La
primera vez que le sucedió fue cuando intentaba introducir un paquete nuevo de
folios dentro del estómago de la impresora. Levantó la carcasa que intentaba
proteger, sin conseguirlo, del polvo el mecanismo interior del aparato, y entonces,
en el momento en que sus manos se posaron en los dos extremos de la tapa de
plástico, notó como la corriente eléctrica se abría paso por las terminaciones
nerviosas de su cuerpo, como si se tratara de una culebrilla que estuviera
acariciándole las yemas de los dedos. Fue una sensación extraña, cercana a un
dolor leve y pasajero, pero él entonces no le dio importancia. Dejó los folios
sobre la bandeja de la impresora, cerró la tapa, y se dispuso a imprimir el
documento que había seleccionado sobre la pantalla del ordenador.
Aquella sensación se fue repitiendo
también en los días siguientes, y aunque al principio era sólo de manera
esporádica, muy de vez en cuando, llegó un momento en el que los calambres eran
casi diarios. Unas veces era al poner los dedos sobre alguna pieza metálica de
la contadora de billetes. Otras veces era cuando rozaba alguna de las partes
del ordenador, o de cualquier otro aparato que estuviera conectado a la red
eléctrica. Llegó un momento en el que ni siquiera era necesario que estuviera
cerca de cualquiera de esos aparatos; bastaba con que alguno de sus compañeros
le tocara con sus manos para que él
sintiera como la corriente eléctrica que viajaba por su cuerpo le invadía
también al otro con su fluido invisible de átomos y protones. Incómodo con la
situación en la que se encontraba, llegó a solicitar del departamento de
mantenimiento que los técnicos revisaran toda la instalación eléctrica de la
oficina en la que trabajaba, pero cuando estos levantaron las baldosas que cubrían
el suelo, nadie fue capaz de encontrar cualquier defecto de los cables que
pudiera haber provocado todo eso que desde hacía unas semanas a él le venía
sucediendo. Volvieron a cubrir el suelo, y aquellos fenómenos extraños se
siguieron repitiendo una y otra vez.
Pero su situación empezó a agravarse
cuando se dio cuenta de que se había convertido en algo parecido a un
acumulador eléctrico andante. Fue una noche cualquiera, en la que había llegado
a su casa un poco más tarde de lo normal, tomando una copa tras otra en un pub
en el que se podía disfrutar de música en vivo. Cuando abrió la puerta de la
casa, todas las luces de la habitación de la entrada se encendieron, no sólo
esa pequeña lucecita del aparador que estaba conectada mediante una pequeña
bolita de acero al borde de la puerta. Luego, conforme se iba adentrando por
cada una de las habitaciones, todas las lámparas se fueron encendiendo,
permaneciendo de esta forma, incandescentes, hasta mucho tiempo después de que
hubiera abandonado cada una de ellas.
La primera vez que le había ocurrido
aquello, él se había asuntado mucho, como nunca antes se había asustado. ¿Qué
fenómeno extraño, desconocido, lo tenía poseído? ¿Cómo influiría aquella
situación en cada una de las células de su cuerpo? Sin embargo, pensó después
que podría aprovechar la oportunidad que se le daba de sentirse distinto en
algo. Creyó que toda la electricidad que se había ido acumulando en el mapa de
su cuerpo le hacía diferente al resto de los hombres, como esos superhéroes que
habitaban en los comics que tanto le
había gustado leer hacía algunos años, durante su adolescencia. Llegó a pensar
que poder encender el aparato de televisión sin necesidad de apretar la clavija
del interruptor podría depararle ciertas ventajas, y además, ya no debía
preocuparse porque se le acabaran las pilas que alimentaban la radio que tenía
cerca de la cama, sobre la mesita de noche. Sí, decididamente era una persona
diferente. Sólo tendría que aprovechar los recursos que le ofrecía toda esa
electricidad acumulada debajo de su piel para ser feliz y ayudar a los demás a
que también lo fueran.
Lo peor sucedió una fría mañana de
invierno cuando, al despertarse, se dio cuenta de que su rostro estaba ahora
surcado por un mapa profundo de arrugas; era como si la corriente alterna
hubiera pasado aquella noche por allí, y que al hacerlo, hubiera ido quemando
todas las células que tocaba, hasta hacerlas desaparecer por completo. Intentó
levantarse de la cama, pero notó como las fuerzas le fallaban, tanto que no
pudo evitar que sus rodillas golpearan con rudeza contra el suelo de la
habitación. Como pudo se arrastró de nuevo hasta la cama, y entre las sábanas
vio como llegaba poco a poco su propio final. Era desesperante sentir como se
iba apagando, como un aparato de radio que se va quedando sin corriente, con la
voz del locutor desde el otro lado de las ondas muriéndose, haciéndose
inaudible a los oyentes.
En el preciso instante en el que sus
ojos se cerraban para siempre las luces de la habitación, que habían permanecido
encendidas durante todo ese tiempo que había durado su agonía, sumiéndolo todo
en las tinieblas, en esa oscuridad que siempre es el reflejo de la muerte.