EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA



"Fotografiar es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón. Es una forma de vida." Estas palabras del famoso fotógrafo francés Henry Cartier-Bresson, uno de los fundadores de la famosa agencia Magnun de fotografía en 1947, definirían a la perfección lo que para mí es la fotografía. Cuando vas a captar una imagen con tu cámara, el pensamiento, la mirada y el sentimiento se combinan hasta el punto de que es difícil muchas veces saber qué porcentaje hay de cada uno de ellos en la toma. Si falla el pensamiento, la técnica fotográfica se resiente, y si es el sentimiento lo que falta, por muy buena que sea la fotografía, ésta no deja de ser algo frío, sin alma, sin historia. Pero si en definitiva es la mirada lo que falta, falta todo, y entonces ni la fotografía es buena técnicamente hablando, ni hay detrás de ella una historia que contar.

Estas fotografías se aderezan, en su columna central, con un apartado dedicado también a la creación, pero en este caso, a la creación literaria, Se trata de algunos relatos, y en alguna ocasión también algún poema, que mantienes una cosa en común: aunque algunos de ellos han sido premiados en diferentes certámenes literarios, y en ocasiones pueden haber sido publicados en diferentes revistas y periódicos, la mayoría de ellos son inéditos, escritos después de mi único libro de cuentos, "Tratado de los espejos".

Finalmente, en la columna de la derecha, he querido presentar al lector algunos vídeos del portal de Youtube que he creído interesantes, o al menos , forman parte de mis intereses personales y estéticos. Al contrario de lo que pasa con las otras dos columnas de la página, ninguno de ellos han sido realizados por mí, pero me parece interesante compartirlos en la página. Estos videos están agrupados en diferentes apartados.

Así, en la parte superior se agrupan los vídeos más intimistas, y en ella se incluyen algunas interpretaciones del genial músico conquense Arturo Martínez Barambio, amigo mío además de excelente guitarrista, así como diferentes colaboraciones con la asociación Bailando la Vida, en beneficio de diferentes iniciativas de carácter benéfico, principalmente en apoyo de la lucha contra el cáncer de mama.

Las siguientes secciones corresponden a otros aspectos igualmente de mi interés personal: diferentes video-mappings proyectados sobre algunos monumentos conquenses, catedral y ayuntamiento; vídeos promocionales de Cuenca o de su Semana Senta, o vídeos históricos, destacando en este sentido la película que el destacado director y realizador de cine Carlos Saura realizó sobre Cuenca en 1958. Relacionado con este tema está también el siguiente apartado de la columna, dedicado a visualizar algunas escenas de diferentes películas, españolas y extranjeras, que al menos en parte, fueron rodadas en Cuenca o su provincia; lógicamente, no se van a exponer las películas completas, sino una selección de sus escenas más íntimamente ligadas con nuestra geografía, primando además, por otra parte, aquellos aspectos que mejor describan el argumento o las características del filme. Finalmente, se aportará también algunas grabaciones sobre el pueblo de Navalón.



lunes, 30 de noviembre de 2020

Pájaros cocidos

 

  

El maestro se había levantado. Allí, desde la tarima, sólo podía distinguir las cabezas de todos sus alumnos, y en algunas ocasiones, el leve movimiento de sus manos, mientras conducían sobre la hoja de papel el ir y venir de sus lapiceros de carbono. En la pizarra, marcadas con tiza blanca, unas operaciones matemáticas que no eran demasiado difíciles de resolver, escritas por él mismo unos pocos minutos antes, era como un mensaje oculto para aquellas mentes infantiles. Y detrás del maestro, junto a la pizarra, un mapa de España y el retrato de un hombre calvo, bajito, rechoncho, con un bigote gris perla, presidían, el primero con sus colores chillones remarcando sus fronteras regionales y el segundo con su aire circunspecto y seguro de sí mismo, el ambiente cerrado de aquella aula demasiado pequeña.

Pero al maestro aquel día le resultaba demasiado difícil concentrarse en las clases. Había llegado a ese pueblo pequeño, mísero, aquel mismo año, y ahora, cuando estaban a punto de llegar las vacaciones de Navidad, aún no había podido acostumbrarse a ese ambiente oprimido que allí se respiraba.  Desde luego, no era el primer maestro que se había visto obligado a ejercer su labor en un pueblo como ese. Él mismo ya se había visto antes en aquella misma situación, pero entonces acababa de terminar la carrera, y no tenía aún a una familia a su cargo.

Ahora, sin embargo, todo era diferente. Ya no era tan joven como entonces, y no había de por medio una guerra que hubiera sembrado en los corazones de todos los vecinos el odio y el rencor, esa misma guerra que a él le había obligado por unos años a abandonar las tizas de cal y los libros de texto para agarrar con sus propias manos un fusil o una bomba de espoleta. Después, acabada la guerra, tuvo que pasar algunos meses más en un campo de concentración por el hecho de haber perdido aquella guerra, y cuando al fin pudo recuperar su plaza de maestro, se encontró con que había sido trasladado por la fuerza a aquel pueblo remoto y olvidado. Supo que no podía quejarse, que otros compañeros como él habían sido apartados definitivamente de sus aulas, y en silencio casi dio gracias por el hecho de que a él se le había permitido aún seguir enseñando, aunque fuera en un lugar del que hasta entonces ni siquiera hubiera oído hablar. Acompañado de su mujer y de su único hijo, llegó al pueblo al final de aquel verano.

Y en los últimos días las cosas habían empezado a complicarse. Su hijo había dejado repentinamente de comer, y él notaba como sus fuerzas iban poco a poco desapareciendo de su cuerpo. Cuando el chico intentaba ingerir cualquier alimento, el fuerte dolor que sentía en la boca del estómago convertía aquella tarea sencilla en una operación laboriosa que le obligaba a intentar masticar la comida una y otra vez, hasta el punto de que antes de que hubiera conseguido hacerlo, el vómito lograba extraer de su cuerpo lo poco que hasta ese momento había ingerido. La mujer ya había instalado junto a la cama del hijo su puesto de observación, y sólo lo abandonaba por las noches durante apenas dos o tres horas, con el fin de descansar un poco sobre la cama de matrimonio. Cuando lo hacía, el maestro siempre ocupaba su lugar.

Por eso el maestro estaba cansado. Por eso no podía concentrarse demasiado en sus explicaciones. A menudo sus alumnos, cuando levantaban la cabeza tras un leve respiro durante los dictados, lo veían como ido, absorto en sus propios pensamientos. Algunos, los mayores, sabían que su hijo estaba enfermo, y por eso intentaban distraerle con preguntas que, al intentar responderlas, le hicieran olvidarse por un momento de aquellos pensamientos dolorosos. Pero enseguida las preguntas sed acababan, y los recuerdos se acababan, y se clavaban en el alma como el aguijón doloroso de  una abeja, como el veneno  de un víbora mezclándose en la sangre.

Cuando se dio cuenta de que ya era la hora de salir, el maestro abrió la puerta de la clase y dejó que sus alumnos escaparan hacia la calle. La escuela era pequeña, de acuerdo a las necesidades de aquel pueblo pequeño; tan sólo dos habitaciones reducidas, simétricas, una a cada lado de un zaguán que hacía los efectos de recibidor. Algunos años antes, no demasiados, había en el pueblo unos pocos chicos más, y aquello permitía que los chicos mayores no se juntaran nunca con los más pequeños. Ahora, sin embargo, el número de alumnos había descendido, y una de las dos aulas se había transformado en un pequeño almacén en el que se guardaban las tizas de reserva y, sobre todo, las maderas que servían para encender la estufa de leña que había en el centro del aula.

Frente a la escuela estaba la casa del maestro, un edificio pequeño de una sola planta en el que la humedad y el salitre rezumaban de sus muros mal encalados. El ambiente que se respiraba en aquella casa era tan lóbrego y pesado como el que se respiraba en la escuela, y por ello pasó de largo ante la puerta y siguió caminando hacia el centro del pueblo. Necesitaba pasear un poco antes de volver a enfrentarse de nuevo con la enfermedad. Necesitaba respirar el aire puro que se respira fuera de aquellos ambientes cerrados. Pensando en todo ello, atravesó las calles estrechas, solitarias, bajo el sol pesado del mediodía, y llegó hasta la era que había en el lado opuesto del pueblo, sobre una nava que se extendía sobre el valle cercano. Desde aquel lugar se podía contemplar una gran extensión de terreno, el valle con sus pequeños huertos, en los que sobresalían unos pocos árboles frutales; el río, casi seco, entre los chopos; los campos de labor, en los que el cereal había dejado asomar su corona de terciopelo verde; y al otro lado del río, el monte, cuajado de pinos y de robles. Cuando estaba triste o cansado, al maestro le gustaba acercarse por allí, porque allí se sentía libre al menos durante un tiempo.

Sin embargo aquel día, la opresión que sentía en el pecho y el dolor por la enfermedad de su hijo permanecían asentadas dentro de su corazón, por mucho que sus ojos estuvieran felices al contemplar la belleza del paisaje. No habían pasado apenas dos o tres minutos desde que hubiera llegado al lugar cuando se dio la vuelta y abandonó la era. Sentía un leve arrepentimiento por no haber ido directamente a la casa desde la escuela, por no haberse acercado con presteza por allí para averiguar cómo se encontraba su hijo aquel día. Apresuró entonces el paso por esas mismas calles por las que había cruzado  en dirección contraria. Cuando abrió la puerta de la casa la mujer, como todos los días, estaba reclinada ya sobre el lecho del hijo. Éste tenía las ropas empapadas por el sudor que perlaba su frente, su espalada, sus hombros doloridos.

-        ¿Ha venido hoy el médico?

El médico había vuelto a la casa varias veces desde que el hijo había caído enfermo, pero no había logrado averiguar qué era lo que estaba devorando por dentro los órganos vitales del chico. Había intentado curarle con varios tratamientos diferentes, pero no conseguía hacer que su organismo respondiera con fuerza a la enfermedad que poco a poco le estaba matando, y ya no le quedaban respuestas posibles en sus rudimentarios conocimientos del arte hipocrático. El médico les había aconsejado varias veces a los padres que viajaran a la ciudad para consultar allí algún especialista, pero mientras se decidían a hacerlo, él seguía intentando esa curación imposible que hasta entonces se le había negado.

El chico llamó a la puerta cuando la mujer le estaba contando lo que el médico le había contado aquella vez. Cuando el maestro fue a abrirle le vio allí, como una silueta en negro enmarcada por el propio vano de la entrada. El sol estaba detrás de él, y le costó algún trabajo reconocerlo como uno de sus alumnos menos aplicados. Cuando por fin le reconoció se dio cuenta de que llevaba entre las manos un recipiente de barro, una especie de cacerola que contenía un líquido caldoso en el que estaba sumergido un  gran trozo de carne.

- Mis padres me han pedido que les traigo esto. Se trata de una especia de estofado que, están seguros, quizá pueda curar a su hijo. Dice mi abuelo que estos animales ya han curado antes a otros miembros de mi familia. Son unos pájaros extraños que crecen cerca de su viña. Creo que vale la pena intentarlo; en todo caso, esos animales no le harán ningún daño.

Cuando la desesperación invade las almas de los hombres cualquier cosa, por extraña que parezca, puede depositar sobre ella una leve capa de esperanza. El médico había intentado ya todo lo que su conocimiento de la profesión le había puesto al alcance de las manos, y nada había dado resultado. Por ello, porque ya no tenían nada a lo que agarrarse, el maestro se decidió a hacer caso del chico. Mientras iba espinzando la carne, separándola de los frágiles huesos que la sostenían, mientras iba depositando sobre los labios sedientos del chico pequeños pedazos de carne guisada, una oración silenciosa iba escapando también de su boca cerrada.

Nada sucedió durante toda aquella tarde, pero al día siguiente, cuando la mujer se levantó de la cama y regresó a su lugar de siempre, al lado de la cama del hijo, se dio cuenta de que el sudor había remitido de su cuerpo. No sabían si había sido por aquello que había tomado el día anterior o si había sido producto de las oraciones pronunciadas por el hombre, aunque el hombre había rezado antes muchas veces por la curación de su hijo, pero el caso es que aquel alimento había sido lo primero que se había podido echar a la boca sin haberlo vomitado al instante.

Después de ello pudo comer también otros alimentos más pesados, y llegó por fin el día, varias semanas después de todo eso, en que el hijo pudo levantarse de la cama y olvidarse por completo de que había estado enfermo.



[1]Segundo premio de relatos en el Certamen Literario de la Asociación Recreativa de Empleados de la Caja de Ahorros de Castilla La Mancha. Cuenca. 2011.

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

El hotel abandonado

 

            Ismail había abierto los ojos justo en el momento en el que el primer rayo de sol se adentraba por el único vano de la ventana de su habitación, en aquel hotel extraño en el que había pasado las últimas horas. Por la noche, como todas las noches de aquel verano duro y al mismo tiempo esperanzador, muy esperanzador, había tenido horribles pesadillas, pero al amanecer, como todos los días, la primera luz del sol había borrado de su mente todas aquellas pesadillas, hasta el punto de que, al levantarse, Ismail ya no tenía de ellas más que recuerdos sin sentido, pequeñas fotografías aisladas que para él ni siquiera tenía relación entre sí, por más vueltas que le daba en el interior de su cerebro.

          Allí, cansado de intentar sin éxito recuperar la pesadilla de aquella noche, se incorporó del colchón viudo en el que había dormido, aquella noche como todas las noches de ese verano, y se dirigió hacia el lugar en el que un día lejano había estado la ventana, libre ya de cualquier cristal o de persianas que hubieran podido impedir la entrada de la luz o del primer relente de la alborada. Desde allí se podía ver la playa, todavía solitaria. Aún no se habían dejado caer por allí los primeros bañistas, y tan sólo algunos pocos curiosos se habían acercado hasta el límite de la arena con el fin de admirar el hermoso amanecer. Sí, era hermoso aquel amanecer cuando lo contemplaba desde aquel extraño hotel, casi tan hermoso  como aquellos amaneceres de su infancia, en los que el sol parecía brotar como una rosa enorme desde las dunas del desierto. Protegido de sus rayos desde las sombras de su jaima, disfrutaba entonces de aquella bola de fuego que se izaba en el horizonte, más allá de los oasis.

          Sí; era extraño aquel hotel sin ventanas ni persianas, sin escaleras para subir o bajar aquellos diez pisos que le había n convertido en el edificio más alto de aquella parte de la playa; o sería mejor quizá decir aquel proyecto de edificio, porque en realidad nunca nadie se había alojado entre sus paredes antes de que Ismail, aquel año, se hubiera dejado caer por allí. Pocos eran los que sabían en la comarca qué era lo que le había pasado  a aquella construcción fantasma. Sólo que algún millonario árabe, quizá, o algún empresario norteamericano, deseoso de extender su imperio comercial por aquella parte del Mediterráneo, había proyectado en ese lugar, hacía algunos años, un hotel elegante, lujoso, digno de conseguir que el mejor turismo llegara hasta aquella playa, todavía sin empelotar. Sin embargo un día, sin que nadie supiera en realidad qué era lo que había sucedido, las obras se paralizaron para siempre. ¿Había existido en realidad aquel empresario emprendedor, o todo había sido una cortina de humo para esconder otros intereses?  Algunos llegaron a pensar que los desconocidos propietarios del edificio no habían llegado a tramitar en el ayuntamiento los permisos oportunos, que aquella mole de cemento no contaba al ir a empezar a construir con la oportuna licencia de obras, y que por ello éstas se habían paralizado. Algunos otros, más imaginativos todavía, llegaron a pensar que el dinero necesario para levantarlo salía de algún mercado ilícito, y los que pensaban de esta forma recordaban que, por los mismos meses en los que había sido paralizada la obra, la Guardia Civil había hecho una redada contra el tráfico de drogas, en la que habían sido decomisados varios kilos de hachís y de cocaína en el fondo de una yate que iba a ser fondeado en un puerto cercano.

          Fuera como fuese, aquel verano Ismail había establecido su campamento en aquel hotel abandonado. No le asustaba la soledad, porque en el desierto la soledad es siempre un fiel acompañante, el mejor acompañante que uno puede tener sobre todo en las frías noches estrelladas. Tampoco le asustaban los fantasmas, porque los fantasmas siempre habían formado parte de su vida, hasta el punto de que ya no había en ella espacio para ningún fantasma más. Acostumbrado como estaba a pasar la noche en cualquier lugar, sobre el banco de un parque o en el interior de un cajero automático, aquel hotel abandonado se le hacía como un palacio lujoso, casi como su propia jaima en el desierto. Podía permitirse incluso el lujo, había pensado, de dormir en una de aquellas habitaciones abandonadas, mientras utilizaba otra, la más próxima a la suya, para guardar aquellas mercancías que ahora siempre le acompañaban durante el día: falsas camisetas de Lacoste o de Adidas; extraños vestidos de múltiples colores, sucios por la arena y el barro de la playa; relojes baratos de un brillo dorado tan falso como su propia felicidad; gafas de sol cuyos cristales oscuros apenas eran capaces de ocultar cualquier rayo de sol; pulseras y collares de madera, fabricados a la manera de las joyas sencillas que llevaban las mujeres de su tierra,...

          Ismail cogió una parte de aquellas mercancías, la que era capaz de transportar durante unas horas con la ayuda única de sus brazos, y bajó la rampa de la calle, la misma rampa en la que se hubieran instalado unas cómodas escaleras en el caso de que el hotel hubiera sido terminado alguna vez. Fuera, en la acera de enfrente, el mismo bar minúsculo en el que desayunaba todos los días permanecía, como siempre, solitario.

           - Lo de siempre, ¿verdad?

           El camarero ni siquiera se esperó a que el otro le hubiera confirmado su pedido. Dejó sobre el fregadero el trapo húmedo con el que hasta entonces había estado secando unos vasos de cristal y se dirigió con seguridad hasta la máquina del café, y después de pulsar el interruptor de color rojo, mientras escapaba del interior de la máquina un ruido chirriante que indicaba que el negro líquido se estaba ya haciendo, cogió con unas pinzas tres o cuatro churros ya fríos y los depositó en un plato vacío, frente a los ojos también vacíos de Ismail. El hombre de color le dio las gracias en silencio, con un leve gesto de su rostro, y sin pronunciar apenas una palabra solitaria, se aprestó a devorar su desayuno.

Cuando salió a la calle, los primeros bañistas habían llegado ya a la playa. En algunos lugares, las primeras sombrillas se habían ya abierto, proyectando su silueta sobre la arena aún fría. Sabía que aún era pronto para buscar posibles clientes entre aquellos primeros bañistas, pero sabía también que era necesario ir enseñando poco a poco aquellos objetos que había traído con él aquel día para que la gente se fuera acostumbrando a su presencia. Podían pasar días enteros sin que hubiera vendido nada, ni siquiera uno sólo de aquellos trapos sucios, muy escotados, que en realidad sólo servían para bajar a la playa, pero sabía que aquella era la única manera de mantenerse unido a aquellos antepasados que se habían quedado allí, en el corazón del Sahara, en donde había estado su hogar, su padre y su abuelo, el abuelo de su padre y el abuelo de su abuelo, habían sido también comerciantes, como él ahora, extendiéndose así a través de generaciones, hasta el tiempo de los grandes caravasares que se alzaban en las rutas que unían su patria con las tierras de la India o de Cipango; pero sobre todo sabía que vender eran la única manera posible de poder echarse al mediodía un mendrugo de pan a la boca.

Las horas pasaban despacio, muy despacio, tan despacio que a él la playa se le figuraba como un enorme reloj de arena en el que sólo hubiera una de las dos burbujas, la cual se mantenía inmutable todo el tiempo. Sólo había una cosa que a Ismail le hacía tomar conciencia de que el tiempo pasaba, aunque despacio, y era el sol. El sol, que poco a poco se iba levantando en el cielo, estrechando las sombras en la playa y haciendo aumentar la temperatura. La playa se iba llenando de turistas, que ahuyentaban el calor con un baño de agua salada. Ismail tenía miedo del mar, porque en el lugar del que venía sólo había arena, un inmenso mar de arena, reseca arena, que se metía entre las ropas y hería la piel desnuda en la cara y en las manos. Sin embargo algunas veces, cuando el calor más apretaba y el sudor recorría los surcos de su rostro, pensaba que podría resultar agradable sumergir su cuerpo en aquella agua salada, entre las olas que rompían. Sólo la necesidad que tenía de seguir vendiendo sus mercancías, y el miedo que aún le daba aquel líquido traidor, le mantenían siempre alejado de la orilla.

El sol marcaba el mediodía en el reloj invisible del cielo cuando Ismail vio algo extraño en aquella parte de la playa en la que se encontraba. Fue un  movimiento imperceptible del hombre, aquel mismo hombre que había ido a buscarle al principio del verano para contarle todo lo que podría ganar si trabajaba para él, aquel que había visto un día y otro, camuflado entre el resto de los bañistas, y que le había querido indicar que el peligro estaba próximo. Un leve gesto sin palabras que había sido suficiente, porque entonces se dio cuenta de que muy cerca del final de la playa, allí donde la arena terminaba y se alzaban, al otro lado de un estrecho paseo, las gigantescas construcciones de apartamentos, a uno de los suyos. Una pareja de policías le había intervenido la mercancía y le estaba interrogando.

¿Qué es lo que debía hacer en una situación como esa? El hombre que había ido a buscarle al principio del verano no le había instruido en cómo debía comportarse cuando aquello sucediera. No le había dicho que algunas veces los policías iban a por ti, que te pedían los papeles que no tenías y, como no los tenías, solían detenerte; y entonces podían pasar algunas horas detenido en algún sucio calabozo de una pequeña comisaría de provincias. Pero no era eso en realidad lo peor que te podía pasar su algo así te sucedía. En la comisaría no se estaba tan mal a fin de cuentas; incluso algunas veces, los mismos policías que te habían detenido te deban un caldo o alguna cosa por el estilo para alimentarte, y en la situación en la que te encontrabas algo que echarte a la boca podía resultar más reparador de lo que imaginabas. No; lo peor es que te quitaban todo lo que llevabas encima, y si no podías vender la mercancía, ¿cómo podrías después darle su parte de las ganancias a la persona que había venido a buscarte al principio del verano? Y todavía era mucho peor, peor incluso que eso otro, que los policías te podrían enviar de regreso al lugar de donde habías venido, obligándote así a regresar a aquel pasado del que habías intentado escapar cuando te decidiste a abandonarlo todo y venir a España.

Ismail apenas tuvo el tiempo suficiente para esconder su mercancía junto a un pequeño muro pintado del color de la arena, medio metro apenas de ladrillo, que había al final de la playa, entre ésta y las urbanizaciones. Apenas sobresalía unos pocos palmos de altura, pero Ismail sabía que desde el lugar en el que se encontraban los policías el saco de color grisáceo no era visible para ellos. Entonces, intentando esconderse como un bañista más, el hombre se quitó la camiseta y caminó despacio, disimulando, hacia la línea de la orilla, y allí, entre dos sombrillas, sentado sobre la arena húmeda, intentó pasar desapercibido. No sabía la reacción que tendrían al verle los ocupantes de aquellas dos sombrillas, pero deseó  que el color tostado de su piel no terminara por descubrirle. Se tranquilizó un poco al darse cuenta de que ninguna de ellas ni siquiera se habían movido cuando se dieron cuenta de la presencia de un hombre a su lado. El hombre siguió sumido en la lectura de su libro de edición barata, de esos que no duelen cuando el agua y la crema bronceadora estropea el canto de las hojas. La mujer siguió tumbada boca abajo sobre una esterilla de fibras sintéticas, apenas cubierta por la parte de debajo de un minúsculo bikini. Se dio cuenta de que era la misma a la que le había vendido uno de aquellos vestidos escotados unas pocas horas antes cuando ella se acercó hasta el lugar en el que se encontraba y empezó a restregar sobre su espalda un poco de crema. Leyó en sus ojos verdes que ella tan sólo quería protegerle, hacer que los policías pensaran que aquella era una pareja más, como las demás que ocupaban aquella parte de la playa.

Durante unos pocos segundos, Ismail imaginó que quizá hubiera podido resultar bonito haber conocido a la joven mujer que estaba junto a él en una situación diferente, que quizá hubiera resultado dulce poder estrechar entre sus brazos aquel cuerpo que ahora entreveía hermoso, aquellos hombros simétricos, aquella cintura estrecha, pero enseguida se dio cuenta de que tenía cosas más importantes en las que pensar, y arrojó de su mente aquellos sentimientos que no le dejaban concentrarse en la difícil situación en la que se encontraba. De vez en cuando volvía la cabeza y dirigía la mirada hacia los dos policías, que seguían interrogando, intuía él, a aquel desconocido compañero que sin duda había sido reclutado por ese mismo hombre que a él había ido a buscarle al principio del verano. Intentaba adivinar en los gestos de los tres, en los labios que no siempre era capaz de leer, qué era lo que ellos decían. Después, dirigía también la mirada hacia el lugar en donde había escondido el saco con sus propias mercancías, y cuando se daba cuenta de que seguía allí, en el mismo sitio en el que él lo había dejado, notaba como un río de sudor extraño, un sudor que no tenía nada que ver con el calor ni con la humedad que podían respirarse en aquella parte de la playa, se fueron retirando poco a poco de su frente.

Pero de repente se dio cuenta de que allí, en aquella posición en la que se encontraba, podría ser descubierto en cualquier momento, que cualquier leve movimiento del hombre que leía, o de la mujer que había vuelto a tumbarse sobre la arena, podían alertar a los policías. Venció entonces el temor que sentía por el mar, y dio el último paso que le daba para convertirse en un bañista más. Caminó despacio hacia la orilla, y al llegar hasta ella dejó que las olas le acariciaran con su último esfuerzo los pies y el inicio de las piernas. Al principio le pareció que el agua estaba fría, pero después, cuando se fue acostumbrando a su temperatura, pensó que el mar era como un nuevo compañero en su desventura, y se atrevió a meterse más adentro. Cuando el agua le llegaba por la cintura y las olas se alzaban hasta su pecho, fue cuando se dio la vuelta con el fin de observar tranquilamente la escena, seguro ya como estaba de que ninguno de aquellos policías podría descubrir en aquel bañista solitario a otro vendedor ambulante como el que habían capturado.

Y allí, mientras contemplaba desde la distancia la escena entre los dos policías y su compañero, pudo pensar con más tranquilidad en los últimos meses de su vida. En su viaje desde el desierto hasta la gran ciudad, escondiéndose ya de sus propios compatriotas, de los hombres de su raza, porque ser saharaui en Marruecos o en Argelia es casi como ser un apestado, es vivir siempre en un campo de refugiados, sin más patria que una cerca de alambre espinoso rodeando a unas pocas tiendas de campaña dispuestas formando un damero de calles polvorientas y pedregosas. Nunca le habían gustado aquellos campos de refugiados, tan diferentes a ese desierto interminable que desde niño había sido su hogar. Pero un día ya lejano, hombres extraños habían llegado hasta su jaima, y le habían conducido a la fuerza hasta Tindouf, donde le habían obligado a vivir en la compañía de otros saharauis como él. Por eso, porque en el campo de refugiados de Tindouf, la vida le era insoportable, fue por lo que se decidió por fin a atravesar aquella lengua de mar que le separaba de la civilización.

Recordó también aquella patera hacinada, repleta de cuerpos delgados, en la que había cruzado el estrecho durante horas interminables de navegación, sintiendo el mareo de las olas en el vacío del estómago. Recordó también que en aquella estrecha barca viajaban también con él tres o cuatro mujeres jóvenes, incluso también algunos niños, y recordó también como algunos compañeros tuvieron que tirar al mar el cuerpo ya marchito de uno de ellos, que había subido a la patera en las costas de Argelia ya enfermo, tiritando al compás de los largos goterones de sudor que le recorrían el rostro. Recordó con error su llegada a las playas españolas, a un lugar cuyo nombre no conocía, y como, amparándose en una noche de luna nueva, todos los que habían llegado en aquella embarcación la dejaron allí abandonada, varada sobre el agua y sobre la arena, y se desperdigaron por los montes cercanos. Nunca volvió ya más a ver a ninguno de aquellos compañeros de su último viaje hacia el futuro.

Recordó también las semanas pasadas desde entones, siempre lejos de cualquier lugar que estuviera habitado, siempre intentado esconderse de cualquier uniforme que veía por temor a que fuera un policía, y le pidiera los papeles que no tenía. Malviviendo siempre. Alimentándose sólo de los frutos que pudiera encontrar en el bosque. Durmiendo cada noche a la sombra de un pino solitario o de una choza abandonada, o en cualquier cueva, agujero abierto en las entrañas de un monte que siempre resultaba amenazador ante sus ojos sorprendidos. Y recordó, sobre todo, a aquel hombre que había venido a buscarle al principio del verano. Tenía la piel de aquel mismo color oscuro que la suya, y se había presentado como un hermano para hacerle extrañas promesas de futuro.  Le había dicho que trabajando para él podría ganar algún dinero, que lo único que tenía que hacer era arrastrar por la plaza aquellas mercancías y venderlas a los turistas, que aquellos turistas se arremolinarían sobre ellas, y se las quitarían de las manos. Pero no le habló nunca de la posibilidad de que la policía le detuviera y le quitara aquellas cosas, y que después le obligara a venderlas a emprender un nuevo viaje, el mismo viaje que hasta allí le había llevado. pero que ahora aquél viaje sería en dirección contraria. No; no le había dicho nada de todo ello, y ahora estaba obligado a hacer frente a una situación que no dominaba en absoluto. 

Media hora más tarde, los dos policías abandonaron el lugar, dejando a aquel hombre de piel tostada sumido en sus propios pensamientos, y sin todas esas cosas que él mismo había llevado aquella mañana hasta la playa. Entonces, sólo entonces, Ismail se decidió a salir del agua y recuperar el saco de tela en el que él había escondido sus propias mercancías. El resto de la mañana lo pasó vagando sobre las pequeñas dunas, casi ajeno a los posibles clientes que pudieran estar interesados en aquellos vestidos que arrastraban por la arena, o en las decenas y decenas de deuvedés, copias piratas de alguna película de estreno. Después de haber devorado un plato combinado en el mismo lugar en el que había desayunado a primera hora del día, después de haber cambiado aquellas mercancías por otros objetos diferentes de los que guardaba en una de las habitaciones de su castillo particular, regresó a la playa para proseguir en su labor de venta callejera.

Ya estaba desapareciendo el sol por detrás del horizonte de tierra, transformándose en una bola de fuego y sangre que teñía la línea del cielo, cuando Ismail abandonó por fin la playa y se dirigió con paso lento, cansado, otra vez hasta el mismo hotel abandonado. El día había sido largo, muy largo, más largo que el extenso desierto del Sahara. Cuando se acostó sobre el sucio colchón de espuma que cada noche era su lecho de sueños, la luna volvía a sonreírle desde más allá de la ventana, esa humilde ventana que no tenía cristal ni persianas para mantener alejado de la habitación el frío de la noche.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El caso del futbolista fibrilado


Faltaban todavía quince minutos para que diera comienzo la final de copa, y el campo en el que iba a celebrarse aquel partido de fútbol, tan esperado por los aficionados y sobre todo por la prensa, estaba ya abarrotado de público. La expectación que había generado aquel enfrentamiento deportivo, que en realidad era mucho más que eso, un simple enfrentamiento entre dos equipos de fútbol rivales en la cancha, había hecho que, ya desde muchos días antes, la información generada por la prensa y por los otros medios de comunicación, hubiera logrado alcanzar cotas antes nunca vistas en un acontecimiento de esas características. El partido lo iban a disputar, por primera vez en muchos años, los dos equipos más importantes del país, aquellos que contaban con más títulos en sus vitrinas, pero el sistema de clasificación que aquel campeonato contemplaba no garantizaba que siempre tuvieran que llegar a la final los dos clubs más fuertes del torneo. Sin embargo, aquel año sí lo habían conseguido, y por ello la expectación entre los aficionados que habían conseguido adquirir una entrada para el partido era mayor, bastante mayor, que otros años.

            Por ello, no quedaba ningún asiento vacío en todo el graderío ya desde algunos minutos antes de que se iniciara el partido. Si alguien pudiera observar aquel campo de fútbol desde la cabina de un helicóptero, o tal y como era capaz de verlo cualquier animal alado, lo encontraría hermoso, increíblemente hermoso, aunque no le gustara ese deporte. También lo podría encontrar hermoso, aunque no le gustara el fútbol demasiado, aquél que por algún azar de la vida hubiera conseguido estar entre los elegidos que podrían disfrutar en directo del espectáculo, porque desde las gradas se extendía hacia la hierba un alegre abanico de colores, remedo de los colores que eran dominantes en las camisetas de los dos equipos enfrentados. A un lado del campo, los colores blanco y azul que vestía el equipo de casa; al otro, los colores verde y rojo del equipo visitante, que si en cualquier otro partido diferente hubieran estado en minoría, en éste, porque era la final, aquella minoría no se notaba de forma tan manifiesta como en otras ocasiones. Y en medio de la grada, los colores indeterminados, indiferentes, de aquellos aficionados que sin ser de ninguno de los dos equipos contendientes, tampoco habían querido perderse el espectáculo.

            Cuando los futbolistas saltaron al terreno de juego, cinco minutos antes de la hora en que estaba previsto que diera comienzo el partido, el griterío que escapaba de las gargantas de todos los asistentes aumentó, hasta el punto de que la cantidad de decibelios que podían medirse en ese momento era superior a la que provocaba un aeropuerto en plena actividad. Y desde las gradas, al mismo tiempo que iba creciendo el sonido ambiente, empezaron a caer también sobre las bandas del campo miles y miles de papeles blancos, de manera que por un momento parecía que estaba empezando a nevar de forma abundante, a pesar del radiante sol que estaba enmarcado en lo alto del cielo. Y cuando el árbitro pitó por fin el inicio del partido, los gritos de los aficionados parecieron remitir por unos instantes. Pero aquello fue en realidad un espejismo, porque desde el momento en que los jugadores empezaron a desarrollar su ballet con la pelota sobre la hierba del campo de juego, los aficionados volvieron a demostrar su interés por lo que ellos estaban haciendo con gritos de ánimo, y también, algunos de ellos, con insultos a los jugadores del equipo contrario.

            Pero cuando apenas se llevaban diez minutos jugados de partido ocurrió algo inesperado que llamó la atención de todos los aficionados, aunque en un primer momento pocos fueron los que se dieron cuenta de lo que había sucedido en realidad. El hecho de que aquello sucediera muy lejos del lugar en donde algunos de los integrantes de los dos equipos se disputaban el balón hizo que la mayoría de los espectadores no se hubieran dado cuenta que uno de esos futbolistas cayera fulminado sobre la hierba del terreno de juego, sin que ningún futbolista del equipo contrario estuviera lo suficientemente cerca como para haberle agredido. Sólo unos segundos después, cuando el árbitro ordenara detener el juego a instancias de uno de los compañeros del caído, todos los que estaban presentes en el estadio se dieron ya cuenta de que la situación podía ser grave. El futbolista permanecía tendido sobre su cara, en una postura extraña, muy cerca de una de las áreas del campo. La situación en la que se encontraba, completamente inmóvil, contrastaba con la tensión que a partir de ese momento se generó en el grupo de los futbolistas y, también, entre la mayor parte de los espectadores.

            En poco segundos, todos los futbolistas estaban haciendo un corro humano alrededor del compañero que estaba caído, y durante los dos o tres minutos siguientes, nadie desde el graderío era ya capaz de ver qué era lo que estaba sucediendo en el terreno de juego, aunque todos eran ya conscientes de la gravedad de la situación. Las asistencias sanitarias habían entrado también en el rectángulo, casi sin esperar a que el juez de la contienda les autorizara a hacerlo, tal y como era preceptivo en el reglamento. Y también entró una ambulancia, que dos o tres minutos más tarde abandonaba el estadio, con el joven futbolista en su interior, tumbado sobre una estrecha camilla, con las luces y la sirena encendidas, camino del hospital más cercano.

            A partir de ese momento, todo fue diferente. Ni los jugadores de los dos equipos contendientes, ni siquiera los espectadores que habían ido acudiendo a aquel campo de fútbol desde dos o tres horas antes de que se iniciara el partido más deseado de toda la temporada futbolística del país, estaban ya pendientes de cualquier otra cosa que no fuera la difícil situación en la que en aquel momento se encontraba ese joven futbolista, porque todos sabían que su estado de salud era demasiado grave como para pensar en otra cosa.

Por eso, nadie protestó en la grada cuando, después de que el árbitro se hubiera reunido con los capitanes y los entrenadores de los dos equipos para decidir qué era lo que tenían que hacer, y sin que ninguno de los jugadores hubiera regresado desde los vestuarios, a los que se habían retirado cuando la ambulancia abandonó el campo, se hiciera público desde la megafonía del estadio la suspensión del partido. No, no protestó nadie por la suspensión del partido, y más cuando se anunció también que el gran futbolista Raulinho, la gran promesa del fútbol español, acababa de fallecer sobre el propio terreno de juego, como los toreros que mueren en la plaza por las astas de los toros, como los actores que pierden la vida, agotados, sobre el escenario de un triste teatro de provincias.  La muerte había sido fulminante, provocada por un fallo cardiaco, y nada pudieran hacer las asistencias médicas para salvarle la vida, a pesar de que el médico del equipo contrario, que había sido el primero en llegar hasta él cuando el futbolista se golpeó sobre el césped, había intentado que su corazón volviera a trabajar con la ayuda de un desfibrilador portátil.

 

            Aquella misma noche, los noticiarios de todas las cadenas de televisión y también los programas de todas las emisoras de radio, se habían hecho eco de la noticia del fallecimiento de uno de los mejores jugadores de la liga, durante el enfrentamiento que su equipo estaba teniendo contra el mayor club rival, y también la noticia fue navegando de un lugar a otro a través de las redes de internet. Sin embargo, Daniel Jamete sólo pudo enterarse de la noticia a primera hora de la mañana siguiente, mientras desayunaba. Solía hacerlo ojeando la prensa diaria, y precisamente aquel día, contrariamente a su costumbre, siguió leyendo todos los titulares del periódico, también los de la sección de deportes. Casi siempre dejaba el periódico sobre la mesa cuando terminaba de leer la sección de sociedad, pero aquél día, algo ajeno a su propio interés le hizo seguir leyendo las páginas correspondientes a la sección deportiva. Nunca le había interesado aquella sección del periódico, pero cuando leyó ese titular a cuatro columnas, pensó que algo en su interior, que en su caso a menudo tenía vida propia, le había movido a obrar de ese modo. El titular era demasiado llamativo como para pasar desapercibido.

            “El joven futbolista Raulinho Gene, la gran promesa del fútbol mundial, muere de manera fulminante sobre el terreno de juego”. Por supuesto, Jamete no sabía en absoluto quién era Raulinho Gene, aunque era cierto que el nombre le sonaba de algo; si era cierto que se trataba de algún futbolista destacado, en alguna ocasión debía haber oído su nombre, aunque  no hubiera puesto demasiada atención en ello. A pesar de que el fútbol no le gustaba, pensó que la noticia podría resultar interesante, y siguió leyendo: “El gran futbolista Raulinho, a sus escasos veintidós años, era uno de los jugadores más destacados del fútbol mundial, y debido seguramente a su juventud el que más proyección tenía en el futuro, y murió ayer durante la celebración de la final de copa. Cuando sólo tenía dieciséis años saltó a la fama en su país por ser uno de los jugadores más jóvenes en debutar en la liga brasileña. Ese mismo año consiguió ganar el campeonato nacional con ese mismo club con el que había aprendido a golpear la pelota, el Fluminense, y desde entonces el nombre de ese equipo y el apellido del futbolista, permanecerían unidos entre los integrantes de la famosa torçida, la conocida afición brasileña al fútbol profesional. Dos años después consiguió con la selección de su país ganar una medalla en los Juegos Olímpicos, y en la temporada siguiente, con su emigración al fútbol europeo, logró por fin alcanzar uno de sus sueños más ansiados de niño: jugar en la liga española, la mejor liga del mundo según dicen al menos los aficionados. Además, pocos meses antes de su fallecimiento había conseguido también debutar en la selección A de su país en un partido amistoso.”

            El artículo no se quedaba sólo en comentar la meteórica carrera del futbolista brasileño. Después pasaba a mencionar también algunas vicisitudes de su fallecimiento inesperado para pasar a tratar, de manera más truculenta y sensacionalista, de otros casos similares a ese que se habían dado en el pasado, principalmente en los últimos años. El periodista que firmaba la colaboración contaba primero los casos más conocidos de Antonio Puerta y Dani Jarque. El primero había muerto en el transcurso de un partido de liga entre el Sevilla, su equipo de toda la vida, y el Getafe; el segundo, aunque había fallecido en su habitación de un hotel italiano, durante una gira de su equipo, el Español, por el país alpino, su muerte también estaba relacionada con la práctica del deporte de alta competición.

Al menos, aquellos dos nombres si le resultaban conocidos, al contrario de los que fueron apareciendo desde ese momento a lo largo del artículo: Anton Reid, Miklos Feher, Marc Vivien Foé, Cristiano de Lima, Lucas Damián Molina, Phil O´Donell,… Unos eran futbolistas de reconocido prestigio internacional, jugadores de algunas de las principales ligas del mundo, y otros, sin embargo, no habían dado aún el salto  a ningún equipo de categoría internacional, pero todos tenían una cosa en común: se trataba de jóvenes futbolistas, tan jóvenes que incluso alguno de ellos aún no había rebasado la categoría juvenil, y la muerte les había sobrevenido durante la celebración de un partido de fútbol, o en un entrenamiento, o después de haber hecho ejercicio, a consecuencia de la propia actividad deportiva. Todos habían fallecido, en fin, por muerte súbita, por culpa de un fallo cardiaco.

El informe también mencionaba a otros deportistas de diferentes especialidades, deportistas que así mismo habían fallecido por la misma causa. Atletas como el desconocido Samuel Navarro, habían muerto en el transcurso de alguna prueba deportiva; ciclistas como Isaac Gálvez, Chava Jiménez, o Bert Oosterbosch, habían saltado a las páginas de los diarios por haber fallecido en sus hoteles respectivos, víctimas de un paro cardiaco después de haber disputado una etapa en algún criterio internacional. Nombres todos ellos que saltaron a la fama en un momento dado, una fama que gracias sólo a la carrera profesional de muchos de ellos nunca habrían obtenido; una recompensa demasiado cara, pensó Jamete, si se paga con la vida, aunque esto al periodista que firmaba el escrito no le importaba demasiado.

Hasta el caso del corredor italiano Marco Pantani fue tratado de forma similar en el artículo, a pesar de que el ciclista hacía ya cinco años que se había retirado cuando encontró la muerte en una triste habitación de un hotel de Rímini, y a pesar también de que el informe oficial de la autopsia establecía que lo que en este caso había provocado el fallo cardiaco había sido una sobredosis de cocaína. Pero este dato le valía al periodista para seguir ensuciando el nombre de algunos deportistas. Se relacionaban algunas causas de la muerte súbita, muchas de ellas naturales, como  la cardiopatía hipertrófica o el aneurisma, pero otras provocadas por la deshidratación o el consumo de determinados productos dopantes. El artículo finalizaba comentando el caso de otro ciclista, el inglés Tom Simpson, muerto durante la subida al Mont Ventoux, en el Tour de Francia de 1967, a consecuencia de un cóctel trágico de anfetaminas, alcohol e hipertermia.

 

A la mañana siguiente, Picavea, el inspector de policía que era amigo de Jamete, se hallaba en el despacho de éste, pero al contrario de lo que pasaba normalmente, en esta ocasión no se trataba de una visita programada por el propio agente, sino que había sido llamado por el dueño de la casa con el fin de hablar con él de un caso que, si bien aún no existía, le había dicho éste por teléfono, estaba seguro de que muy pronto iba a saltar a las páginas de los diarios. Picavea no sabía a qué se estaba refiriendo su amigo, pero éste le había dado en el pasado sobradas pruebas de una intuición que no era corriente, y por ello se apresuró a visitarle. Cuando llegó a la casa, Nicoletta, la joven criada rumana que también trabajaba para el detective como colaboradora de campo, decía siempre el propio Jamete, le hizo pasar al despacho, y allí el policía no tuvo más remedio que esperar, aburrido, a que el otro terminara de arreglarse, para poder entrevistarse con él.

-          Perdona que te haya hecho esperar –le comentó a Picavea cuando por fin entró Jamete por la puerta de su despacho-. Supongo que estarás en ascuas, pensando que es lo que me ha movido a llamarte esta vez. Como te digo, se trata de un posible caso, aunque todavía no ha nacido como tal. Sin embargo, mi intuición me dice que muy pronto va a saltar, y que va a salpicar quizá a muchas personas importantes, o al menos, conocidas. Supongo que te habrás enterado de que hace dos días murió un futbolista en un campo de juego. En las televisiones casi no se habla de otra cosa.

-          Desde luego, pero se trata sólo de un accidente, no de un crimen; o al menos, nadie ha dicho todavía que haya algo oscuro detrás de ello. Ese joven perdió la vida en el mismo campo de fútbol, sin que hubiera ningún otro jugador cerca del lugar en el que él se encontraba en el momento de caer sin sentido sobre la hierba. Además, el propio informe de la autopsia dice que la causa del fallecimiento fue natural, provocada por un simple fallo cardiaco.

-          Ya sé que la causa final ha sido un fallo cardiaco. Pero lo importante es averiguar qué fue lo que motivó ese fallo. He estado leyendo algunas cosas, y he averiguado que en los últimos años el número de deportistas jóvenes fallecidos por esa misma causa es demasiado importante. Se trata de muertes extrañas, absurdas, sobre todo cuando se dan en casos como los de ese chico, un joven deportista que en teoría debía cuidar bastante su cuerpo para poder rendir mejor en el desarrollo de su profesión.

-          Debo confesarte que a mí también me ha parecido siempre extraño que tantos jóvenes deportistas, sin antecedentes conocidos de problemas cardiacos, fallezcan repentinamente en pleno ejercicio físico. ¿No es cierto que se hacen periódicamente revisiones médicas con el fin de evitar que eso suceda?

-          Sí, pero por lo visto esas revisiones no sirven de mucho. De todas maneras, las causas de que el corazón se pare no están relacionadas siempre con cardiopatías congénitas de esos chicos. Como ya te he dicho, he estado investigando sobre el tema, y parece ser que en algunas ocasiones el hecho de que el corazón quiera dejar de trabajar se puede achacar al abuso de algunos tipos de drogas, y no tengo que decirte que algunos tipos están íntimamente relacionadas con la práctica del deporte, precisamente por sus características dopantes que permiten mejorar el rendimiento y la resistencia muscular. No quiero decir con ello que no haya también deportistas famosos que hayan fallecido debido sólo a causas naturales, como los futbolistas Puerta y Jarque, por ejemplo. Pero también es verdad que algunos estudiosos de esta problemática médica relacionan el incremento que en los últimos años se está produciendo en estos casos de muerte súbita, con un aumento también en los casos de doping reconocidos, y que quizá todo ello sea en realidad sólo la punta de un iceberg que va todavía más lejos. Uno de los deportes más castigados por esta lacra es el ciclismo, que casualmente es también uno de los deportes más habituales en los castigos por dopaje.

-          Pero también son abundantes los casos en el fútbol, y debes reconocer que los casos de dopaje no son demasiado numerosos en este deporte, sobre todo si se comparan con otras especialidades.

-          No obstante, también es cierto que alguna gente del mundo del fútbol ha denunciado públicamente que en este deporte los análisis que se hacen de contradopaje no son demasiado serios.

-          Quizá tengas razón. A propósito de todo ello, debes saber que la Guardia Civil ha realizado últimamente una operación importante contra el dopaje. Han descubierto una farmacia en Andorra que a través de una página de internet proporcionaba sustancias dopantes a algunos deportistas de élite, y también a algunos aficionados que sólo querían aumentar su propio rendimiento. Se han identificado cerca de mil envíos a diferentes ciudades del país, aprovechándose de la diferente regulación legal que sobre el tema existe en el principado. Porque aunque en España se intenta regularizar este asunto, siempre es relativamente sencillo para el deportista acceder a ese tipo de sustancias. ¿Crees que la operación puede estar relacionado con el caso de Raulinho?

-          No lo sé con seguridad, pero creo que, en todo caso, debemos investigar si detrás de la muerte del futbolista puede haber un caso de dopaje o no. Más que nada, por si alguien dentro del círculo personal de ese deportista pudiera estar relacionada con su muerte.

En cuanto el inspector Picavea abandonó la casa de Jamete, éste siguió investigando en diferentes páginas de internet. Utilizó artículos de prensa, y también otros trabajos más especializados elaborados por colegios médicos y también por destacados profesionales en el campo de la medicina deportiva. Averiguó que el dopaje es toda forma de intentar modificar, de un modo no propiamente fisiológico, la capacidad de rendimiento mental o físico de un deportista, o de eliminar sin justificación médica cualquier enfermedad o lesión. Por ello, supo que no se puede asimilar  el dopaje químico con otras formas de hacer frente a las lesiones de manera natural, como la acupuntura o el entrenamiento diario. Averiguó también que, debido a que en la alta competición la única meta es la de ganar a cualquier precio, muchas veces la forma más directa de hacerlo es acudiendo a todas esas sustancias que están prohibidas, y que como el cuerpo termina por acostumbrarse a su presencia, las cantidades de droga que los deportistas deben ingerir para seguir aumentando ese rendimiento son cada vez más altas. Averiguó, en fin, que todas esas sustancias están prohibidas no sólo porque falsifican de forma artificial e ilegal los resultados deportivos, sino también porque su consumo puede ser peligroso para la propia integridad física o mental del deportista, llegando incluso a poner en serio riesgo su propia vida.

Aprendió, también, que no todos los medicamentos que usualmente se pueden encontrar a la venta en las farmacias son productos dopantes, aunque sí lo son algunos de los que se pueden conseguir con facilidad con una simple receta médica. Aprendió que algunos de esos productos no se les prohíben a los deportistas, a pesar de que pueden aumentar su rendimiento por su actuación demostrada sobre el sistema respiratorio o en el sistema músculo-esquelético de los atletas. Aprendió que otros productos, como los antihistamínicos, lo que hacen es reducir el propio rendimiento deportivo, y que una larga relación de medicamentos son considerados por los especialistas como productos neutros. En esa relación se incluyen todos esos analgésicos y antiinflamatorios que son suministrados a los deportistas para reducir el dolor o la inflamación que son consecuencia de alguna lesión de carácter leve.

Pero aprendió también que existe una larga relación de productos prohibidos: estimulantes, como la efedrina o la estricnina; todos los incluidos en el grupo de los llamados Beta 2, a excepción de algunos medicamentos que sirven para tratar el asma; analgésicos de tipo narcótico, como la morfina o la pentazocina; los bloqueantes beta-adrenérgicos, que se utilizan para controlar la ansiedad y reducir el miedo; todos los derivados del cannabis… Aprendió, sobre todo, que algunos de ellos han sido muy utilizados por deportistas de distinto nivel y especialización, como la eritropoyetina, una hormona que estimula la formación de eritrocitos y es producida de forma natural por el riñón, aunque también puede obtenerse de forma artificial; conocida por el público en general por el nombre de sus siglas, la EPO, por los abundantes casos de dopaje de que ha sido protagonista, es fácil de identificar en la sangre de los deportistas cuando alcanzan dosis importantes que, en absoluto, puedan ser debidas a la secreción natural de la hormona por el propio riñón. La nandrolona, un anabolizante androgénico que en pequeñas cantidades también se puede encontrar de forma natural en el cuerpo humano, pero que algunos culturistas y otros deportistas suelen consumir de manera artificial para aumentar la producción de glóbulos rojos y la densidad ósea, efectos ambos que influyen en el rendimiento muscular, pero que también puede provocar, entre otras enfermedades de menor importancia, hiperplasia de la próstata en los hombres e irregularidades menstruales en las mujeres. La testosterona, por su parte, es una hormona netamente masculina que se produce en los testículos, pero que administrada artificialmente por vía subcutánea puede producir un aumento importante de la masa muscular, que influye así mismo en la actividad deportiva.

Pero de todo lo que encontró aquel día en esa autopista de la información que es internet, lo que más le llamó la atención fue todo lo relativo al clembuterol, porque desde mediados de los años sesenta, cuando se demostró que algunos animales que habían sido alimentados con esa sustancia aumentaban su masa muscular y disminuían su tejido graso, pasó a convertirse en una de las drogas dopantes más usadas por algunos deportistas. También es utilizado normalmente como broncodilatador, para hacer frente a enfermedades de tipo asmático, a pesar de que algunos países como Gran Bretaña o Estados Unidos han prohibido su utilización por su más que posible relación con algunos problemas de carácter cardiaco. Sin embargo, el uso de este fármaco en la ganadería y en la veterinaria tanto para producir el engorde artificial del ganado como para tratar los problemas de alergias en las caballerías, con el nombre comercial de ventipulmin, hace que en algunas ocasiones se puedan encontrar ciertas dosis de clembuterol en otras personas, que no son deportistas, y que lo han asimilado mediante la ingesta alimenticia. Todo ello hace que sea uno de los fármacos dopantes más controvertidos y polémicos, tal y como Jamete pudo comprobar a partir de algunos casos reales que en los últimos meses habían salido a la luz.

También le llamó la atención el hecho de que México fuera uno de los países en donde el clembuterol puede adquirirse libremente en las farmacias, bien de forma aislada o bien en combinación con un mucolítico, y combinado con el ambroxol en ciertas preparaciones destinadas a eliminar las flemas y permitir la broncodilatación. Recordó algo que había leído el día anterior en aquel artículo que anunciaba el fallecimiento del futbolista brasileño, y que hasta ese momento le había pasado desapercibido: el futbolista no había llegado directamente a España a principios de la temporada desde su país de origen, sino que había pasado antes una temporada completa en México, donde había fichado por uno de los equipos más fuertes de la liga de ese país caribeño.

Pero lo que más le llamó la atención en el tema del clembuterol eran los efectos adversos que puede originar un uso continuo y masivo del medicamento: el aumento irregular de la sudoración, que puede llegar a provocar una deshidratación grave en un deportista sometido a una fuerte presión competitiva; dolores de cabeza importantes, y una sensación de mareo y de náuseas; el incremento de la presión sanguínea, que puede llegar a generar importantes palpitaciones en la actividad cardiaca, y como última realidad, taquicardias irregulares que incluso pueden desembocar finalmente en un paro cardiaco. Jamete recordó que alguno de los compañeros del Raulinho había declarado a algún periodista que había visto como su compañero hacía movimientos extraños, como si no controlara bien su propio cuerpo, unos segundos antes de quedar inconsciente.

 

A partir de ese momento, Picavea y Jamete decidieron investigar, cada uno por su cuenta, en el círculo familiar y en las  amistades del futbolista brasileño. Jamete, al que no le gustaba tener que salir de su castillo de naipes particular que era su propio despacho, siguió investigando personalmente en los datos personales que internet podría ofrecer sobre el deportista fallecido, aunque era consciente de que pocos datos nuevos podría encontrar aún en la red, y mientras tanto apremió a Nicoletta a que preguntara por los diferentes gimnasios de la ciudad, sobre todo por aquellos que eran conocidos por haber tenido en el pasado algún problema con la justicia, con el fin de intentar averiguar si existía alguna relación comercial entre sus respectivos propietarios con el propio futbolista o con su agente. Mientras tanto, el mismo Picavea se encargaría de investigar oficialmente en la vida de éste, principalmente en sus cuentas bancarias y en las posibles relaciones que pudiera mantener con la comunidad de origen mexicano que estaba establecida en Madrid o en algunas otras ciudades españolas. Por el momento no quería solicitar de un juez la autorización para pincharle el teléfono, pues pensaba que ningún juez lo autorizaría, tanto por el hecho de que la persona implicada fuera tan conocida como porque, al menos oficialmente, el jugador había fallecido por causas naturales. De todas maneras, pensó él, tampoco creía que el resultado de las escuchas pudiera ser determinante para el transcurso de la investigación. Desde luego, Raulinho no podría ya hablar más, ni por teléfono ni de ninguna otra forma.

Pocos días más tarde, Picavea se presentaba otra vez en la casa de Jamete, pero esta vez lo hacía por su cuenta. Quería dar al detective un primer informe de todo lo que había ido descubriendo en esos tres últimos días.

-          Desde la comisaría hemos personificado de momento la investigación en la figura de su representante futbolístico. Si Raulinho estaba realizando actividades contrarias a la buena praxis deportiva, éste debía estar al corriente de ello. Además, hemos sabido que ese hombre, si acaso no es oriundo de México, al menos mantiene aún buenas relaciones con ese país americano, y que a menudo cruza el Atlántico para viajar hasta allí. Nada de ello es determinante, aunque sí puede ser indicio de alguna actividad sospechosa. Sin embargo…

-          Sin embargo, habéis encontrado algo más en el pasado del futbolista. ¿No es así?

-          No sé para qué te cuento todo esto. A menudo tengo la sensación de que, sea lo que sea lo que nosotros hayamos averiguado, tú ya lo sabes con antelación, que siempre te adelantas a nuestras propias investigaciones. Es cierto… Sin embargo, hemos encontrado algunas pistas indagando en el pasado del propio fallecido. Existen en sus registros bancarios algunas salidas de dinero, cantidades importantes que han sido transferidas a un banco afincado en Puebla, una de las más populosas ciudades de México. Además, cada una de esas transferencias concuerdan con un registro también injustificado en la cuenta del agente del futbolista, siempre con dos o tres días de diferencia entre ellos, aunque en esta ocasión se trata de entradas dinerarias, también importantes pero de menor cuantía, como si se tratara del pago de comisiones. ¿No te resulta todo ello sospechoso?

-          Bueno, al menos resulta interesante, aunque por sí mismo no demuestra nada. Sobre todo si tenemos en cuenta de que el equipo en el que Raulinho jugaba el año pasado es precisamente el equipo más representativo de esa ciudad mexicana, según he podido leer. ¿Crees que puede tratarse de adquisiciones más o menos frecuentes de clembuterol o de algún otro producto dopante?

-          Podría ser. Desde luego, aunque han procurado no hacerlo público, un amigo mío cercano a la oficina del forense me ha contado que la autopsia realizada al futbolista detectó la presencia de alguna dosis de clembuterol en la sangre, dosis que quizá podría haber dado un resultado positivo si el fallecido se hubiera sometido a un control antidopaje. Por otra parte, sabemos que esa droga posee una vida media bastante elevada dentro del cuerpo humano, unas treinta o treinta y cinco horas aproximadamente, por lo que es difícil pensar que si él era un  consumidor habitual de clembuterol, cómo es posible que nunca antes el jugador haya tenido problemas con la Agencia Mundial Antidopaje, o con la respectiva agencia española, sobre todo teniendo en cuenta la propia relevancia internacional del futbolista. También hemos sabido que a ese hombre le gustaba demasiado la carne de ternera, y que eran muy conocidos sus festines de entrecot y solomillo, festines que le habían originado repetidas discusiones y diferencias con los distintos entrenadores que ha tenido a lo largo de su carrera deportiva. Eso también podría justificar de algún modo esos altos porcentajes de clembuterol en la sangre.

-          Sí, en efecto. Podrían justificarlos. Pero me temo que en realidad el asunto está más relacionado con el dopaje que con los gustos alimenticios de ese futbolista –el policía asentía en silencio; sabía que intentar justificar esos altos porcentajes de droga por la ingesta de carne en malas condiciones, o al menos de carne procedente de reses engordadas de forma artificial, resultaba demasiado trivial-. Posiblemente, si Raulinho se hubiera dedicado a otros deportes diferentes, al atletismo o a la natación por ejemplo, o quizá si hubiera sido un ciclista profesional, haría mucho tiempo que habría sido sancionado por alguna de esas entidades que se encargan de luchar contra el dopaje.

-          De acuerdo, pero debes reconocer que todavía no tenemos pruebas suficientes para llevar el caso a los tribunales.

-          De momento no, desde luego. Pero debemos esperar a que Nicoletta regrese con alguna nueva revelación importante. Quizá entre lo que tú has descubierto y lo que ella consiga averiguar, podremos por fin cerrar el círculo de un caso difícil como éste.


Aquella misma tarde, Nicoletta se presentaba también en el despacho de Jamete con nuevas revelaciones procedentes del mundo turbio de los gimnasios, al menos de esa clase de gimnasios que, más que polideportivos para entrenar el cuerpo y complejos en donde quemar las grasas sobrantes y la adrenalina, son en realidad locales de dudosa reputación en los que se trafica con sustancias prohibidas. Jamete sabía que muchos gimnasios no tienen nada que ver con ese asunto de las drogas dopantes, pero sabía también que los dueños de algunos de esos negocios no ponían trabas a que se comercializara en sus locales con ese tipo de sustancias con el fin de obtener algunos ingresos extras, que incluso en algunas ocasiones eran ellos los propios camellos que lo hacían. Y sabía también que si era verdad que el futbolista estaba metido en ese asunto, los propietarios de ese tipo de gimnasios y los usuarios de sus instalaciones lo sabrían, aunque ninguno de ellos perteneciera en realidad a ese mundo de lujo y de glamur al que se supone que pertenecen todos los futbolistas profesionales. Porque todos los miembros de ese mundo subterráneo de las drogas prohibidas, en realidad, se conocen entre sí. 

        -          Escucha, Daniel. Me ha costado mucho que me contaran esto que te voy a decir. Esos tipos son demasiado retraídos a la hora de hablar de ese universo que tan bien conocen, aunque también es verdad que cuando anda por medio algún individuo tan famoso como el caso que nos ocupa, todos parecen al final creer saber más cosas que lo de que en realidad conocen. No obstante, parece ser que el agente del futbolista, un tal Santos Pereira, suele aparecer algunas tardes por uno de esos gimnasios. Varios de los culturistas que se entrenan allí lo han visto en algunas ocasiones, aunque intentaba siempre pasar desapercibido. Suele entrar en la oficina de su propietario, Paco Gámez creo que se llama ese hombre, un antiguo boxeador retirado que cuenta también con antecedentes por tráfico de drogas y palizas por encargo, incluso también por un intento de violación, en fin, una joya… De lo que tratan en la oficina nadie lo sabe a ciencia cierta, pero todas, absolutamente todas las personas con las que me entrevisté, afirman que  debe tratarse de un tema relacionado con sustancias dopantes.

La información proporcionada por la chica había sido determinante, pero Jamete no quería en realidad avanzar demasiado rápido en la investigación. No quería dar por finalizado el puzle de ese caso sin poner antes la pieza definitiva en la esquina del paisaje representado en el rompecabezas. Por ello, antes de hacer una llamada telefónica al inspector de policía hizo algunas nuevas averiguaciones en el ordenador de su escritorio. Tecleó primero el nombre del gimnasio que Nicoletta había visitado y el de su polémico propietario, y después también el nombre del agente del futbolista, Santos Pereira. Y con la información que le habían proporcionado esas dos búsquedas en google pudo por fin resolver la clave del caso. Inmediatamente levantó el auricular del teléfono y llamó a Picavea.

-          Creo que por fin hemos resuelto el asunto del futbolista –le había dicho al policía en el momento  en el que éste se presentaba otra vez en la casa del detective-.  Parece ser que el tal Paco Gámez, el propietario de ese gimnasio, tiene también relaciones con otros entrenadores y deportistas que ya han sido castigados por la agencia antidopaje. En alguna ocasión, un entrenador que se vio acosado por la prensa  y por la opinión pública llegó a acusarle de ser la persona que suministraba la droga a sus pupilos. Parece ser incluso que llegó a pasar algunos meses en la cárcel por aquel asunto, aunque aquello no fue suficiente para que le retiraran la licencia del gimnasio. Además, Nicoletta también ha conseguido encontrar algo nuevo que seguro que te interesará.

-          Sí, desde luego. Uno de los informantes me ha dicho que no son excepcionales las ocasiones en las que en ese gimnasio se reciben paquetes extraños procedentes de México. Él no sabe de qué se trata, pero sí se ha dado cuenta de que, cuando llega el mensajero con el paquete, ese tal Paco Gámez se comporta de manera un tanto sospechosa, como si no quisiera que nadie se enterara de ello.

Cuando la chica terminó de hablar, Picavea sacó el teléfono móvil del bolsillo de su americana y llamó a la comisaría. Mientras hablaba, al rostro de Jamete asomaba ya una leve sonrisa de tranquilidad, de orgullo por el trabajo bien hecho.

-          Buenas noches, Garrido. Soy Picavea. Escúchame bien, es importante. Quiero que cojas a tres o cuatro hombres y te los lleves a la dirección que te voy a dar. Pero no quiero que hagáis nada hasta que yo esté allí; es importante que mientras tanto paséis lo más desapercibido posible. Esta noche vamos a proceder a la detención de Santos Pereira, el agente de Raulinho, el conocido futbolista brasileño que falleció el otro día por ingesta y abuso de sustancias dopantes.