Mientras
contemplaba con sus ojos cansados el líquido negruzco que llenaba aquel vaso
que tenía delante de él, mientras miraba los destellos que desde el interior de
ese vaso creaban aquellos dados transparentes de cristal, como si se tratara de
pequeños icebergs flotantes en un océano sombrío de cola-cola y ron, Sergio
pensaba en un instante lejano de su
propio pasado. Se sentía extraño en aquel ambiente limpio, demasiado tranquilo
a pesar de las voces que se repetían insistentes por todo el local. Le gustaba
más en los tiempos antiguos, cuando los bares estaban sometidos a un paisaje
acre de niebla espesa, provocada por el exceso de humo, cuando todo olía a
tabaco mal quemado y a noches en vela. Ahora, sin embargo, los bares sólo olían
a fritanga y a comida recalentada o, cuando se trataba de bares de copas como
ése en el que ahora se encontraba, a
sudor y a olvido.
Aunque
lo intentaba, sumido entre la bruma del alcohol y el ruido de la música,
demasiado alta, que nacía de los altavoces, Sergio no era capaz de olvidarse de
Eva, aquella diosa de cuerpo casi perfecto, hermosa como las olas del mar, que
había descubierto hacía ya muchos años, en un local como aquél, cuando los
bares eran todavía nubes pesadas de humo y de sudor compartido. La descubrió en
la pequeña pista de baile de aquel local nocturno, que desde entonces tantas
veces había visitado y que ahora se le antojaba ajeno del todo a su pasado,
moviendo su cuerpo al ritmo de la música. En aquel momento, ya no pudo dejar de
mirarla. Desde aquella noche tan lejana Eva no dejó de acompañarle, con su
cuerpo sinuoso y con su alma. Compartió con Sergio muchas noches como esa,
hasta que un día, una semana antes de esa noche singular en la que Sergio se
vio atrapado otra vez en la niebla espesa del alcohol, ella le dijo que debían
dejarlo. Se lo dijo así, sin esperarlo, sin darle ningún motivo para ello.
- No es bueno beber solo. Cuando se bebe en soledad, el
alcohol hace como una especie de argamasa en el estómago, y ya es demasiado
difícil apartarse de él… A estas horas ya no quedan apenas clientes en el pub,
así que, si lo prefieres, puedo hacerte un poco de compañía.
Sergio rehusó las palabras, apenas con un gesto de su mano, y la compañía
de la joven camarera. La mujer era morena, casi tan morena como Eva le había
parecido en aquella pista de baile tan lejana, y alta, tan alta como aquella
diosa de la danza se le había mostrado entonces entre las notas de un merengue.
La verdad, ahora que él por primera vez se había detenido a contemplarla con
más detenimiento, aquella joven se parecía tanto a Eva que el recuerdo de su
novia había vuelto a congelarse en su memoria. Y sin embargo, la chica tampoco
tenía ninguna culpa de que él no se encontrara en uno de sus mejores momentos.
La chica no demostró en ningún momento que la negativa de Sergio pudiera
haberle molestado. Con su ofrecimiento, ella tan sólo había querido ser amable,
pero comprendía que, algunas veces, los clientes que habían llegado a aquel
estado en el que el joven parecía encontrarse creaban delante de su alma una
coraza que les protegiera de todo lo que sucedía alrededor de ello. Mientras
Sergio continuaba en silencio, ella siguió fregando algunos vasos que acababa
de retirar de la barra de mármol.
- Perdona. No he querido ser descortés. Puedes tomarte una
copa conmigo, desde luego, si aún piensas que mi compañía no va a ser demasiado
aburrida para ti; yo te invito.
- De eso nada. Los camareros aún podemos de vez en cuando
invitar a algún cliente que nos parezca interesante.
La chica cogió entonces uno de los vasos que estaban en el mostrador que
tenía a su espalda y lo llenó con un líquido transparente de color dorado; “el
güisqui es para mí como el oro líquido”, le había dicho ella mientras llenaba
el vaso. Durante unos veinte minutos estuvieron conversando sobre diversos
temas intrascendentes, y Sergio se dio cuenta de que en este tiempo el nivel
del líquido iba disminuyendo poco a poco en el interior del vaso de cristal. Y
al final, cuando el vaso ya estaba prácticamente vacío, el local también se
había quedado solitario, tan solitario como un paisaje nocturno de sombras y
silencios.
- Ahora tú puedes invitarme si quieres a una nueva copa,
pero tendrá que ser en un lugar diferente, un lugar al que no puedan tener
acceso los recuerdos dolorosos.
Los dos jóvenes abrieron la puerta del local y salieron a la calle. Ya en
el exterior, Sergio se dio cuenta de que no conocía nada de la mujer que
caminaba a su lado.
- Ni siquiera sé cómo te llamas, y ya se puede decir que
formas parte de mí; si no de mi pasado, si al menos de mi presente.
- ¿De verdad crees que importa tanto el nombre con el que
los otros nos conozcan? En ese cao, puedes llamarme Eva.
Por un instante, Sergio se quedó petrificado. ¿Estaría aquella mujer
gastándole una broma pesada? ¿Habría sido todo ello fruto de una curiosa
casualidad? Cuando la chica le cogió de la mano, él empezó a sentirse ya un
poco mejor. Después, muy despacio, los dos fueron adentrándose entre las
sombras de la noche.
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