EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA



"Fotografiar es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón. Es una forma de vida." Estas palabras del famoso fotógrafo francés Henry Cartier-Bresson, uno de los fundadores de la famosa agencia Magnun de fotografía en 1947, definirían a la perfección lo que para mí es la fotografía. Cuando vas a captar una imagen con tu cámara, el pensamiento, la mirada y el sentimiento se combinan hasta el punto de que es difícil muchas veces saber qué porcentaje hay de cada uno de ellos en la toma. Si falla el pensamiento, la técnica fotográfica se resiente, y si es el sentimiento lo que falta, por muy buena que sea la fotografía, ésta no deja de ser algo frío, sin alma, sin historia. Pero si en definitiva es la mirada lo que falta, falta todo, y entonces ni la fotografía es buena técnicamente hablando, ni hay detrás de ella una historia que contar.

Estas fotografías se aderezan, en su columna central, con un apartado dedicado también a la creación, pero en este caso, a la creación literaria, Se trata de algunos relatos, y en alguna ocasión también algún poema, que mantienes una cosa en común: aunque algunos de ellos han sido premiados en diferentes certámenes literarios, y en ocasiones pueden haber sido publicados en diferentes revistas y periódicos, la mayoría de ellos son inéditos, escritos después de mi único libro de cuentos, "Tratado de los espejos".

Finalmente, en la columna de la derecha, he querido presentar al lector algunos vídeos del portal de Youtube que he creído interesantes, o al menos , forman parte de mis intereses personales y estéticos. Al contrario de lo que pasa con las otras dos columnas de la página, ninguno de ellos han sido realizados por mí, pero me parece interesante compartirlos en la página. Estos videos están agrupados en diferentes apartados.

Así, en la parte superior se agrupan los vídeos más intimistas, y en ella se incluyen algunas interpretaciones del genial músico conquense Arturo Martínez Barambio, amigo mío además de excelente guitarrista, así como diferentes colaboraciones con la asociación Bailando la Vida, en beneficio de diferentes iniciativas de carácter benéfico, principalmente en apoyo de la lucha contra el cáncer de mama.

Las siguientes secciones corresponden a otros aspectos igualmente de mi interés personal: diferentes video-mappings proyectados sobre algunos monumentos conquenses, catedral y ayuntamiento; vídeos promocionales de Cuenca o de su Semana Senta, o vídeos históricos, destacando en este sentido la película que el destacado director y realizador de cine Carlos Saura realizó sobre Cuenca en 1958. Relacionado con este tema está también el siguiente apartado de la columna, dedicado a visualizar algunas escenas de diferentes películas, españolas y extranjeras, que al menos en parte, fueron rodadas en Cuenca o su provincia; lógicamente, no se van a exponer las películas completas, sino una selección de sus escenas más íntimamente ligadas con nuestra geografía, primando además, por otra parte, aquellos aspectos que mejor describan el argumento o las características del filme. Finalmente, se aportará también algunas grabaciones sobre el pueblo de Navalón.



jueves, 17 de diciembre de 2020

La ventana indiscreta

 

            Como todas las noches, como hacía siempre que debía acostarse solo, sin ninguna compañía en aquella cama tan amplia, Tomás se acercó despacio, muy despacio, hasta la ventana de la habitación. Pretendía recorrer la cortina de tela calada y bajar la persiana que la cerraba por fuera. No quería que la luz del amanecer le despertara demasiado pronto al día siguiente, pero, sobre todo, no deseaba que nadie pudiera desvelar su sueño íntimo desde el otro lado del frío cristal helado. Por ello, sólo por ello, Tomás tenía la costumbre, todas las noches, de cerrar los visillos traslúcidos de la ventana antes de empezar a desvestirse.

            Sin embargo, algo que vio al otro lado del cristal interrumpió a Tomás en ese movimiento de bajar la persiana, dejando inmóviles sus manos mientras se aferraban con fuerza sobre la áspera correa que le quemaba las palmas. Al otro lado de la calle, a poco más de diez o doce metros del lugar en donde él se encontraba, otra ventana igual a la suya enmarcaba un cuadrado de luz amarillenta que dejaba a la vista la esquina de una cama no demasiado grande y un armario, la parte exterior de un armario que se remarcaba, a su vez, sobre una pared sucia y agrietada. Uno de los cajones del armario estaba abierto, pero Tomás no lograba ver con claridad qué era lo que había en el interior de ese cajón que, como si de un imán en un campo magnético se tratase, atraía su mirada. Por más que lo intentaba, no era capaz de huir de aquella sensación extraña que nunca antes había sentido. Era como si el tiempo se hubiera parado en aquel instante, y sin embargo, aquel cajón abierto era suficiente para dar a la escena una curiosa sensación de movimiento.

            Un poco más tarde, antes incluso de que él se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, la silueta de una mujer hermosa se posó ante sus ojos, enmarcada en el rectángulo luminoso de la ventana que tenía frente a él. La desconocida era una mujer joven, de unos veinte años quizá, y vestía un elegante conjunto de color oscuro que se pegaba como un guante a su cuerpo estrecho. Por unos segundos, un breve instante que ni siquiera él mismo fue capaz de adivinar, apartó la mirada de la ventana de enfrente e intentó bajar de nuevo la persiana, poner ante él aquel escudo protector realizado a partir de estrechas tiras de plástico de color oscuro. Pero fueron unos segundos insignificantes, pues en ese instante volvió a mirar de nuevo hacia la ventana, antes de que aquellas planchas  de plástico hubieran terminado de bajar del todo.

Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero él ya no podía retirarse de aquella ventana y de aquella mujer hermosa. Y recordó entonces la leyenda de lady Godiva, aquella dama inglesa de la Edad Media que quiso defender a sus súbditos, maltratados por su esposo, y que fue obligado por ese mismo esposo a pasear desnuda, completamente desnuda, delante de ellos. Se sintió entonces como el sastre de aquella historia, el único que se atrevió a asomarse cuando aquella mujer debía pasarse por delante de su casa, montada sobre un brioso caballo, y que por ese motivo, en castigo a su atrevimiento, se quedó ciego.

Y en ese momento, ajena del todo a ese mundo que habitaba al otro lado de la ventana, como si no se hubiera dado cuenta de que aquella ventana sin cortinas y sin persianas podía dejarla expuesta a las miradas, que la luz encendida de la habitación podía hacer aún más clara la visión de su cuerpo, comenzó a desnudarse. La ventana se había convertido en ese momento en algo parecido a una gran pantalla de televisión, o en un cine de esos que no cuentan con grandes recibidores ni alfombras rojas, ni tampoco tienen sus paredes adornadas con carteles de películas famosas, de cines que no cuentan en una de sus esquinas con dispensadores de palomitas o de refrescos. Cines que cuentan sólo con una oscuridad extraña y brillante, rota apenas por una sucesión de luces de neón de color rosado o azulón, que siempre conducen al visitante por el camino incierto de sus propias obsesiones.

Porque en ese instante, ajena por completo a los ojos que la miraban, aquella mujer desconocida se quitó en primer lugar la elegante chaqueta de crepé de color negro, y la depositó cuidadosamente en el respaldo de la única silla que él podía ver desde el reducido ángulo de visión que le permitía su propia ventana, y después se fue quitando también, poco a poco, esa blusa blanca de seda que dejaba semitransparente, como un tul de gasa, la parte superior de su cuerpo. Con aire pausado fue abriéndose, uno a uno, todos los botones que cubrían su desnudez, dejando al descubierto primero el encaje negro, elegante, de un sujetador que apenas era capaz de contener la mitad de sus grandes pechos tersos, y un segundo después el ombligo, un ombligo perfecto que coronaba, justo por encima de la línea que formaba la terminación de la falda, un vientre completamente liso, sin un gramo siquiera de grasa superflua.

Después deslizó también hacia abajo la cremallera con la que sujetaba, a la altura de una de sus caderas, aquella falda de crepé que completaba su traje de chaqueta, y con la misma parsimonia con la que se había abierto la blusa, la fue dejando caer a lo largo de sus piernas delgadas. Ahora la mujer estaba semidesnuda, en ropa interior, con una refinada combinación formada por un tanga y un sujetador, de encaje negro, y unas medias del mismo color que le llegaban apenas cuatro centímetros más debajo de las ingles. Y por debajo del marco inferior de la ventana, Tomás se podía imaginar los zapatos con los que la chica calzaba sus pies, unos zapatos de charol de pronunciado tazón de aguja.

Sin duda, la mujer no era consciente de que en aquel momento ella estaba expuesto a sus propios ojos ávidos, tal y como lady Godiva, así había empezado él  a llamarla en su imaginación, se habría visto expuesta hace varios siglos  a las miradas de aquel viejo sucio, o como una de esas Venus de Tiziano o de Botticelli que adornan todos los museos del mundo. El marco gris de la ventana ayudaba a que Tomás se creara en su cabeza aquella imagen, de la que apenas lograba evadirse.

Sin embargo, la mujer seguía desnudándose de la misma forma que hasta entonces lo había hecho, con la misma falta de premura con la que se había quitado primero la falda y la chaqueta y después, también, la camisa de seda, esas mismas prendas que ahora reposaban encima de la silla de madera. Se quitó entonces el sostén, dejando ante su vista unos pechos redondos, gemelos; incluso podía notar Tomás, a través de la distancia el suave tacto de unos pezones levemente erectos a causa del frío. En ese momento, él volvió a sentir la tentación de bajar la persiana por completo t alejarse de su propia ventana. No, decididamente aquello no estaba bien, y sin embargo, la visión de aquella mujer hermosa desnudándose delante de sus ojos, descuidada ante su ávida mirada de voyeur, descubriéndole su cuerpo hermoso y joven todavía, era como un imán que no le permitía abandonar su atalaya, obligándole a comportarse de aquella manera por completo inadecuada.

Y ahora la mujer se aprestaba a quitarse también el tanga, aquel último baluarte tras el que se escondían los íntimos secretos de su anatomía. Mientras la tela finísima, semitransparente, se deslizaba por sus muslos, cubiertos ahora sólo por la suave seda de las medias, Tomás seguía pensando en la curiosa leyenda de lady Godiva y el sastre mirón. Y entonces él se dio cuenta de que en ese momento él estaba llegando por fin hasta el mismo centro de la Tierra, que todos los misterios del viejo laberinto se le habían abierto, dejándole adivinar a través de las sombras la figura inmortal del Minotauro. Porque lo que ahora podía ver, libre ya de trabas y de velos, a través del pubis sedoso de la joven, era la venera donde nacen todas las diosas de la mitología. Fue un instante fugaz, repentino, porque en un momento la mujer desapareció de su vista. Tomás la imaginaba ahora tumbada en la cama que se adivinaba en algún rincón de aquella misma habitación, fuera del alcance de su propia ventana.

 

A partir de aquel día, la visión de aquella mujer desconocida le invadió a menudo por dentro, sobre todo por las noches, cuando la oscuridad y la soledad invadían su alma. En ocasiones se despertaba cubierto con un sudor frío, y cuando ello sucedía él se levantaba y, abriendo de par en par la ventana de la habitación, intentaba escudriñar al otro lado de la calle la figura de aquella mujer desconocida. Se pasaba las horas al pie de la ventana, y la única victoria que lograba era, algunas veces, la visión de ese cuerpo hermoso, desnudo, que se ofrecía así, sugerente, ante sus ojos somnolientos. Pero la visión desaparecía apenas unos segundos más tarde, los segundos suficientes, sin embargo, para que él, más tranquilo ya, volviera a dormirse, recordando siempre aquella película de Hitchock en la que James Stewart, fotógrafo profesional, se pasa todo el tiempo expiando desde el otro lado de la ventana a Raymond Burr, a quien cree un asesino que ha matado a Judith Evelyn; mientras tanto, aquella mujer de la ventana, que poco a poco se iba transformando en su imaginación en la propia Grace Kelly, la novia de Stewart en la película, seguía acunándole el alma al mismo tiempo que la habitación se iba convirtiendo en una realidad brumosa.

Una noche la victoria, el tesoro que Tomás pudo encontrarse cuando se levantó de la cama y buscó con la mirada el otro lado de la ventana, fue más valioso que cualquiera de los días precedentes. Aquella vez la desconocida, desnuda como en las noches anteriores, no estaba sola. Enmarcados en la luz amarillenta de la habitación pudo ver también las manos desnudas de un hombre, junto a al hermoso cuerpo de la mujer, que él ya conocía. Se podía comprender, a la vista de aquel cuadro, que aquellos dos seres permanecían quietos, sin ningún rasgo de actividad o movimiento, pero se podía comprender también que aquellos dos desconocidos, más él que ella porque ella para Tomás era ya una parte consustancial a sus noches en vela, acababan de hacer el amor.

Enfadado consigo mismo bajó con fuerza la persiana y, escondiéndose de su propia visión, se alejó de allí. Intentó dormir aquella noche, pero el sueño no le llegaba porque no podía abandonar aquellas imágenes que en aquel momento le vinieron a la mente. Imaginaba que el hombre que acababa de ver era él, que eran sus propias manos las que estaban tocando a aquella mujer desconocida, las que tocaban sus pechos y su vientre, las que recorrían las colinas que formaban sus hombros desnudos. Cada curva, cada detalle de su cuerpo deseado, era recorrida en sus sueños por su mente desbordada. Imaginaba también que la boca de la chica, humedecida por la saliva, recorría cada parte de su piel, desde sus labios o desde el lóbulo de sus orejas hasta el pene. Soñaba que los dos yacían juntos en una misma cama, hundidos en un mar de deseo que envolvía sus cuerpos. Y cuando se despertó al día siguiente, lo hizo con la extraña sensación de que no había descansado en absoluto, y que las escenas que él había imaginado en aquel sueño húmedo habían sucedido en realidad.

A partir de aquella noche, las excursiones de Tomás hasta la fría ventana del dormitorio se hicieron más frecuentes todavía. Su preocupación iba siendo cada vez mayor, como si se tratara de una tenia que seguía creciendo dentro de su estómago. Pensó que se había convertido definitivamente en un voyeur, algo que nunca, en toda su vida, había imaginado que pudiera llegar a ser. Intentó luchar contra sí mismo, contra ese sentimiento, contra la necesidad de levantarse cada noche de la cama, pero al despertarse volvía otra vez a la ventana buscando con sus ojos cansados, con su mente, a aquella pareja; o al menos a esa mujer desconocida, la única que de verdad le había interesado desde un primer momento.

Sin embargo, la visión desapareció para siempre de manera misteriosa, tal y como había comenzado la primera vez. Aquella joven no volvió a aparecérsele a la noche siguiente, ni a la otra, y Tomás empezó a sumirse en una enfermedad extraña, la enfermedad de la soledad y la desesperanza, algo que nunca se hubiera atrevido a imaginar antes de que la imagen de aquella mujer extraña, desnuda, hubiera empezado a aparecerse ante él, arrojándole definitivamente hacia ese profundo abismo que se abría ante él.

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