Se sentó
en la única mesa que había permanecido vacía y allí, observando con
despreocupada atención toda aquella decoración pasada de moda que mostraba la
sala, esperó con paciencia a que la reunión que les había congregado allí
comenzara por fin. En realidad, él no estaba seguro de los motivos que le
habían movido a asistir a la cita. Todo lo que iba a decidirse allí durante esa
noche, absolutamente todo, ya no podría influir para nada en su propio futuro;
ni siquiera sabía si él mismo seguía teniendo un futuro, o si a partir de aquel
momento todo lo que le quedaba de vida sería ya una secuencia plana y aburrida,
tal y como lo había sido, por otra parte, durante sus últimos años. Hubo una
época pasada en la que una reunión como aquella habría sido aún importante para
él, desde luego, pero ahora, cuando todo llegaba ya a su fin, era ya demasiado
tarde para ello.
Sin
embargo, allí estaba él, esperando que esos hombres forasteros que tenían
tantas cosas que decir sobre el destino de sus otros compañeros, más jóvenes
que él, aparecieran por la puerta. La estancia, por otra parte, era como una
metáfora gris de su propia vida. Podía contemplar desde el lugar en el que se
encontraba el largo mostrador de acero inoxidable y aluminio, y recordaba que
allí, junto a aquella barra de bar, se había tomado a lo largo de toda su vida
muchos vasos de vino tinto. Miraba hacia el escenario, sobre el que algunos
habían colocado las mesas, aún vacías, a las que habían de sentarse aquellos
hombres, y recordaba otros tiempos más felices, en los que desde ese mismo
lugar escapaban al aire las notas desgarradas de los tarantos. Sí; como si todo
hubiese sucedido ayer mismo, recordaba ahora los cuerpos sinuosos de hermosas
bailarinas moviéndose al compás de las palmas y de la guitarra, y recordaba
incluso aquella vez que había actuado en la ciudad, directamente llegado desde
París, un conjunto de bailarinas de cancán; recordaba como ellas se subían la
falda hasta la cintura y después, vueltas las espaldas contra los espectadores,
mostraban con soltura las puntillas de su ropa interior.
Sí,
aquella habitación era una metáfora de su vida, como también lo era de la
propia ciudad en la que había nacido, y a la cual había permanecido siempre
fiel durante toda su existencia a pesar de que durante los últimos años la
miseria hubiera obligado a muchos de sus compañeros a emigrar hacia otras zonas
menos duras y exigentes. Antes, cuando él todavía era un joven vigoroso, había
por lo menos cinco o seis comercios como aquél, repartidos por toda la ciudad,
cafés cantantes en los que los mejores cataores de flamenco, las bailarinas que
mejor se movían, lograban apartar por un momento de la vida de los hombres la
miseria, la conciencia de haber formado parte de un reverso doloroso. Eran
cinco o seis lugares, y sin embargo había que ver cómo se llenaban, sobre todo
durante esos días de cobranza en los que los mineros, con dinero fresco en los
bolsillos, intentaban ahogar en un vaso de güisqui y un primoroso movimiento de
caderas esos recuerdos dolorosos encerrados en la boca de la mina.
Su vida
había sido siempre la mina, era cierto, y él no podía rehuir ese pasado de
filones en la roca. Ni siquiera deseaba escapar de todo aquello, pero el amor
que sentía por la mina era, como todo el amor cuando es verdadero, como una
moneda de dos caras, girando siempre entre la pasión y el dolor contenido.
Consciente de ello, a él siempre le había gustado recordar a su amor con todas
sus aristas, con lo bueno y con lo malo, también con el regusto amargo de la
hiel en sus labios agrietados por el dolor. Y ahora, cuando todo estaba a punto
de acabarse, sentía que en lo más profundo de su corazón se abría una nueva
herida, precisamente entonces, cuando estaba además a punto de cerrarse la
última de las minas que aún permanecían abiertas en toda la comarca.
La
tierra que rodeaba a la ciudad en la que había nacido llevaba siendo explotada
durante mucho tiempo antes, pero había sido sobre todo desde mediados de la
centuria anterior, en los tiempos de su abuelo, cuando toda esa comarca se
había convertido en una especia de escenario de películas lejanas y exóticas.
Después, con el cambio de siglo, la ciudad había logrado alcanzar un progreso
cada vez mayor, y había sido entonces, cuando él era un niño cuando se habían
abierto la mayor parte de aquellos locales de diversión y ocio, cuando al fin
los trabajadores de la mina podían contar con un espacio nuevo en el que podían
ahogar por unas horas las heridas de su alma. Por eso, en el imaginario de
aquel hombre la mina y el café cantante siempre habían permanecido juntos,
unidos por un mismo destino, y por eso a él le había parecido lógico que los
hombres que le habían citado aquella noche, a él y a otros mineros como él,
hubieran utilizado para ello precisamente aquel cabaret abandonado.
Después,
poco tiempo más tarde de que su padre hubiera muerto dentro de una mina,
durante una explosión incontrolada de grisú, y después de que él mismo hubiera
empezado a sentir como sus pulmones se llenaban con el carbunclo procedente de
la mina, la ciudad había empezado a entrar en decadencia. La tierra se estaba
agotando poco a poco, y además, las nuevas industrias que por entonces se
estaban creando empezaban a desarrollar nuevos materiales sintéticos; ya casi
no eran necesarios los metales que la mina proporcionaba. Durante la guerra se
vivió una pequeña recuperación, pero apenas era un sueño, como un espejismo en
ese extraño desierto multicolor en el que había empezado a convertirse el
paisaje que rodeaba la ciudad. Y ahora, cuando él apenas podía ya pronunciar
cinco o seis palabras antes de que la silicosis le provocara vómitos y toses,
cuando hasta el mero hecho de respirar se había convertido para él en un
trabajo arduo y complicado, todo hacía preveer que la última de las minas que
quedaba estaba a punto de cerrar sus galerías para siempre. Si ya no quedaba en
la ciudad uno sólo de aquellos cafés cantantes, si la última de las minas
estaba ya también a punto de cerrarse, ¿qué iba a ser entonces de todos esos
hombres que ahora permanecían junto a él, anhelantes, entre aquellas cuatro
paredes tristes y cubiertas de polvo? La
mina era la causante de ese enfermedad que corroía las entrañas a muchos de
ellos, pero había sido también su vida, y necesitaban de la mina para seguir
dándole sentido a su futuro.
En aquel
momento se abrió por fin una de las puertas que permanecían cerradas al fondo
de la habitación, junto al escenario vacío, y aparecieron tres hombres bien
vestidos, con chaquetas impecables y corbatas que caían, indolentes, sobre sus
barrigas prominentes. Después de que cada uno de ellos se hubieran sentado en
los lugares reservados para ellos, el más viejo de los tres tomó la palabra.
- Sé que
lo que voy a deciros no os va a gustar a ninguno de vosotros, pero es necesario
que conozcáis de primera mano todas las decisiones que vamos a tomar y que os
afectan. Todos vosotros habéis pasado gran parte de vuestras vidas dentro de la
mina, y la mina os ha ido entregando a través de sus vetas años muy duros, pero
también una manera diferente de poder haceros hombres. Sin embargo, sabéis que
son años difíciles, que ya no son muchas las cosas que se fabrican con esos
metales extraídos desde el fondo de la tierra. El plástico es más barato y
también más fácil de trabajar, y la mina ya no es rentable. En esta situación,
prolongar su cierre en el tiempo no será sino dificultar más las cosas.
-
¿Dificultar las cosas para quién? –La voz se había alzado sobre todos los
presentes de manera anónima, desde un punto situado al fondo de la sala. La
tensión se había ido extendiendo en el ambiente, al mismo tiempo que la
resignación y la ira. -¿No es verdad que con el dinero que le han dado por
permitir el cierre de la mina ha adquirido un número importante de acciones de
una de esas empresas que se dedican a fabricar ese mismo plástico que dice
denostar?
La
situación se estaba complicando para los dueños de la mina. Nuevas voces se
fueron añadiendo a aquella primera voz, voces que se iban elevando con furia,
de tal manera que había llegado el momento en el que se hacía imposible
intentar escuchar lo que decían. Por eso, precisamente por eso, el anciano se
arrebujó en sus propios pensamientos, en aquellos recuerdos del pasado que
estaban pugnando por desbordar otra vez su alma. No podía soportar por más
tiempo aquel ambiente, que le oprimía más que el propio ambiente de la mina, y
en silencio, sin que ninguno de los presentes pudiera darse cuenta de lo que
estaba pasando, salió a la calle.
Había
empezado a oscurecer, y un viento suave de levante traía hasta la sierra un
aire fresco y húmedo que permitía hacer olvidar el calor pegajoso que se había
mantenido durante toda la tarde. ¿Por qué se sentía tan herido por las palabras
que aquel hombre ricachón había pronunciado? El otro sólo veía en la mina una
fuente de dinero, y él era ya demasiado viejo para regresar a la mina. Además,
¿por qué sentir nostalgia por una forma de vida tan extremadamente dura, por un
trabajo amargo y doloroso, al que sólo eran capaces de sobrevivir los más
fuertes, aquellos que mejor estaban preparados para enfrentarse cara a cara con
la muerte? Y sin embargo, él sentía como algo en su interior se había roto, y
como de esa herida, más que la sangre, que ya no le quedaba, estaban ahora
manando las lágrimas, esas mismas lágrimas que ya estaban empezando a asomarle
a través de los ojos.
El cielo
estaba despejado, y en el monte las estrellas eran más brillantes que en la
ciudad. Titilaban desde el horizonte, como si quisieran orientar el camino que
llevaba el hombre, y sin embargo el hombre conocía palmo a palmo la sierra, la
conocía como si se tratara de su propia casa, de manera que podía sortear sin
dificultar los campos de brezos y las chumberas, los guijarros de mineral que
alguien había abandonado sobre la superficie polvorienta a la tierra, las menas
que no tenían valor suficiente para ser aprovechadas, y las gangas que ya
habían entregado todo su corazón de metal. Conocía la sierra palmo a palmo, y
ni siquiera necesitaba ya de las estrellas
para encontrar el camino que debía llevarle hasta la última veta de su
vida. A lo lejos aún podía oír las voces de aquella discusión que ahora carecía
de sentido, o por lo menos a él así se lo parecía, como un sueño de ecos
lejanos que seguían acariciando su alma solitaria. Voces que ya sólo consiguió
dejar de oír cuando, un cuarto de hora más tarde, llegó por fin a la boca de la
mina, y se adentró para siembre en aquella noche eterna de largos pasadizos y
filones renovados. Conocía también palmo a palmo aquella mina, y en ella se
adentró de la misma forma que Jonás lo había hecho en el estómago de la
ballena.
Nunca
llegó a saber el revuelo que se creó a la mañana siguiente, cuando todos en la
ciudad se habían enterado de su desaparición y empezaron a buscarle. Cribaron
todos los campos de tierra sin llegar a alcanzar resultado alguno. Pasaron
varios días, dos o tres semanas, y del anciano que había desaparecido nadie
volvió a saber nunca nada. “Es como si se lo hubiera tragado la tierra”, había
dicho alguna vez una de esas personas que habían formado los equipos de
búsqueda, y a partir de ese momento aquella frase llegó a convertirse en un
lugar común siempre que cualquiera quería referirse a la persona que había
desaparecido. Sin embargo, nadie desde entonces había logrado siquiera
imaginarse lo cerca que aquellas palabras pronunciadas sin sentido estaban de
la verdad.
Sólo
cinco años después de aquellos hechos, cuando casi nadie se acordaba ya de
aquel anciano y el debate sobre el futuro de la mina tan sólo pretendía ya
buscar alguna alternativa de aprovechamiento del espacio, un grupo de jóvenes
espeléologos que habían penetrado en una de las galerías realizó un hallazgo
macabro. Se trataba de unos restos humanos que estaban en proceso de
momificación; el ambiente seco, extremadamente seco de la mina, había evitado
en parte la descomposición de la carne. Se trataba de un hombre de edad
avanzada, y junto a él había también una nota manuscrita. Los trazos de tinta
aún podían leerse parcialmente a través del papel. Era una declaración de amor
extraña, muy extraña; la declaración de amor entre un hombre que ya es casi tan
viejo como la tierra, y la propia tierra, abiertas sus heridas más profundas
para inmolarse al hombre, como esas aves que se abren con su pico el vientre
con el fin de dar de comer su propia carne a sus crías hambrientas.
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