EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA



"Fotografiar es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón. Es una forma de vida." Estas palabras del famoso fotógrafo francés Henry Cartier-Bresson, uno de los fundadores de la famosa agencia Magnun de fotografía en 1947, definirían a la perfección lo que para mí es la fotografía. Cuando vas a captar una imagen con tu cámara, el pensamiento, la mirada y el sentimiento se combinan hasta el punto de que es difícil muchas veces saber qué porcentaje hay de cada uno de ellos en la toma. Si falla el pensamiento, la técnica fotográfica se resiente, y si es el sentimiento lo que falta, por muy buena que sea la fotografía, ésta no deja de ser algo frío, sin alma, sin historia. Pero si en definitiva es la mirada lo que falta, falta todo, y entonces ni la fotografía es buena técnicamente hablando, ni hay detrás de ella una historia que contar.

Estas fotografías se aderezan, en su columna central, con un apartado dedicado también a la creación, pero en este caso, a la creación literaria, Se trata de algunos relatos, y en alguna ocasión también algún poema, que mantienes una cosa en común: aunque algunos de ellos han sido premiados en diferentes certámenes literarios, y en ocasiones pueden haber sido publicados en diferentes revistas y periódicos, la mayoría de ellos son inéditos, escritos después de mi único libro de cuentos, "Tratado de los espejos".

Finalmente, en la columna de la derecha, he querido presentar al lector algunos vídeos del portal de Youtube que he creído interesantes, o al menos , forman parte de mis intereses personales y estéticos. Al contrario de lo que pasa con las otras dos columnas de la página, ninguno de ellos han sido realizados por mí, pero me parece interesante compartirlos en la página. Estos videos están agrupados en diferentes apartados.

Así, en la parte superior se agrupan los vídeos más intimistas, y en ella se incluyen algunas interpretaciones del genial músico conquense Arturo Martínez Barambio, amigo mío además de excelente guitarrista, así como diferentes colaboraciones con la asociación Bailando la Vida, en beneficio de diferentes iniciativas de carácter benéfico, principalmente en apoyo de la lucha contra el cáncer de mama.

Las siguientes secciones corresponden a otros aspectos igualmente de mi interés personal: diferentes video-mappings proyectados sobre algunos monumentos conquenses, catedral y ayuntamiento; vídeos promocionales de Cuenca o de su Semana Senta, o vídeos históricos, destacando en este sentido la película que el destacado director y realizador de cine Carlos Saura realizó sobre Cuenca en 1958. Relacionado con este tema está también el siguiente apartado de la columna, dedicado a visualizar algunas escenas de diferentes películas, españolas y extranjeras, que al menos en parte, fueron rodadas en Cuenca o su provincia; lógicamente, no se van a exponer las películas completas, sino una selección de sus escenas más íntimamente ligadas con nuestra geografía, primando además, por otra parte, aquellos aspectos que mejor describan el argumento o las características del filme. Finalmente, se aportará también algunas grabaciones sobre el pueblo de Navalón.



martes, 29 de diciembre de 2020

El caso de la tabla flamenca

 

 

Estaba ya a punto de cerrar el museo y sus salas, por lo menos las salas de aquella zona del edificio, se hallaban vacías. En realidad, casi siempre estaban medio vacías, porque se trataba de un museo pequeño, uno de esos museos alejados de las zonas más o menos conocidas por los grupos de turistas que a diario visitan Madrid, sobre todo en los meses de verano, uno de esos museos poco conocidos pero que, sin embargo, suelen atesorar en su interior alguna tabla interesante o una escultura de algún artista famoso, humildes obras de arte que si algún museo de importancia, como el Prado o el Thyssen no pasarían de ser una pieza más en una colección maravillosa, en un museo como era éste, pequeño y desconocido, se convierten en algo parecido a la joya de la colección. Obras de arte que, desde luego, hacen las delicias de los especialistas que se acercan por el museo, o de algún que otro aficionado más culto que el resto de los visitantes, y que aquí, más que en el Prado o en el Thyssen, se pueden admirar con mucha más intimidad y recogimiento.

Sí, casi siempre estaban vacías las salas del museo, pero ahora, cuando los escasos vigilantes que cuidaban de su seguridad estaban empezando ya a hacer la ronda para echar a la visitantes más rezagados, las salas estaban aún más desamparadas. Por ello, nadie podía ya admirar en aquellos momentos el cuadro que ocupaba la parte central de una de aquellas habitaciones, un  cuadro especial, que había sido pintado por uno de esos artistas de la escuela flamenca del siglo XV que sobre todo en los últimos años tanto han sido revalorizados por los historiadores de arte, pero que muchas veces sus nombres han pasado desapercibidos por la crítica en general. Nombres anónimos que se resisten a morir entre el polvo de los siglos, y que en algunas ocasiones, un viejo contrato descubierto en un oscuro archivo parroquial o una restauración cuidadosa de alguna de sus piezas, les hace renacer para siempre. Uno de esos cuadros de estilo realista y puntilloso, en los que el tema religioso y el retrato social se unen para dar vida a una escena que puede representar algún momento de la vida de Jesucristo, pero que refleja también un período concreto de la historia y un paisaje, el momento y el paisaje en los que vivió el hombre que acertó a pintar el cuadro. Un cuadro que, sin ser demasiado conocido por el público en general, haría las delicias de cualquier colección de arte que se precie como tal.

Y porque la sala se hallaba casi vacía, nadie pudo darse cuenta de que cierto hombre joven, un poco alto, se acercaba a ese cuadro con aire misterioso. Nada de su aspecto físico hacía sospechar de su presencia. Vestía de una manera elegante, pero al mismo tiempo cómoda, con el aspecto de uno de esos profesores de universidad que saben que la cátedra les sitúa un paso por encima del resto de los mortales, por encima de todas esas personas que, simplemente por moda o por el deseo de acumular una cultura, unos conocimientos, que a ellos no les sirven para nada, visitan monumentos artísticos o museos de todo el mundo como si visitaran un restaurante de lujo o un campo de fútbol. Escrupulosamente afeitado, nada en su aspecto externo podía resultar sospechoso a cualquier espectador fortuito, salvo la amplia gabardina que llevaba sobre el traje, una gabardina que podría resultar extraña sobre todo en un día como aquél, en el que ni siquiera podía apreciarse una sola nube reinando sobre el cielo azul celeste.

Ese hombre esperó la llegada del vigilante que cuidaba de aquella zona del museo, y cuando éste le indicó que debía de marcharse, que el museo estaba ya a punto de cerrar, después de haberle dado las gracias por la información y de hacer un ligero además de abandonar la sala, el hombre volvió sobre sus pasos y se dirigió de nuevo hacia el lugar en el que se encontraba aquella tabla de la escuela flamenca, como si lo que pretendiera fuera echar un último vistazo a aquella joya de la pintura europea. Mientras tanto, el vigilante había seguido avanzando hacia la salida, echando de las salas sucesivas a otros turistas rezagados, y por ello no pudo darse cuenta del apresurado movimiento de ese hombre de traje gris quien, cuando estaba seguro de que ya nadie podía verle, de manera apresurada pero a la vez tranquila, muy tranquila, descolgó el cuadro y se lo escondió debajo de su chaqueta, ocultándolo entre los amplios faldones de la gabardina. Las escasas dimensiones de la tabla y la falta de marco facilitaron ese movimiento.

Ya sólo le quedaba un último paso para terminar con éxito aquella maniobra. El mismo hombre que le había encargado el robo de la tabla le había dicho que aquella operación no le debería resultar demasiado complicada, que aquel museo no contaba con excepcionales medidas de seguridad, que no había detectores de movimientos ni rayos infrarrojos, como en las películas de Hollywood, que ni siquiera había cámaras escondidas porque se trataba de un museo pequeño con un presupuesto escaso; sólo dos vigilantes sin experiencia, de edad madura y aspecto cansado, y una alarma que se conectaba todos los días cuando el museo cerraba al público y se volvía a desconectar al día siguiente, poco antes de empezar a recibir a los visitantes de la nueva jornada. Él había comprobado todo lo que aquel hombre le había dicho durante el último mes, un mes completo durante el que había estado acudiendo todos los días, vestido siempre de manera diferente al día anterior, unas veces pulcramente afeitado y otras veces con bigote o con barba de tres o cuatro días, teñido a veces de rubio y otras veces de moreno, con el fin de no levantar sospechas entre aquellos dos vigilantes de plantilla. Y durante todo aquel mes pudo darse cuenta de que ni siquiera en la puerta de salida la vigilancia se hacía un poco más cuidadosa, y que tal y como le había prometido la persona que le había encargado llevar a cabo el robo, no le debería resultar demasiado complicado esconder el cuadro debajo de su propia gabardina. Tan sólo tenía que ser capaz de mantener un poco la calma mientras abandonaba el edificio.

El hombre saludó amablemente a la mujer que estaba esperándole en la salida para poder cerrar la puerta del museo, y respiró mucho más aliviado cuando se hallaba por fin en el exterior de aquel recinto. El aire viciado de Madrid, demasiado caliente por la época del año en que se encontraban, el pleno verano, y también por el humo de los coches, le permitió recobrar por un momento el aplomo que había perdido en el instante de salir de aquel edificio. Sabía que lo peor ya había pasado, que lo único que le quedaba por hacer era acudir a la cita con el hombre aquél que había acudido a su encuentro cuatro meses antes con el fin de encargarle aquel trabajo, encontrarse con él en el lugar que el otro le había indicado y entregarle el paquete, que ahora le quemaba por debajo de la gabardina; entregarle el paquete, y recibir a cambio aquel dinero que ese hombre le había prometido. Con mucha naturalidad, sacó el cuadro que aún mantenía escondido y siguió caminando, ahora con el cuadro debajo del brazo, a la vista de todo el mundo, hasta una parada de taxis que se hallaba muy cerca de allí. Nunca se dio cuenta de que las cámaras de seguridad de un bar cercano al museo habían grabado su presencia.

 

Habían transcurrido varios días desde entonces, y el robo del museo seguía siendo un misterio para la opinión pública. El museo había pasado a ocupar unos pocos segundos en los noticiarios del día siguiente, o algún pequeño artículo a una sola columna en algunos diarios, pero a nivel periodístico todo había sido olvidado en unos pocos días. Sin embargo, a nivel de la calle, el robo siguió siendo tema relevante de conversación durante unos días. Se hacían corrillos comentando lo extraño del suceso, cómo era posible que nadie se hubiera dado cuenta del robo del museo hasta la apertura del mismo, al día siguiente, o la posibilidad de que alguno de los propios trabajadores del museo pudiera tener algo que ver en el asunto. Cuando Jamete recibió la visita de Picavea, cuatro días después de los hechos, aquellos comentarios estaban por fin empezando a remitir, sustituidos por otras noticias más actuales y más interesantes para la opinión pública.

-              He venido de nuevo para pedirte tu ayuda –le decía el inspector al detective, con una taza de café humeante entre las manos-. Se trata del famoso robo en un museo de hace unos días, precisamente muy cerca de aquí. Supongo que estarás al corriente del asunto.

-              Algo he oído, aunque no es un tema que me interese demasiado. Quiero decir, salvo por el hecho de que considero que el mejor lugar para conservar una obra de arte es la sala de un museo, donde puede ser contemplada y admirada por todo el que lo desee. No entiendo a ese tipo de coleccionistas que, cuando se encaprichan de una joya o de una obra de arte, desean a toda costa hacerse con ella, aunque luego ni siquiera puedan decirle a nadie que la tienen, y se conforman con saber que son la única persona que puede verla a su antojo, puesto que la tienen escondida en algún lugar del que nunca la podrán sacar. Para mí, ese tipo de coleccionista no deja de ser algo parecido a un voyeur del arte… Pero dime: ¿Por qué uno de los principales criminalistas de nuestra policía, un inspector de la brigada de homicidios como tú, se rebaja a investigar un extraño robo en un pequeño museo?

-              Sí. Ya sé que resulta curioso el hecho de que, mientras tenemos a algún asesino suelto por la calle, yo tengo que perder mi tiempo en un caso como éste, que en realidad no es de mi competencia. Pero lo cierto es que el dueño de ese museo es amigo de mi comisario, y que aquél le ha pedido que haga todo lo posible por encontrar ese cuadro, que andan en juego las relaciones de ese hombre con las altas jerarquías del Ministerio de Cultura. Y el comisario me ha endosado a mí ese favor que él mismo está dispuesto a hacer en beneficio de su propia carrera.

-              Sabes que el robo no es mi especialidad, que yo me muevo mejor con asesinos sin entrañas de los bajos fondos o con homicidas cuidadosos, especialistas en toda clase de tóxicos, que con ladrones de guante blanco, pero haré lo que pueda. Este caso, además, me ayudará a descansar por unos días del color rojo de la sangre.

-              Bien. Sabía que podría contar con tu ayuda. ¿Tienes por aquí una televisión o algo parecido? Quiero enseñarte algo.

-              Puedes utilizar si quieres este aparato. Reproduce todo tipo de vídeos.

Jamete le había señalado su propio ordenador, que ahora reposaba apagado, con la pantalla en negro, en uno de los extremos de la mesa de escritorio. El inspector sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta un disco de color plateado y lo introdujo en el lector del ordenador. En pocos segundos apareció en la pantalla la imagen borrosa, pero segura, de un hombre alto, que vestía una gabardina de color beige y llevaba bajo el brazo un cuadro de no excesivas dimensiones. Los detalles de ese cuadro aparecían demasiado borrosas, mal definidas, tanto que Jamete no llegaba a apreciar con exactitud si se trataba de un paisaje, un bodegón, o de algún asunto de temática religiosa, pero comprendió que ese cuadro era el que se habían llevado del museo unos días antes, y que ese hombre era el mismo que había robado el cuadro. Picavea interrumpió la secuencia de las imágenes con un leve movimiento de su dedo índice y habló de nuevo.

-              Me parece un poco absurda esa manera de sacar escondido un cuadro importante de un museo, escondido debajo de una triste gabardina en un día de verano. Y sobre todo, la forma de trasladarlo después, tranquilamente, a la vista de todo el mundo, debajo del brazo, y ni siquiera envuelto en algo que pueda ocultarlo a los ojos de la gente. No me negarás que la escena parece sacada de una película de esas surrealistas.

-              No te lo creas. Si lo miras bien, es lo más lógico. Cuando haces las cosas con naturalidad, es muy difícil que nadie pueda sospechar que en realidad estás trabajando de forma estudiada. La mejor forma de transportar un cuadro valioso, aunque éste haya sido robado, más aún si ese cuadro ha sido robado, es llevándolo como si nada debajo del brazo, a la vista de la gente. Ésta tiende a pensar entonces que en realidad no se trata de un cuadro tan valioso, sino uno más de esos muchos que abundan en la numerosas salas de exposiciones que hay abiertas en todos los barrios de Madrid, o en todo caso, una copia más o menos conseguida de un lienzo antiguo, y el asunto no le llama la atención. Es como cuando quieres esconder un puñado de diamantes. Donde mejor se pueden esconder esos diamantes no es en una caja fuerte, ni entre las joyas de una de esas ricachonas que viven en algunas urbanizaciones de chalets al norte de la ciudad, sino camuflado entre el grueso cristal de un vaso de güisqui, de esos vasos que suelens estar adornados con picos en punta y que dificultan la visibilidad de lo que hay en el interior, o entre las lágrimas colgantes de una lámpara de cristal de roca.

-              Quizá tengas razón, pero resulta extraño pensar de ese modo. Como también resulta extraño pensar que un museo que atesora preciosas obras de arte no cuente con las mínimas condiciones de seguridad para evitar que alguien pueda entrar y hacerse con una de sus piezas.

-              Algunas veces suceden cosas sin sentido como esa. Hace tan sólo unos días, alguien entró en la catedral de Santiago de Compostela y se llevó un objeto valioso, mucho más valioso incluso que ese cuadro. Se trataba de un códice único de siete u ocho siglos de antigüedad, la primera guía de viajes escrita en el mundo occidental. Lo guardaban en una cámara acorazada que se hallaba en una de las esquinas del atrio de la catedral, en una zona a la que tenían acceso muy pocas personas, tan sólo los propios encargados de su custodia y, siempre con la autorización de ellos mismos, algún que otro investigador de prestigio. De la llave que abre y cierra la cámara acorazada sólo existían tres copias, que estaban siempre en poder del director del archivo y de sus dos colaboradores más íntimos. Pues bien, parece ser que a una de esas tres personas se le olvidó la llave dentro de la cerradura, y alguien que estaba por allí, y que no debía haber estado, abrió la puerta de acceso y se llevó el códice. ¿Qué piensas sobre esto? ¿No te resulta también extraño?

Cuando terminaron de pasar los veintipocos segundos que tenía la grabación que había tomado la cámara de seguridad de una cafetería lujosa cercana al museo, Jamete buscó con un programa de edición de vídeos un fotograma concreto de aquella película, el fotograma en el que aparecía con una claridad relativa, sólo relativa, la imagen del hombre que se había llevado de una de sus salas aquella tabla flamenca. Y después de transformar el fotograma en una fotografía aislada más o menos clara, la imprimió, y después buscó en internet, para imprimirla, una imagen mucho más definida del cuadro robado. Dejó entonces sobre la mesa de trabajo las dos hojas de papel que la impresora había escupido por su boca estrecha, y después acompañó al policía hasta la calle.

-              Veré lo que puedo hacer por ti. Pero debes entender que los ladrones son mucho más escurridizos que los asesinos porque estos, conscientes como son de la gravedad del delito cometido, tienden a ponerse nerviosos, a cometer errores que terminan por ponerles al descubierto. Los ladrones, sin embargo, suelen ser más cuidadosos, como unos jugadores de ajedrez escondiendo siempre su jugada tras unos movimientos aparentemente torpes que en realidad sólo buscan desarmar al adversario.

Pero en cuanto Picavea abandonó la casa del detective, éste se puso a indagar otra vez en diferentes páginas de internet especializadas en crítica de arte y en coleccionismo. Buscó primero en algunas páginas que se dedicaban a la venta de cuadros y de joyas por catálogo, y en otras dedicadas a subastar piezas originales en línea, aunque sabía que en realidad todas esas páginas no le iban a proporcionar ninguna información interesante; era ilógico suponer que el cuadro robado pudiera estar tan pronto en los listados de venta, cuando apenas habían transcurrido unos pocos días desde su desaparición y el robo era todavía un tema recurrente en los corrillos relacionados con el asunto. Buscó también en las páginas personales de algunos coleccionistas y marchantes de arte, intentando encontrar sobre todo los nombres de algunas colecciones especializadas sobre todo en la escuela flamenca del primer renacimiento o en la pintura del siglo XV, ese período de tiempo en el que los temas y los conceptos del gótico estaban empezando a desaparecer en buena parte de Europa, sustituidos por un incipiente renacimiento que sobre todo en Italia, pero también en el norte, ya se había empezado a desarrollar. Cuando encontró por fin un nombre que empezó a decirle algo llamó a Nicoletta para solicitarle, una vez más, su colaboración.

-              Necesito que acudas a esta dirección –le conminó a la chica, a la vez que le entregaba tres hojas de papel impreso; en la primera de ellas estaba escrita la dirección aludida-. La primera de esas hojas es la carta de presentación de una galería importante en  la que también los buenos clientes pueden adquirir algunas antigüedades de cierto valor que, en efecto, suelen ser realmente antiguas. Las otras dos fotos son la de un cuadro valioso, robado últimamente de un pequeño museo, y la persona que, parece ser, se encargó de robarla. Necesito que acudas a la galería y te hagas pasar por una periodista especializada en crítica de arte, o quizá mejor en una estudiosa, una investigadora que puede estar realizando su tesis doctoral en algún terma relacionado con la pintura flamenca del siglo XV. Cuando creas que ha llegado el momento oportuno, deberás interesarte por este cuadro, pero intentando que el otro no llegue a sospechar de ti. En tus manos, sólo en tus manos, dejo esta parte de la investigación.

 

Vestida con un traje de chaqueta levemente escotado y una falda que le llegaba justo por encima de la rodilla, con unos zapatos de tacón elegantes y sobrios, y el pelo suelto a la altura del hombro, con el aire de una estudiante de edad ya un poco avanzada, una de esas estudiantes que estuvieran compatibilizando su trabajo, quizá dando clases en un instituto difícil, con sus propios estudios de doctorado, Nicoletta se hallaba media hora más tarde ante la puerta de una lujosa galería de arte que estaba situada en la zona más lujosa del Madrid comercial, muy cerca del cruce entre las calles Goya y Velázquez. Era una de esas tiendas que siempre permanecen cerradas, ocultando a los curiosos que lo único que pretenden es perder el tiempo, el suyo y el de los propietarios de la galería, verdaderas joyas de arte que son sólo accesibles a unos pocos aficionados con dinero. Cuando pulsó el timbre, uno de los empleados de la tienda, cuidadosamente vestido con un traje de twid, salió a abrirle la puerta.

-              Siento molestarles. Soy alumna del profesor Varela. Creo que le conocen, o al menos han debido oír hablar de él, pues quizá sea el más reputado en la escuela pictórica del norte de Europa durante el último gótico y el primer renacimiento, y creo que en esta casa se precian de tener una buena representación de esa escuela entre sus paredes, ¿no es así? El profesor me ha dicho que quizá pudieran ayudarme en algunos puntos de mi investigación que aún permanecen oscuros.

Nicoletta sabía que se había jugado una carta demasiado arriesgada, pero sabía también que la apuesta ya estaba hecha, y que no había vuelta atrás si no quería que el otro se diera cuenta de que iba de farol. El hombre que le había abierto la puerta de cristal podía ahora cerrarla en sus narices, impidiéndole hablar con el dueño de la galería, que era lo que en realidad ella pretendía. Incluso en el caso de que el otro le facilitara la entrada, o que incluso le acompañara al despacho del propietario, él podría intentar aprovechar cualquier momento que ella le dejara sólo para intentar hablar con el profesor y comprobar la versión que la chica le había dado. Sin embargo, al menos por el momento el hombre no dio muestras de hacerlo. Ella no sabía si aquello se debía por su presencia, hermosa y elegante al mismo tiempo, o si sería por el prestigio que tenía aquel estudioso que ella le había dado, pero el caso es que la persona que le había abierto la puerta volvió a cerrarla, esta vez detrás de ella, y le conminó a seguirle hasta el despacho de su jefe. Una vez que ambos estuvieron frente a la oficina, el hombre le detuvo.

-              Espere aquí unos segundos. No sé si el señor Artigues podrá atenderle en este momento.

Pocos segundos después, el hombre de la chaqueta de twid volvió a salir del despacho, y con un gesto amable le invitó a entrar en él.

La persona que estaba sentada al otro lado de la mesa, y que con  un gesto leve de su mano derecha le obligó a sentarse frente a él, era un hombre bajo y regordete, con gafas levemente oscuras que, sin embargo, tapaban unos ojos verdes de miope. Desde luego, no se trataba del mismo hombre que aparecía en la fotografía que el detective le había entregado. Tampoco lo pensaba cuando se decidió a entrar en aquel lugar lujoso; estaba segura de que, en el caso dudoso de que pudiera haber tenido algo que ver con el robo de la tabla, ese hombre habría utilizado sin duda la mediación de otra persona, pues sabía que nadie que tuviera una posición respetable en el difícil y selectivo mundo del arte, y Nicolás Artigues lo tenía, se arriesgaría a participar de manera directa en una operación de esas características.

De manera consciente, Nicoletta condujo en primer lugar la conversación hacia el arte del siglo XX, porque ella se había dado cuenta nada más entrar en la tienda que una de las colecciones más características de la galería era la correspondiente a esa etapa de la historia del arte. Hablaron del pop art, y de lo que este estilo había representado para la pintura de la segunda mitad del siglo anterior, y hablaron sobre todo de los dos mayores representantes de este estilo, de Roy Litchestein y de Andy Warhol. Hablaron también de la escuela de Londres y de Lucien Freud, recientemente fallecido, y de las últimas corrientes de la pintura. Sólo después, cuando Nicoletta consideró que ya era el momento adecuado, pasaron a hablar de la escuela flamenca del renacimiento.

Hablaron de Van Dyck y de Peter Brueghel. Hablaron de Gerard David y de sus hermosos calvarios, con la piel tan blanca de sus cristos muertos resaltando sobre la filigrana y el detalle colorista de los ropajes de los otros personajes. Hablaron de lo difícil que resultaba poder ver en España cuadros realmente buenos de los grandes maestros flamencos, salvo en algunos museos importantes o en colecciones privadas especializadas. Y ante las palabras pronunciadas por ella, a ese hombre le asomó a los ojos miopes una mirada de orgullo que le hizo mostrarse por primera vez demasiado confiado.

-              Ven, por favor. Quiero enseñarte algo.

El hombre condujo a Nicoletta, primero por un pasillo estrecho, adornado a un lado y a otro con cuadros de reducidas dimensiones, y también de pocas pretensiones, como si el dueño de la tienda supiera que aquel lugar era demasiado estrecho como para instalar allí verdaderas obras de arte; porque, en efecto, no había en aquella parte de la tienda el espacio suficiente como para contemplar con la distancia debida un lienzo de dimensiones regulares. Después, y a través de una escalera empinada, le llevó hasta el piso superior de la tienda, allí donde el espacio había recuperado las dimensiones adecuadas para disfrutar del arte.

No tardó demasiado tiempo en darse cuenta de qué era aquello que el otro quería enseñarle. En realidad, se dio cuenta apenas había desembocado en aquella habitación desde el último de los escalones. Aquel cuadro le resultaba conocido, porque en realidad se trataba, estaba segura de ello, del mismo cuadro que aparecía en la tercera de las hojas que Jamete le había proporcionado en el momento de encargarle aquel trabajo. En ese momento no quería sacar aquella hoja, con el fin de no levantar sospechas en su interlocutor, pero en realidad tampoco lo necesitaba. Además, quería mostrarse relativamente evasiva, como si el cuadro apenas le importara. Sin embargo, fue precisamente el hombre que estaba frente a ella quien trajo a colación el asunto del robo de museo.

-              Seguramente este cuadro te resultará conocido, pues ha saltado en los últimos días a las televisiones y a todos los medios de comunicación. Un cuadro exactamente igual a éste es el que fue robado en el museo. Por supuesto, no estamos hablando del mismo cuadro, sino de uno igual a éste, el original del cual éste es sólo una copia –el hombre miró a Nicoletta a los ojos, como si pretendiera examinar hasta qué punto la chica se creía sus palabras-. Como digo, este cuadro es una copia fiel de la tabla robada, una copia tan buena, tan exacta, que casi es una de las piezas más interesantes de mi colección particular. La tengo aquí colgada porque, al ser una copia, no puedo venderlo junto a esos originales que hay en el piso de abajo. Pero cuando estoy cansado me gusta acercarme por aquí y perder un poco de mi tiempo contemplando el exquisito colorido del cuadro, el trazo delicado que conforma toda la escenografía. ¿No crees tú también que se trata de una obra de arte excelente?

Nicoletta ya no contestó a las últimas palabras del marchante. Supo que por el momento ya no iba a conseguir mucho más de aquel hombre, que ya había obtenido información suficiente como para proporcionarle al detective un informe en alguna medida interesante de todo lo que había averiguado. Poniendo como excusa lo avanzado de la hora, pero prometiéndole al mismo tiempo que volvería a visitarle, salió de la tienda. Las sombras del atardecer ya habían empezado a caer pesadamente sobre las calles de Madrid.

 

Cuando Nicoletta llegaba a la casa del detective, éste se hallaba leyendo una de las novelas más desconocidas y extrañas de Agatha Christie, “La muerte de James Acroyd”. Dejó el volumen sobre la mesa mientras le hablaba a la chica.

-              Es curioso el mundo éste de la novela negra. Todo el mundo piensa que este tipo de libros tiene entre sus páginas muy poca literatura, que se trata de textos superficiales, poco escrupulosos con la narración, y con escasas, casi inexistentes, descripciones, y a menudo tienen razón. Pero lo cierto es que eso sucede, al menos en la actualidad, con todo tipo de relatos, con la novela histórica y con la novela romántica, o con la novela social incluso. Y también es cierto que algunas novelas negras son verdaderos tratados sobre la sicología de los personajes. Lo que importa en realidad no es el género al que pertenece una novela concreta, sino si se trata de un buen libro o de un texto del montón, un libro que te haga pensar o que sólo te entretenga. Incluso si se trata de uno de esos libros que sólo te entretiene, el libro puede ser maravilloso si está bien escrito. Lo que pasa es que muchas veces la gente habla sin saber el asunto del que habla, y meten a todas estas novelas en un mismo saco, sin conocer por ejemplo las diferencias que existen entre lo que se llama novela enigma, tipo de Conan Doyle y de Agatha Christie, incluso de Gordon Pym, con lo que se ha venido a denominar estrictamente novela negra, la que escriben los grandes maestros americanos, como Dashiell Hammet o Stanley Gardner, o en el caso español Juan Madrid o Jorge Martínez Reverte. Ésta, por ejemplo, es un guiño al lector, que nunca llegará a darse cuenta de que el verdadero asesino es el propio narrador de la historia hasta que el libro está a punto de terminarse.

La chica, acostumbrada como estaba a las disquisiciones de su jefe sobre la novela negra y sobre otros asuntos relacionados con el crimen, asintió a sus palabras y casi sin darse cuenta, intentó llevar la conversación a su propio terreno, el del caso al que en ese momento se estaban enfrentando. Por su parte el detective, que sin duda se dio cuenta de que la joven podía ser mensajera de noticias interesantes se dejó conducir al terreno que Nicoletta le presentaba sin ninguna dificultad. Los dos permanecieron sentados durante diez o quince minutos, ella hablando sin parar, el hombre escuchando atentamente las palabras de la chica. Y cuando por fin ella terminó de contarle todo lo que le había sucedido dentro de la galería de arte, Jamete dejó pasar en absoluto silencio otros dos o tres minutos, como reflexionando sobre lo que ella acababa de decirle, y sólo intervino para hacerle una única pregunta.

-              Bien, dime. ¿Qué posibilidades hay de que ese cuadro sea en realidad una copia? ¿Estás segura de que no se trata del mismo cuadro robado?

-              No estoy segura, pero podría ser el mismo. Pero en ese caso, ¿por qué me lo ha enseñado? ¿Sabría él que lo que yo en realidad estaba buscando era esa tabla? Y en ese caso lo más lógico, lo más provechoso para él mismo, hubiera sido, sin duda, mantenerla escondida lejos de mi alcance, evitar ponerme sobre la pista de ella.

-              Quizá lo que pretendiera en realidad fuera eso, espiar tu rostro cuando supieras que él tenía el cuadro, ponerte de alguna manera al descubierto. Además, tienes que tener en cuenta que ese tipo de coleccionista no deja de ser eso, un exhibicionista, un voyeur, que sólo le mantiene ante los demás, sobre todo ante otro coleccionista o ante un conocedor serio de lo que va a exponer, aquél que de verdad puede apreciar su verdadero valor, el deseo inconfesable de mostrar sus secretos más ocultos, todo eso que saben que es valioso pero que sólo les pertenece a ellos. Pero en realidad, lo único que les mueve a ello no es compartir esas obras de arte con el resto de las personas, sino el más humano de los deseos, humano porque es típico del hombre, no por otra cosa: destacar por encima de los otros.

-              Sí, pero en realidad sigo sin comprenderlo muy bien. Con ese comportamiento, él mismo se pone en peligro de ser descubierto.

-              Piensa que enseñándolo de ese modo, tan a las claras, puede creer que alejará de nosotros la sospecha sobre su galería, y en parte no deja de tener razón. Tú estás pensando ahora mismo que ese hombre no tiene nada que ver con el robo. Es lógico que si enseñas un cuadro valioso que acaba de ser robado, y después afirmas que se trata de una copia, todo el mundo pensará que eso es así, que el lienzo o la tabla no pueden ser el original. Pero recuerda que la persona que se llevó del museo esa obra de arte también se comportó en el momento de hacerlo con toda normalidad, paseándolo tranquilamente por las calles transitadas de Madrid, a la vista de todo el mundo. La persona que robó el cuadro, sea quien sea, es un verdadero profesional, y muy inteligente.

-              Pero el propietario de la galería me aseguró que estaba en posesión de esa copia desde hace algunos años, mucho antes que el robo. Y supongo que él tendrá documentación suficiente para demostrarlo Y por otra parte, según las imágenes de la cámara, el ladrón era un hombre alto, delgado, escrupulosamente afeitado, y sin embargo, ni la persona que me atendió en la tienda ni aquel otro hombre que fue a abrirme la puerta de la galería se parecían al de la fotografía. Uno era bajo y regordete, con gafas, y el otro tenía la cara muy redonda y el bigote demasiado poblado. Sé que también es muy posible que, en el caso de que cualquiera de los dos hubiera tenido algo que ver el robo, lo pudieron haber hecho por mediación de una tercera persona. Pero en ese caso, no nos será sencillo poder demostrarlo.

-              Tienes toda la razón. Pero recuerda que en toda investigación criminal, nunca debe uno dejarse llevar por las apariencias.

 

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Nicoletta se hallaba de nuevo ante la puerta de la galería que había visitado el día anterior, pero en esta ocasión iba acompañada por el propio Daniel Jamete. La curiosidad por ver con sus propios ojos aquella tabla de la que ella le había hablado le había hecho olvidar por una vez sus costumbres, su particular manera de trabajar en los casos, sin salir nunca, o casi nunca, de su propio despacho, y visitar del brazo de Nicoletta aquella lujosa galería de arte. Se había vestido para la ocasión con un traje de lino de color burdeos que le daba un aire burgués, y le hacía parecer uno de esos ricachones, clientes habituales de ese tipo de comercios, que utilizan el arte para evadir impuestos o blanquear el dinero negro que ganan con sus propios negocios, en ocasiones poco claros.

Pocos segundos después de que Nicoletta hubiera pulsado el timbre de la puerta, salió a abrirles otra vez esa misma persona que ya le había abierto el día anterior.

-              Le presento a mi esposo. Es propietario de un pequeño barco, dispuesto a invertir una parte de sus ganancias en arte –ella sabía que los patronos de los yates solían gastar grandes cantidades de dinero en obras de arte que nunca llegaban a sobrepasar el valor de lo que ellos mismos ofrecían a algunos marchantes sin escrúpulos-. Le hablé del cuadro que me enseñasteis ayer,  y sin verlo siquiera se enamoró tanto de él, que no ha querido dejar pasar más tiempo antes de venir a verlo él mismo. Ya le he dicho que no está en venta, pero seguro que está dispuesto a haceros una buena oferta.

Al hombre se le abrieron los ojos al darse cuenta de que su jefe podría encontrar nuevas vías para sus negocios en aquella pareja de edad madura, mucho más maduro desde luego el marido, pues podía darse cuenta de que él debía llevarle algunos años a la mujer. Y sabía que, cuando su jefe hacía negocios era feliz, y que cuando el otro era feliz, él mismo también lo era. Quizá su jefe no vendiera ese cuadro al hombre de negocios que acababa de llegar, que según él le había dicho ya tenía comprador para ese cuadro,  pero tenía claro que podría venderle cualquier otro de los que estaban expuestos en esa exposición.

Les hizo pasar hasta uno de los extremos de la galería, y Nicoletta se sorprendió al comprobar que la tabla que había visto el día anterior estaba colgada en un lugar distinto al del día anterior.

-              En cuanto usted se marchó ayer, el señor Artigues me hizo descolgarlo y colocarlo aquí. Creo que ha cambiado de opinión en cuanto al destino que pueda correr esa obra. Pueden esperar aquí, admirándola, mientras les anuncio su visita.

-              Sigo pensando que es muy arriesgado para ese hombre tener aquí expuesto un cuadro robado –comentó Nicoletta al detective cuando el otro les había dejado solos-. Es verdad que la mayor parte de los clientes que acuden a este lugar no serían capaces de diferenciar un cuadro original de la escuela flamenca de una copia reciente de ese mismo cuadro, pero a esta sala también acuden a veces especialistas y críticos de arte, y se supone que a esos profesionales del arte sería muy difícil de engañar. ¿No te parece?

-              Algunas veces, esos especialistas son precisamente los que con más facilidad pueden caer en la trampa, sobre todo si la trampa se la preparan de la manera adecuada, diciéndoles eso mismo que ellos desean oír, por ejemplo. Mis conocimientos en este tema son muy limitados, desde luego, y sólo puedo decir que, si en verdad se trata sólo de una copia, es una copia excelente…

Las palabras del investigador fueron  interrumpidas por la presencia, detrás de ellos del señor Artigues, el dueño de la galería, aunque Jamete, que se había dado cuenta de la presencia a su espalda de aquella sombra extraña, había dejado de hablar justo en ese momento. El hombre les llevó hasta su despacho, y allí Jamete y Artigues siguieron hablando de pintura, de pintura y de coleccionismo, durante dos o tres horas más. Nicoletta, que el día anterior había dado muestras de conocer el tema, mantuvo ahora el papel de la esposa silenciosa, porque se había dado cuenta de que en realidad al marchante, como a casi todos los marchantes, o al menos aquellos que acostumbrar a visitar todos los días restaurantes caros y lujosos en los que uno sólo se alimenta con diseño gastronómico, aquellos que se pueden dar el lujo de tener un yate inmenso atracado en los norays de un puerto deportivo de moda, siempre esperando el inicio de una nueva singladura, tan aburrida como la anterior, no le interesa en realidad el mundo del arte, sino sólo todo lo relativo al comercio de obras de arte.

Pero en un momento de la conversación, algo en el interior del detective, quizá su propio instinto, le había llevado a girar el cuello todo lo que podía, lo suficiente como para darse cuenta de que fuera de la habitación en la que se encontraban, al otro lado de ese muro de cristal que separaba la parte pública de la tienda de la zona privada del despacho, se hallaba un hombre alto, delgado, quizá la misma persona que había sido grabada por las cámaras cercanas al museo. Aunque Artigues no llegó a darse cuenta del movimiento del detective, Nicoletta si lo vio, y a ella también le dio tiempo a apreciar por segundos qué había sido lo que le había hecho volverse de esa forma a su jefe, mientras el hombre ya estaba empezando a abandonar el estrecho campo visual de los dos. El gesto de ella le confirmó al investigador en sus sospechas. Aguantaron con el comerciante aquella conversación trivial durante unos cinco o diez minutos, y después Jamete buscó una escusa y se despidió de él. Antes de hacerlo le prometió que volvería por allí pocos días más tarde, cuando hubieran decidido entre los dos, Artigues sabía que la decisión sólo iba a depender del hombre, que tipo de decoración combinaría mejor con la nueva casa que se estaban haciendo en la costa. La mano de Jamete se posó, amenazadora, sobre la mano fría, casi inerte, del marchante.

 

Ya en su propia casa, Jamete llamó por teléfono a Picavea. Y al día siguiente estaban los tres en el despacho de aquél, discutiendo sobre la estrategia que debían seguir a partir de ese momento. En aquel instante, Picavea se mostró por primera vez inflexible.

-              Vosotros dos ya habéis hecho lo suficiente; dejadlo ahora de nuestra parte. Empezaremos por investigar al dueño de la galería, intentar averiguar qué clase de contactos ha podido tener con otros casos similares a éste, o si está relacionado o no con la parte más sombría del mercado negro de las obras de arte. Y también, por supuesto, qué relación puede tener con ese hombre, al que visteis los dos ayer en su negocio, y quién es en realidad esa persona. Descubrir, en fin, si tiene al día sus pagos con el fisco. Podéis estar seguros que os tendré informados de todo lo que descubramos.

Dos días después Jamete tuvo una nueva visita de Picavea. El policía mantenía una sonrisa amplia, como seguro de sí mismo, y el detective supo que  el agente le llevaba información sobre como andaba el caso de la tabla robada. Cuando la chica hizo ademán de ir a abandonar el despacho de su jefe, Picavea la retuvo con un gesto de su mano.

-              Por favor, Nicoletta. Quiero que te quedes un momento con nosotros, pues el asunto también te interesa, y a nuestro amigo no le importará que tú también sepas lo que vengo a contaros. Gracias a vosotros dos, Nicolás Artigues, marchante de arte, propietario de la galería Boscán, ha sido detenido hace apenas una hora por el robo del cuadro del museo –esperó unos segundos antes de seguir para contemplar el rostro de sus dos amigos, y como lo dos lo mantuvieron por el momento inexpresivos, siguió hablando-. Parece ser que fue él quien ordenó ese robo. También ha sido detenido uno de sus empleados, sí, la persona a la que vosotros visteis ese día a través del cristal de su despacho, por haber sido el autor material del delito. En realidad creo que no se trata de un empleado fijo de la casa, sino que se le contrata a porcentaje cuando hay que realizar alguna tarea sucia, como un robo por ejemplo. Por cierto, también os voy a dar otra primicia: en este momento han sido enviados otros compañeros míos para proceder a la detención, en su propia casa, de un político importante, un alto cargo de la concejalía de cultura, o del propio ministerio, no lo sé con seguridad. Parece ser que fue él, precisamente él, quien le encargó a Artigues el robo de esa obra de arte única, y que ésta se encontraba en la galería a la espera de que llegara el momento adecuado para que se hiciera la entrega.

-              Está bien que algunas veces se puedan esclarecer los casos con tanta facilidad, aunque en esta ocasión todo haya sido fruto en parte de la mera casualidad –dijo ella.

-              No te equivoques, Nicoletta –ahora era el propio Jamete el que hablaba-. Quizá la casualidad no exista, y a lo que en algunas ocasiones se llama casualidad es realidad el resultado de un trabajo bien hecho. De un trabajo bien hecho, no debes olvidarlo, por ti. Porque aunque tú misma pensabas que te creías lo que ese hombre te había contado, en realidad no estabas segura de ello, y por eso viniste ese mismo día a contarme lo que él te había dicho, porque pensabas que era necesario que yo lo investigara.

 

jueves, 24 de diciembre de 2020

La cita

 

Cuando Elisa se bajó del taxi que le había llevado hasta allí, una ciudad distinta, diferente a todo lo que había visto hasta entonces, se extendió por primera vez ante sus ojos asombrados. No era en realidad que ella no hubiera estado nunca antes en aquella zona de la ciudad, pues sabía que esas mismas calles por las que ahora paseaba y habían sido holladas por sus pies con anterioridad algunas veces. Pero en aquellas ocasiones siempre había sido de día, cuando el sol abrasador golpeaba con pesadez sobre los edificios y calentaba el asfalto, y ahora las sombras nocturnas se abatían sobre esas mismas casas de ocho, incluso de diez pisos de altura, envolviéndolo todo con un ambiente lóbrego, casi trágico.

Ahora, fuera ya de la seguridad que hasta unos pocos minutos le había ofrecido aquel vehículo que ya se había ido, pensó por primera vez en si había hecho bien al aceptar aquella cita, y sólo con el fin de procurarse un poco de seguridad en sí misma, intentó estirar por debajo la tela de la pequeña minifalda, que apenas era capaz de taparle la parte superior de los muslos. Pero aquello era una tarea imposible, lo sabía, y ahora se sentía incómoda con la ropa que ella misma había elegido para vestirse aquella noche. ¿Qué le había movido a colocarse sobre su cuerpo frágil aquel vestido, casi mínimo, que apenas podía taparle una parte reducida de su cuerpo? ¿Qué le había movido a colocarse en los pies aquellas sandalias de tacón pronunciado, cuando sabía que con ellas sus pasos se hacían demasiado inseguros y provocativos? Pero apenas fue un instante el tiempo que perdió en terminar de alejar de su cabeza aquellos pensamientos. Después, soñando con que aquella noche iba a ser inolvidable, con una seguridad en sí misma renovada, se adentró despacio entre las sombras.

No había caminado apenas veinte o treinta metros cuando llegó por fin al lugar de aquella cita. Era un hotel enorme, de cinco estrellas, de largos y anchos pasillos en los que nadie te preguntaba nunca a dónde ibas cuando se encontraba contigo porque En realidad nunca nadie te veía, porque todo el mundo cruzaba esos pasillos con el alma tan ciega como en unos grandes almacenes. ¿Cómo es posible intentar controlar a quién entra y a quién sale en un edificio como esos, en el que las habitaciones se contaban por centenares, y todo el mundo anda con prisas por llegar al final del laberinto? Sí, en un hotel como ese ellos dos pasarían fácilmente desapercibidos, y nadie podría estropearles aquel primer encuentro real, más allá de las pantallas de cristal de sus ordenadores respectivos.

Aún así, pensó que Andrés había tenido una buena idea al haber quedado con ella precisamente en el bar del hotel. Si hubieran quedado directamente en una de esas habitaciones que se extendían a un lado y a otro de los pasillos de los pisos superiores, ella habría tenido que dar su nombre al recepcionista, y no estaba segura de poder evitar  que sus nervios afloraran al exterior en ese instante. Era probable, además, de que se hubiera visto obligada a mostrar su documentación al hombre que le miraría con curiosidad desde el otro lado del mostrador, y seguramente a él le hubiera extrañado que una chica de dieciséis años se encontrara sola allí, a esas horas avanzadas de la noche, solicitando una habitación en un hotel tan caro como ese. Sí; había sido una buena idea que ella le esperara tomándose una copa en el bar; a fin de cuentas, con aquel vestido y aquel abundante maquillaje parecía algunos años mayor, y los camareros de los bares casi nunca piden la documentación a ninguno de sus clientes.

Encontró el bar al final de uno de esos pasadizos. A pesar de lo avanzado de la hora, aún permanecían, sentados a las mesas o de pie junto a la barra, los últimos clientes, nueve o diez solitarios bebedores noctámbulos, que dejaron de beber por un instante en el momento en que ella entraba por la puerta y cruzaba, a grandes pasos, hasta el rincón más alejado de la sala, escondido de miradas curiosas. Y cuando se sentó, mientras esperaba a que el único camarero del bar fuera hasta su mesa para preguntarle lo que tomaría, Elisa intentó una vez más estirarse la minifalda, porque ella aún sentía los ojos de algunos de esos hombres clavándose en algún rincón de su cuerpo, entre las piernas o en el busto. Deseó en su interior que llegara pronto ese hombre a quien estaba esperando, pero al mismo tiempo, cuando se acostumbró a aquella sensación extraña, empezó a sentirse cómoda al saber que aquellos borrachos le miraban.

- Estaba a punto de cerrar, pero supongo que aún hay tiempo para una última copa. ¿Qué desea tomar la señorita?

Ella sintió entonces como el camarero también le miraba, pero nunca supo si tras aquellas palabras había alguna señal de burla o de ironía. Pensó por un momento lo que debía pedir. No iba a ser la primera vez que probaría alguna bebida alcohólica, desde luego. Por las tardes, cuando hacía botellón con su pandilla de amigos, solía beber cerveza, incluso vino, y algunas veces mezclaba ron con cocacola, pero aquella noche quería que fuera diferente; quería marcar su territorio desde ese mismo momento bebiendo algo diferente, más sofisticado. Por eso, sólo por eso, solicitó del camarero un combinado más acorde con la nueva situación que se había creado a su alrededor. Pronunció aquellas dos palabras, dry martini, sin saber si en realidad le gustaría el sabor un tanto amargo de aquella bebida, sin tener una idea siquiera aproximada de los componentes que la conformaban.

El tiempo pasaba lentamente, marcado apenas por los pequeños sorbos de su dry martini, tan pequeños y tan espaciados que el nivel parecía que apenas se había reducido. Así, un cuarto de hora más tarde la copa permanecía casi intacta cuando había entrado en el bar un hombre de edad madura, con un pequeño bigote surcándole el labio superior, que apenas miró hacia el lugar donde ella se encontraba un breve instante antes de pedirle al camarero una copa de ginebra, de la que sólo llegó a probar un pequeño trago. Después, mientras Elisa ya había empezado a pensar que Andrés no acudiría aquella noche a esa cita, que todo había sido en realidad una broma de mal gusto, vio como ese hombre caminaba despacio hacia el mismo lugar en el que ella se encontraba, y ella empezó a asustarse.

A Elisa le dio un vuelco el corazón cuando el otro se identificó como policía. ¿Qué pasaría si ese hombre le pedía la documentación y se daba cuenta de que era una menor de edad? Había soñado que esa noche sería inolvidable, y ahora se daba cuenta de que su sueño estaba a punto de convertirse en una pesadilla, de que estaba a punto de despertarse de ese sueño, y que la cruda realidad le esperaba al otro lado del laberinto gobernado por aquel minotauro con bigote y una placa de policía. 

- Te he estado observando, y creo que eres la persona a la que yo andaba buscando. ¿Elisa, verdad? Sabía que acudirías a la cita. –Las palabras pronunciadas por ese hombre volvieron a asustar a Elisa. Había oído antes historias como aquélla, relatos de citas como esa, en las que jóvenes como ella misma que mantenían con hombres a los que ellas nunca habían visto con anterioridad, con los que ellas habían contactado por teléfono, o como mucho a través de Internet, con el apoyo de fotografías amañadas, o incluso retratos falsificados por completo, y aquellas historias nunca terminaban bien. Empezó a tranquilizarse sólo cuando el otro hombro siguió hablándole.- Estamos buscando a una persona que ha desaparecido, y creo que tú podrías conocerla.

El hombre sacó del bolsillo superior de su chaqueta una fotografía y se la mostró a Elisa. Cuando la vio, ella no fue capaz de sofocar ese grito amargo que se le escapó de su garganta, y que hizo que todos los que estaban en el interior del bar mirasen con curiosidad hacia ese grupo extraño que formaban ellos dos. La persona que aparecía en el retrato que el otro le había mostrado era Andrés, y lo extraño es que se trataba de la misma fotografía que él le había enviado en uno de aquellos correos electrónicos, hasta entonces abundantes, con los que se había comunicado con ella.

- Veo que no estaba equivocado al pensar que los dos os conocíais, ¿verdad? Dime todo lo que sepas sobre él.

Elisa supo desde un primer momento de que ya nada podría ganar intentando mantener oculta la extraña relación que había mantenido con el joven de la fotografía, escondiendo aquella historia  que hasta entonces sólo había sido una historia virtual, pero que iba a convertirse en algo tangible, real, aquella noche, pero que, ahora se estaba dando cuenta de ello, lo iba a hacer de una manera muy diferente a lo que había soñado. Pero ella había decidido convertirse en una mujer adulta aquella noche, y si esa era la forma en la que debía hacerse adulta, aceptaría su destino con plena resignación.

- En realidad, lo único que puedo decirle de ese hombre es que no sé hasta qué punto le conozco. Quiero decir que le conozco y no le conozco. Sé que es difícil de entender lo que quiero decirle, pero lo cierto es que nunca he estado con él, o al menos no lo he hecho tal y como en estos momentos estoy con usted, frente a frente. Sólo he mantenido una relación superficial con él, a través de los ordenadores, y estábamos a punto de convertir esa relación en algo más real, más… carnal. Habíamos quedado esta noche para conocernos más profundamente, pero creo que eso no va a ser ya posible.

- Bien. Veo que empezamos a entendernos. Déjalo para luego. De momento, vamos a buscar un lugar más tranquilo en el que poder terminar esta conversión que hemos empezado. –Y al darse cuenta de que ella había vuelto a mostrarse con él demasiado tensa, se apresuró a tranquilizarla. –Pero no debes preocuparte en absoluto; sólo serán unas breves palabras. Cuando acabemos, uno de mis agentes te acompañará a casa.

Cogieron el ascensor, que les dejó en uno de los últimos pisos del edificio. Cuando se abrió otra vez la puerta del elevador, caminaron juntos muy despacio a lo largo de diversos pasillos, cuyas luces se iban encendiendo conforme avanzaban en busca de un mismo destino, y después, cuando ellos ya habían pasado, volvían a apagarse. Al final del último de aquellos pasadizos el policía se detuvo, y sacando del interior de su cartera una pequeña tarjeta de cartón, la introdujo por la ranura que había  en uno de los extremos de la puerta. Entonces esperaron con paciencia a que se encendiera una pequeña luz verde que había cerca de la ranura, y cuando al final se encendió él presionó con suavidad sobre el picaporte. Cuando lo hizo, la puerta se abatió con suavidad sobre las bisagras.

Entonces fue cuando los vio allí dentro, con la mirada y el corazón puestos en un punto lejano, más allá de la puerta que en aquel instante seguía abriéndose, en una esquina de aquel bar elegante en el que  Elisa había permanecido sentada hasta sólo unos minutos antes, esperando a su vez una historia diferente. Eran sus padres, y cuando los vio no pudo evitar que una lágrima solitaria empezara a surcar su rostro, mezclándose con los restos del maquillaje. Entonces fue su padre el primero que, con sus palabras, rompió la tensión que reinaba sobre aquel ambiente extraño.

- Perdona, cariño, pero sabíamos lo que ibas a hacer, y no hallamos ninguna forma mejor de poder recuperarte. El comisario Esteban es un viejo amigo de la familia, y en contra de su voluntad se ha dignado a hacernos el favor de hacerte esta pequeña trampa. Queremos que sepas que Andrés, el Andrés que tú conoces, nunca ha existido en realidad, aunque creo que tú misma hace ya algún tiempo que lo sabes, y que escondido en su disfraz se hallaba el comisario. Por esta vez has tenido suerte, pero no sabemos que podría suceder en un futuro, quién podría ocultar su rostro  con la máscara de tu Andrés la próxima vez que estés con él en alguna de las habitaciones de este hotel.

Elisa en un primer momento no sabía cómo reaccionar, pero después, hundida entre las lágrimas, se abrazó a su padre. Estaba empezando a amanecer cuando los tres escaparon de aquel edificio y volvieron a adentrarse en una ciudad diferente. El joven rostro de la fotografía que el falso Andrés le había mandado iba poco a poco difuminándose en su memoria, borrándose en el paisaje de la nueva realidad de aquel presente.

jueves, 17 de diciembre de 2020

La ventana indiscreta

 

            Como todas las noches, como hacía siempre que debía acostarse solo, sin ninguna compañía en aquella cama tan amplia, Tomás se acercó despacio, muy despacio, hasta la ventana de la habitación. Pretendía recorrer la cortina de tela calada y bajar la persiana que la cerraba por fuera. No quería que la luz del amanecer le despertara demasiado pronto al día siguiente, pero, sobre todo, no deseaba que nadie pudiera desvelar su sueño íntimo desde el otro lado del frío cristal helado. Por ello, sólo por ello, Tomás tenía la costumbre, todas las noches, de cerrar los visillos traslúcidos de la ventana antes de empezar a desvestirse.

            Sin embargo, algo que vio al otro lado del cristal interrumpió a Tomás en ese movimiento de bajar la persiana, dejando inmóviles sus manos mientras se aferraban con fuerza sobre la áspera correa que le quemaba las palmas. Al otro lado de la calle, a poco más de diez o doce metros del lugar en donde él se encontraba, otra ventana igual a la suya enmarcaba un cuadrado de luz amarillenta que dejaba a la vista la esquina de una cama no demasiado grande y un armario, la parte exterior de un armario que se remarcaba, a su vez, sobre una pared sucia y agrietada. Uno de los cajones del armario estaba abierto, pero Tomás no lograba ver con claridad qué era lo que había en el interior de ese cajón que, como si de un imán en un campo magnético se tratase, atraía su mirada. Por más que lo intentaba, no era capaz de huir de aquella sensación extraña que nunca antes había sentido. Era como si el tiempo se hubiera parado en aquel instante, y sin embargo, aquel cajón abierto era suficiente para dar a la escena una curiosa sensación de movimiento.

            Un poco más tarde, antes incluso de que él se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, la silueta de una mujer hermosa se posó ante sus ojos, enmarcada en el rectángulo luminoso de la ventana que tenía frente a él. La desconocida era una mujer joven, de unos veinte años quizá, y vestía un elegante conjunto de color oscuro que se pegaba como un guante a su cuerpo estrecho. Por unos segundos, un breve instante que ni siquiera él mismo fue capaz de adivinar, apartó la mirada de la ventana de enfrente e intentó bajar de nuevo la persiana, poner ante él aquel escudo protector realizado a partir de estrechas tiras de plástico de color oscuro. Pero fueron unos segundos insignificantes, pues en ese instante volvió a mirar de nuevo hacia la ventana, antes de que aquellas planchas  de plástico hubieran terminado de bajar del todo.

Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero él ya no podía retirarse de aquella ventana y de aquella mujer hermosa. Y recordó entonces la leyenda de lady Godiva, aquella dama inglesa de la Edad Media que quiso defender a sus súbditos, maltratados por su esposo, y que fue obligado por ese mismo esposo a pasear desnuda, completamente desnuda, delante de ellos. Se sintió entonces como el sastre de aquella historia, el único que se atrevió a asomarse cuando aquella mujer debía pasarse por delante de su casa, montada sobre un brioso caballo, y que por ese motivo, en castigo a su atrevimiento, se quedó ciego.

Y en ese momento, ajena del todo a ese mundo que habitaba al otro lado de la ventana, como si no se hubiera dado cuenta de que aquella ventana sin cortinas y sin persianas podía dejarla expuesta a las miradas, que la luz encendida de la habitación podía hacer aún más clara la visión de su cuerpo, comenzó a desnudarse. La ventana se había convertido en ese momento en algo parecido a una gran pantalla de televisión, o en un cine de esos que no cuentan con grandes recibidores ni alfombras rojas, ni tampoco tienen sus paredes adornadas con carteles de películas famosas, de cines que no cuentan en una de sus esquinas con dispensadores de palomitas o de refrescos. Cines que cuentan sólo con una oscuridad extraña y brillante, rota apenas por una sucesión de luces de neón de color rosado o azulón, que siempre conducen al visitante por el camino incierto de sus propias obsesiones.

Porque en ese instante, ajena por completo a los ojos que la miraban, aquella mujer desconocida se quitó en primer lugar la elegante chaqueta de crepé de color negro, y la depositó cuidadosamente en el respaldo de la única silla que él podía ver desde el reducido ángulo de visión que le permitía su propia ventana, y después se fue quitando también, poco a poco, esa blusa blanca de seda que dejaba semitransparente, como un tul de gasa, la parte superior de su cuerpo. Con aire pausado fue abriéndose, uno a uno, todos los botones que cubrían su desnudez, dejando al descubierto primero el encaje negro, elegante, de un sujetador que apenas era capaz de contener la mitad de sus grandes pechos tersos, y un segundo después el ombligo, un ombligo perfecto que coronaba, justo por encima de la línea que formaba la terminación de la falda, un vientre completamente liso, sin un gramo siquiera de grasa superflua.

Después deslizó también hacia abajo la cremallera con la que sujetaba, a la altura de una de sus caderas, aquella falda de crepé que completaba su traje de chaqueta, y con la misma parsimonia con la que se había abierto la blusa, la fue dejando caer a lo largo de sus piernas delgadas. Ahora la mujer estaba semidesnuda, en ropa interior, con una refinada combinación formada por un tanga y un sujetador, de encaje negro, y unas medias del mismo color que le llegaban apenas cuatro centímetros más debajo de las ingles. Y por debajo del marco inferior de la ventana, Tomás se podía imaginar los zapatos con los que la chica calzaba sus pies, unos zapatos de charol de pronunciado tazón de aguja.

Sin duda, la mujer no era consciente de que en aquel momento ella estaba expuesto a sus propios ojos ávidos, tal y como lady Godiva, así había empezado él  a llamarla en su imaginación, se habría visto expuesta hace varios siglos  a las miradas de aquel viejo sucio, o como una de esas Venus de Tiziano o de Botticelli que adornan todos los museos del mundo. El marco gris de la ventana ayudaba a que Tomás se creara en su cabeza aquella imagen, de la que apenas lograba evadirse.

Sin embargo, la mujer seguía desnudándose de la misma forma que hasta entonces lo había hecho, con la misma falta de premura con la que se había quitado primero la falda y la chaqueta y después, también, la camisa de seda, esas mismas prendas que ahora reposaban encima de la silla de madera. Se quitó entonces el sostén, dejando ante su vista unos pechos redondos, gemelos; incluso podía notar Tomás, a través de la distancia el suave tacto de unos pezones levemente erectos a causa del frío. En ese momento, él volvió a sentir la tentación de bajar la persiana por completo t alejarse de su propia ventana. No, decididamente aquello no estaba bien, y sin embargo, la visión de aquella mujer hermosa desnudándose delante de sus ojos, descuidada ante su ávida mirada de voyeur, descubriéndole su cuerpo hermoso y joven todavía, era como un imán que no le permitía abandonar su atalaya, obligándole a comportarse de aquella manera por completo inadecuada.

Y ahora la mujer se aprestaba a quitarse también el tanga, aquel último baluarte tras el que se escondían los íntimos secretos de su anatomía. Mientras la tela finísima, semitransparente, se deslizaba por sus muslos, cubiertos ahora sólo por la suave seda de las medias, Tomás seguía pensando en la curiosa leyenda de lady Godiva y el sastre mirón. Y entonces él se dio cuenta de que en ese momento él estaba llegando por fin hasta el mismo centro de la Tierra, que todos los misterios del viejo laberinto se le habían abierto, dejándole adivinar a través de las sombras la figura inmortal del Minotauro. Porque lo que ahora podía ver, libre ya de trabas y de velos, a través del pubis sedoso de la joven, era la venera donde nacen todas las diosas de la mitología. Fue un instante fugaz, repentino, porque en un momento la mujer desapareció de su vista. Tomás la imaginaba ahora tumbada en la cama que se adivinaba en algún rincón de aquella misma habitación, fuera del alcance de su propia ventana.

 

A partir de aquel día, la visión de aquella mujer desconocida le invadió a menudo por dentro, sobre todo por las noches, cuando la oscuridad y la soledad invadían su alma. En ocasiones se despertaba cubierto con un sudor frío, y cuando ello sucedía él se levantaba y, abriendo de par en par la ventana de la habitación, intentaba escudriñar al otro lado de la calle la figura de aquella mujer desconocida. Se pasaba las horas al pie de la ventana, y la única victoria que lograba era, algunas veces, la visión de ese cuerpo hermoso, desnudo, que se ofrecía así, sugerente, ante sus ojos somnolientos. Pero la visión desaparecía apenas unos segundos más tarde, los segundos suficientes, sin embargo, para que él, más tranquilo ya, volviera a dormirse, recordando siempre aquella película de Hitchock en la que James Stewart, fotógrafo profesional, se pasa todo el tiempo expiando desde el otro lado de la ventana a Raymond Burr, a quien cree un asesino que ha matado a Judith Evelyn; mientras tanto, aquella mujer de la ventana, que poco a poco se iba transformando en su imaginación en la propia Grace Kelly, la novia de Stewart en la película, seguía acunándole el alma al mismo tiempo que la habitación se iba convirtiendo en una realidad brumosa.

Una noche la victoria, el tesoro que Tomás pudo encontrarse cuando se levantó de la cama y buscó con la mirada el otro lado de la ventana, fue más valioso que cualquiera de los días precedentes. Aquella vez la desconocida, desnuda como en las noches anteriores, no estaba sola. Enmarcados en la luz amarillenta de la habitación pudo ver también las manos desnudas de un hombre, junto a al hermoso cuerpo de la mujer, que él ya conocía. Se podía comprender, a la vista de aquel cuadro, que aquellos dos seres permanecían quietos, sin ningún rasgo de actividad o movimiento, pero se podía comprender también que aquellos dos desconocidos, más él que ella porque ella para Tomás era ya una parte consustancial a sus noches en vela, acababan de hacer el amor.

Enfadado consigo mismo bajó con fuerza la persiana y, escondiéndose de su propia visión, se alejó de allí. Intentó dormir aquella noche, pero el sueño no le llegaba porque no podía abandonar aquellas imágenes que en aquel momento le vinieron a la mente. Imaginaba que el hombre que acababa de ver era él, que eran sus propias manos las que estaban tocando a aquella mujer desconocida, las que tocaban sus pechos y su vientre, las que recorrían las colinas que formaban sus hombros desnudos. Cada curva, cada detalle de su cuerpo deseado, era recorrida en sus sueños por su mente desbordada. Imaginaba también que la boca de la chica, humedecida por la saliva, recorría cada parte de su piel, desde sus labios o desde el lóbulo de sus orejas hasta el pene. Soñaba que los dos yacían juntos en una misma cama, hundidos en un mar de deseo que envolvía sus cuerpos. Y cuando se despertó al día siguiente, lo hizo con la extraña sensación de que no había descansado en absoluto, y que las escenas que él había imaginado en aquel sueño húmedo habían sucedido en realidad.

A partir de aquella noche, las excursiones de Tomás hasta la fría ventana del dormitorio se hicieron más frecuentes todavía. Su preocupación iba siendo cada vez mayor, como si se tratara de una tenia que seguía creciendo dentro de su estómago. Pensó que se había convertido definitivamente en un voyeur, algo que nunca, en toda su vida, había imaginado que pudiera llegar a ser. Intentó luchar contra sí mismo, contra ese sentimiento, contra la necesidad de levantarse cada noche de la cama, pero al despertarse volvía otra vez a la ventana buscando con sus ojos cansados, con su mente, a aquella pareja; o al menos a esa mujer desconocida, la única que de verdad le había interesado desde un primer momento.

Sin embargo, la visión desapareció para siempre de manera misteriosa, tal y como había comenzado la primera vez. Aquella joven no volvió a aparecérsele a la noche siguiente, ni a la otra, y Tomás empezó a sumirse en una enfermedad extraña, la enfermedad de la soledad y la desesperanza, algo que nunca se hubiera atrevido a imaginar antes de que la imagen de aquella mujer extraña, desnuda, hubiera empezado a aparecerse ante él, arrojándole definitivamente hacia ese profundo abismo que se abría ante él.