, pero también era la fotografía de aquel mismo padre de familia
que sonreía feliz en la compañía de su mujer y de su hija en la imagen que
Picavea le había enseñado dos días antes. En fin, era la fotografía del mismo
mendigo asesinado, con unos años más que los que mostraba en el artículo de
internet por culpa del disfraz que él había tenido que asumir en los últimos
meses.
Daniel ya sabía qué era lo que tenía que buscar en
internet. Escribió en el buscador el nombre del periodista que, según decía
aquel artículo, nadie había vuelto a ver desde hacía veinte días, y fueron
apareciendo, uno a uno, decenas de artículos sobre ello. Cuando terminó de leer
todos los artículos, el detective se dedicó a hacer por escrito un resumen
lógico de todo lo que hasta ese momento había averiguado con la ayuda de la
chica. Sabía ya que el mendigo era en realidad un periodista no demasiado
conocido, porque trabajaba para un periódico de tamaño mediano, de esos que
sólo se publican en internet porque no cuentan con la infraestructura
suficiente para llegar diariamente a los quiscos. Pero a pesar de ello, aquel
periodista había encontrado casi por casualidad alguna información interesante
que pondía entre las cuerdas a un grupo de políticos y de industriales
destacados, implicados en una red de corrupción que afectaba a varios pueblos
de una pequeña provincia cercana a Madrid, y también, incluso, a la propia
capital. El asunto estaba relacionado con el pago de comisiones indebidas y
también, de manera lateral, con la evasión de impuestos, y algunos de esos
empresarios estaban también relacionados con algunos asuntos turbios que tenían
que ver con algunos países del continente americano. Por todo ello, el
periodista había recibido últimamente varias amenazas de muerte.
“Bueno. Sabemos ya qué era lo que te hacía sentirte
amenazado, que fue lo que te obligó a esconderte tras ese absurdo disfraz de
mendigo. Ahora nos resta sólo averiguar cuál de esos hombres de los que
hablabas en tus artículos está detrás de tu asesinato, para que puedas por fin
descansar en paz dentro de tu tumba, ya que es lo único que te queda. Te
prometo que lo averiguaremos”. Y mientras pensaba en esas cosas, el detective
llamó de nuevo a Nicoletta para pedirle un último favor:
-
Mira a este hombre –le indicó mientras le
enseñaba la fotografía del artículo que acababa de imprimir-. Sí, se trata del
mendigo cuya muerte estamos investigando, apenas un mes antes de haberse
convertido en eso, en un mendigo. Quiero que sigas investigando en el círculo
personal del periodista, en su familia, entre sus compañeros de trabajo.
Apuesto a que alguien te contará allí alguna cosa nueva que nos ayude a
clarificar el asunto.
Nicoletta, tal y como solía hacer siempre que su jefe necesitaba de
sus servicios, no se demoró demasiado en llevar a cabo el trabajo que Daniel le
había encargado. En efecto, a la mañana siguiente pensó en hacer algunas
averiguaciones en el entorno familiar del fallecido, pero pensó que quizá no
sería lo más oportuno. Nadie conocía aún la identidad de la persona asesinada,
ni siquiera la policía, y por lo tanto sería lógico suponer que la esposa del
periodista tampoco debía estar al tanto de que su marido hubiera sido asesinado
a manos de un alguna de esas personas cuyos nombres aparecían en los documentos
a los que él había tenido acceso. Para ella, su marido debía ser aún aquel
mendigo anónimo, si es que ella de verdad conocía de los motivos que a él le
habían obligado a esconderse, si no se trataba también para ella de una de esas
miles de personas desaparecidas que a diario suelen acudir a las páginas de
algunos diarios; porque había que tener en consideración la posibilidad de que
el periodista ni siquiera le hubiera contado a las personas que le amaban la
verdad que se había visto obligado a desaparecer por un tiempo, con el fin de no
ponerles también a ellos en esa misma situación de peligro en la que él ya estaba
sumido. Por todo ello, decidió que sería mejor investigar primero en el círculo
profesional de la víctima y dejar para después un último encuentro con la esposa
del periodista asesinado, cuando ya alguien con más experiencia para ello le
hubiera dado a esa mujer la noticia terrible de que nunca, pasara lo que
pasara, podría volver a ver con vida a su propio marido.
Así pues, decidida como estaba a averiguar lo antes posible los
detalles de aquel triste suceso, a primera hora de la mañana la rumana estaba
ya telefoneando a la redacción del periódico para el que trabajaba la víctima,
y después de unos pocos segundos en los que no tuvo más remedio que mantenerse
a la espera soportando una musiquilla machacona que se le clavaba en los oídos,
le contestó primero la voz metálica y artificial de un contestador automático.
Al contestador le sustituyó, unos segundos más tarde, la voz ronca de un hombre
que se identificó como el director de aquel diario, y ese hombre, después de
una conversación demasiado breve y aséptica, le pasó con la joven periodista
que ocupaba en la sala de redacción del diario, según él mismo le había dicho,
la mesa más próxima al fallecido. Aquella chica se identificó como Irene, su
más próxima colaboradora en algunos de los artículos que la víctima había
publicado, y tras una breve conversación un tanto superficial llegó a
confirmarle que el desaparecido se había sentido en las últimas semanas
demasiado preocupado. Antes de colgar el teléfono las dos mujeres habían
quedado para verse unas horas más tarde, en una popular cafetería de la calle
Alcalá que a esas horas, sin embargo, estaría con un poco de suerte casi vacía.
Allí podrían conversar sobre ello con un poco más de tranquilidad.
Aunque Nicoletta no la había visto nunca, y por lo tanto no sabía nada
del aspecto de esa chica, a la joven rumana no le fue demasiado complicado
reconocer a su interlocutora en aquella mujer menuda, como de unos treinta años,
que ya estaba acercándose a los labios una enorme jarra de cerveza en el
momento en el que ella estaba entrando en el local. Tenía el pelo moreno y muy
corto, casi como el de un chico, y vestía unas mallas ajustadas de color azul y
una camiseta blanca de algodón que prácticamente dejaban a la vista todas las
curvas de su cuerpo. Unos minutos más tarde, después de que Nicoletta le
hubiera pedido al camarero que le sirviera una copa de vino de la casa, las dos
mujeres se dirigieron a una de las mesas que estaban libres, muy cerca de la
pared de cristal que las separaba de la calle.
-
Sí, desde luego. Se trata de Miguel, mi
compañero de redacción en el diario –aquello fue lo primero que la chica le
dijo cuando ella le enseñó la fotografía, aquella misma fotografía que el
mendigo asesinado escondido en la papelera del banco cuando se dio cuenta de
que estaba a punto de ser asesinado-. ¿Le ha pasado algo malo?
En ese momento, Nicoletta fue consciente por primera
vez de que no había pensado en cómo afrentar aquella situación, y se consoló
pensando que por lo menos la persona que tenía frente a ella no era la esposa
del fallecido. Al menos, esa sólo era una compañera de trabajo, y aunque
también era cierto que algunas veces se lograban verdaderas relaciones
personales entre dos personas cuyo único vínculo era el lugar en el que ambos
trabajaban, no quería pensar en lo difícil que le resultaría tener que dar una
noticia como, cuando se trataba de una relación más íntima y personal
-
Lamento
tener que ser yo quien tenga que decirte esto. Hace tan sólo unos días fue
encontrado muerto un hombree; aparentemente se trataba sólo de un mendigo, ese
mismo mendigo que aparece en la fotografía que hicieron los policías que
investigaron con detenimiento el lugar del crimen. Pensamos, y tú misma acabas
de corroborarlo, que la víctima y tu compañero de trabajo son una misma
persona.
Mientras hablaba, Nicoletta se dio cuenta de que
quizá se había equivocado en su primera apreciación, de que también había una
posibilidad, aunque lejana, de que entre la mujer que tenía ante sus ojos,
sumida en el dolor y en la desesperación, y la víctima, no había simplemente
una relación propia de trabajo, por mucho que esas dos personas hubieran
ocupado en la redacción, y quizá durante mucho tiempo, dos mesas contiguas. O
quizá no fuera más que el hecho de que había entre los dos una relación de
amistad, de simple y verdadera amistad. Cuando Irene por fin pudo
tranquilizarse un poco, una lágrima furtiva que no conseguía reprimir surcaba
su mejilla, muy cerca del pómulo derecho.
-
Lo
siento. La noticia me ha llegado en un momento difícil e inesperado, Sin
embargo, el ya sabía que eso iba a suceder, y aunque intentó por todos los
medios esconderse de su destino, estaba seguro de que le sería imposible. Así
me lo dijo una de esas noches en las que los dos, agotados por el pesado
trabajo de la redacción, compartimos nuestros sueños y nuestras pesadillas
entre varios vasos de alcohol. Aquella noche no pasó nada, créeme, pero los dos
nos desnudamos el alma entre copas de ginebra.
-
No estoy juzgándote, puedes estar segura, y
menos en la situación en que te encuentras ahora mismo, cuando acabas de
descubrir que ese hombre al que querías, pues desde luego de alguna manera le
querías, ha sido asesinado. Lo único que quiero saber es si él te dijo alguna
cosa más que me pueda ayudar a averiguar quién ha sido la persona que ha conseguido
que su desaparición temporal no haya servido para nada.
-
La verdad es que no fue mucho lo que entonces
me contó. Siempre que le preguntaba sobre aquello que estaba investigando, él se
callaba y me decía que sería mucho más seguro para mí que no supiera nada. Tan
sólo me contó en una ocasión que se trataba de algo importante, que cuando se
publicara la noticia se iban a quebrar todas las columnas en las que se apoya
el sistema político y financiero del país. Y la verdad es que lo poco que ya
había publicado antes de su desaparición era bastante interesante y, sobre
todo, amenazador para mucha gente conocida. Y ello a pesar de que, según él
mismo no se cansaba de repetir, aquello era sólo la punta del iceberg.
-
Algo de eso cuentan también los rumores que
corren por las calles del sur de Madrid. ¿Y qué más te contó Miguel? Todo lo
que me digas puede ser importante para detener a sus asesinos.
-
Sabes que nada en este mundo me gustaría más
que poder ver a esos hombres en una cárcel, o incluso muertos. Sí, sé que no
debería decirlo, pero me gustaría que la persona que ordenó el asesinato de
Miguel hiciera frente a los policías cuando estos fueran a detenerle, y que una
bala perdida en el momento de la detención le atravesara su negro corazón. Pero
no puedo decirte mucho más de lo que ya te he dicho, de verdad..., Ah, sí; se
me olvidaba. Miguel llegó a confesarme que había guardado los documentos que
demostraba todo lo que había averiguado en la caja de seguridad de un banco
importante de la calle Velázquez. Pero no sé cuál es ese banco.
-
No te preocupes por ello; creo que no le será
difícil a mi jefe saber de qué entidad financiera se trata. Por otro lado, esto
que me dices concuerda con el hallazgo que la policía hizo muy cerca del lugar
donde se cometió el crimen, una llave pequeña que parece ser de una de esas
cajas.
-
Sí, ese hombre estaba desde luego muy
atemorizado, sobre todo desde que sucedió aquel accidente…
-
¿Has dicho algo de un accidente? –le
interrumpió Nicoletta.
-
Pensaba que estabas al tanto de ese problema
que tuvo hace algo más de un mes o mes y medio. Eso fue lo que al final le hizo
esconderse, el saber que los otros también iban en serio. Hasta ese momento
estaba un poco raro, es cierto, pero eso que le pasó le hizo sentirse
preocupado de verdad, por él y por su familia, y por ello se decidió a
desaparecer por un tiempo. Fue un accidente tonto y sin sentido, extraño, en un
lugar en el que no existía ningún peligro. Es cierto que era de noche, y que la
calle en donde sucedió todo en ese momento se hallaba demasiado solitaria, pero
el vehículo que le atropelló no iba muy rápido. Él siempre dijo que aquello no
había sido un accidente, que en el momento en que fue a cruzar de acera ese
coche no estaba allí, que apareció de improviso desde la esquina con la
velocidad suficiente para golpearle un poco de lado y arrojarle sobre el
asfalto. Sí, según Miguel el conductor de aquel vehículo no había querido
matarle todavía, sino tan sólo darle un aviso de lo que podría llegar a pasarle
si seguía investigando.
Cuando
las dos mujeres se despidieron, apenas diez minutos más tarde, Nicoletta tenía
la sensación de que no se había
comportado con la chica como hubiera debido hacerlo, de que la había abandonado
en la soledad de un bar que en ese momento ya había empezado a llenarse de
gente, decenas y decenas de personas que nunca podrían comprender la marea
dolorosa que estaba agitando el alma y el corazón de Irene. La joven rumana
siempre intentaba hacer suyos el dolor y la alegría a los que pudiera estar
enfrentándose cualquier persona que tuviera delante de ella, sobre todo en
momentos como ese, cuando ella pretendía sonsacar información para alguno de los
casos de Jamete, ponerse en todo momento en el lugar de sus interlocutores.
Pero, ¿hasta qué punto era posible hacerlo cuando la muerte de un ser querido
era lo que se hallaba detrás de esos sentimientos, cuando el dolor más profundo
y más lacerante lo invadía todo a su alrededor? Con un sabor amargo entre sus
labios consiguió parar un taxi, y después de entrar en el interior del vehículo
le pidió al conductor que le llevara a un número indeterminado de la calle
Velázquez. Una vez allí, buscaría a pie el banco en el que, según Irene, se
guardaban los documentos que certificaban el desfalco del que tanto había oído
hablar en los últimos días.
Aquella misma tarde, Nicoletta le contaba a su jefe
el resultado de sus últimas averiguaciones, y después, nada más que la chica
hubiera abandonado el despacho, el detective volvió a descolgar el auricular de
su teléfono para llamar de nuevo al inspector Picavea. Después, cuando logró
por fin comunicarse con él, le dio un primer informe, poco detallado, demasiado
superficial, de lo que ellos habían descubierto en los dos últimos días,
gracias sobre todo a las entrevistas que Nicoletta había mantenido con diversas
personas. Le dijo que tenía razón, que aquello que el policía le había
insinuado ya aquel primer encuentro que los dos habían mantenido en la casa del
detective, mientras compartían sendas tazas de té, era cierto. Y le dijo, en
fin, que allí estaría esperándole otra vez para contarle con más detenimiento
todos los detalles del caso, tal y como se encontraba en ese momento.
Así, pocos minutos más tarde Picavea se encontraba
de nuevo en la casa del detective, dispuesto a escuchar todo lo que el otro
tenía que contarle. Pero al contrario de lo que había sucedido la vez anterior,
cuando Picavea había acudido hasta allí para solicitar la ayuda del detective,
éste tenía ahora entre sus manos una taza de café caliente, y cuando el otro le
preguntó qué era lo que podía encontrar de bueno en aquel sucio y oscuro
líquido caliente, el policía se acordó de algo que había leído una vez, algo
que había escrito un viejo diplomático francés.
-
“Negro como el demonio, caliente como el
infierno, puro como un ángel, dulce como el amor”. No, no es mío, desde luego.
Se trata de la definición de un antiguo príncipe francés del siglo XVIII, Charles
Maurice de Talleyrand y Perigord, príncipe de Benevento… Pero volvamos a lo que
de verdad nos interesa. Estoy expectante para saber todo aquello que habéis
averiguado.
-
No tengas prisa; todo a su debido tiempo, por
favor. Por cierto, ¿sabes que el cultivo del café no se inició en el continente
americano hasta bien entrado el siglo XVIII? Sin embargo, para entonces ese
líquido negro y amargo ya había empezado a ser consumido en algunas ciudades de
Europa desde cien años antes, llevado hasta allí desde Turquía y otros países
de Asia. Mucha gente piensa que es un producto que procede de América, como el
maíz o la patata, y ello demuestra que en todos los aspectos de la vida las
cosas no son como nos parecen.
Después, Jamete le puso al día de todo lo que tanto
él como su ayudante, la joven rumana, habían descubierto. Le contó que el
mendigo era en realidad un joven periodista con una idea entre las manos, una
idea que podía llegar a deshacer los cimientos del mundo político. Le habló de
lo del accidente, que en realidad no había sido un accidente, y le contó
también lo de las amenazas que desde hacía algunas semanas había empezado a
recibir casi a diario. Y le contó también todo lo que aquel oscuro jefecillo de
una banda de estética skin le había dicho sobre ese joven que ellos aún
mantenían encerrado en uno de los calabozos de la comisaría, para lo cual le
habían solicitado al juez que prolongara el tiempo de detención preventiva. Y
le contó, en fin, que tal y como él mismo había pensado cuando encontró aquel
objeto metálico dentro de la papelera del banco, entre los recibos dejados allí
por algunos de sus clientes, la llave que había descubierto pertenecía a la
caja de seguridad de un banco que se hallaba en la zona financiera de Madrid,
un banco que había sido identificado ya por ellos dos.
-
Entonces, ¿qué hacemos aquí todavía perdiendo el
tiempo? Debo ir ahora mismo a pedirle al juez que nos autorice para abrir la
caja de seguridad de ese banco. Estoy seguro, y tú también lo sabes ya, que
dentro de esa caja encontraremos la solución a nuestro problema.
-
Tienes razón, desde luego, pero es mejor que
en este asunto caminemos con los pies de plomo. Contéstame a una pregunta
sencilla: ¿qué posibilidades crees que hay de que ese juez acceda a lo que le
solicitamos? Creo que es mejor que actuemos de otra forma, y por ello ya he
tomado algunas medidas al respecto. Si todo sale bien y tenemos un poco de
paciencia, pronto tendremos aquí mismo, sin salir de esta casa, el contenido de
la caja.
-
¿De verdad? ¿Y cómo vas a conseguirlo? Los
directivos de ese banco no darán así como así esos documentos a nadie que no
sea la misma persona que alquiló la caja o en todo caso, si eso fuera
imposible, tal y como sucede ahora, a la persona que hubiera sido declarada
heredero legítimo de sus bienes. Sé que en algunas ocasiones sueles
arreglártelas para conseguir determinadas cosas de manera un tanto, digamos,
atípica, pero esta vez creo que no te va a ser posible hacerlo.
-
Creo que es mejor que no preguntes aquello que
en realidad no deseas saber –le respondió el detective de forma enigmática,
mientras se echaba a los labios la taza de té.
En efecto, como una media hora más tarde llegaba
Nicoletta al despacho de Jamete, con un paquete entre las manos, y los dos
supieron desde un primer momento que se trataba del mismo paquete que ellos
estaban esperando. Cuando lo desenvolvieron, el policía con los nervios a flor
de piel, demasiado dominado por las prisas, con una tranquilidad sorprendente
el detective, pudieron comprender por fin todo el alcance que tenía aquello que
el periodista asesinado había conseguido descubrir, y entendieron los motivos
que le habían obligado a esconderse de sus peligrosos perseguidores. Allí
había, tal y como Irene le había prometido a Nicoletta, decenas y decenas de
documentos secretos, documentos que incriminaban a muchos políticos y
empresarios que pertenecían la buena sociedad madrileña. A Picavea le bastó con
echar un vistazo superficial a algunos de aquellos escritos para darse cuenta
de que las personas que allí se mencionaban iban a pasar, al menos algunas de
ellas, muchos años a la sombra en el
momento en el que todo ello pudiera hacerse público.
Pero quizá lo más importante de todo lo que se
encontraba dentro de aquel paquete, lo que le permitiría por fin acusar al
verdadero culpable de aquel asesinato, era una fotografía. En ella podían verse
juntos a una de esas personas cuyo nombre aparecía en muchos de los documentos
encontrados, y aquel mismo joven con la cabeza rapada que estaba a punto de
pasar a disposición judicial. Los dos estaban dándose la mano, como cerrando
algún trato entre ellos. ¿Sería acaso ese mismo acuerdo del que el periodista
fallecido era protagonista accidental y luctuoso? La fotografía le hizo pensar
al detective que aquel hombre no sólo conocía todo lo relativo a los delitos
que estaba investigando, que sabía también, o de alguna manera adivinaba, que
uno de esos políticos a los que seguía habían puesto precio a su cabeza, y que
fue eso lo que le hizo ser consciente de que su atropello había sido algo más
que un simple accidente.
-
Bueno,
parece que ya hemos conseguido cerrar definitivamente un nuevo caso. Debería
llevar todo esto al juez para que me ordene cuáles son los pasos que a partir
de ahora debemos seguir. Gracias a todo esto que hay dentro de la caja, en la
comisaría queda aún bastante trabajo por hacer.
Picavea, con el paquete de los documentos debajo del
brazo, se disponía a abandonar el despacho del detective, pero antes de que
pudiera cruzar la puerta que cerraba la habitación éste le estaba llamando la
atención con sus palabras. El policía tenía ya la mano sobre el picaporte de la
puerta cuando el otro se dirigió a él por última vez aquella tarde.
-
No
quiere que abandones esta casa pensando que pueda haber algo extraño en la
manera de acceder a la caja de seguridad, por lo menos en esta ocasión. Ha sido
Nicoletta la que ha acudido al banco para traernos su contenido, es cierto,
pero lo ha hecho en compañía de la propia esposa del titular de la caja. Puedes
estar seguro de que éste ha sido el trabajo más difícil al que ella ha tenido
que hacer frente de todos los que yo le he encomendado en estos últimos días –y
ante la mirada sorprendida del inspector Picavea, Jamete terminó de aclararle
lo que le estaba queriendo decir.- Siempre resulta difícil decirle a alguien
que nunca, pase lo que pase, va a volver a ver a la persona a la que ama, que
nada va a ser ya como hasta ahora lo había sido.