Como todas las noches, como hacía
siempre que debía acostarse solo, sin ninguna compañía en aquella cama tan
amplia, Tomás se acercó despacio, muy despacio, hasta la ventana de la
habitación. Pretendía recorrer la cortina de tela calada y bajar la persiana
que la cerraba por fuera. No quería que la luz del amanecer le despertara
demasiado pronto al día siguiente, pero, sobre todo, no deseaba que nadie pudiera
desvelar su sueño íntimo desde el otro lado del frío cristal helado. Por ello,
sólo por ello, Tomás tenía la costumbre, todas las noches, de cerrar los
visillos traslúcidos de la ventana antes de empezar a desvestirse.
Sin embargo, algo que vio al otro
lado del cristal interrumpió a Tomás en ese movimiento de bajar la persiana,
dejando inmóviles sus manos mientras se aferraban con fuerza sobre la áspera
correa que le quemaba las palmas. Al otro lado de la calle, a poco más de diez
o doce metros del lugar en donde él se encontraba, otra ventana igual a la suya
enmarcaba un cuadrado de luz amarillenta que dejaba a la vista la esquina de
una cama no demasiado grande y un armario, la parte exterior de un armario que
se remarcaba, a su vez, sobre una pared sucia y agrietada. Uno de los cajones
del armario estaba abierto, pero Tomás no lograba ver con claridad qué era lo
que había en el interior de ese cajón que, como si de un imán en un campo
magnético se tratase, atraía su mirada. Por más que lo intentaba, no era capaz
de huir de aquella sensación extraña que nunca antes había sentido. Era como si
el tiempo se hubiera parado en aquel instante, y sin embargo, aquel cajón
abierto era suficiente para dar a la escena una curiosa sensación de
movimiento.
Un poco más tarde, antes incluso de
que él se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, la silueta de una
mujer hermosa se posó ante sus ojos, enmarcada en el rectángulo luminoso de la
ventana que tenía frente a él. La desconocida era una mujer joven, de unos
veinte años quizá, y vestía un elegante conjunto de color oscuro que se pegaba
como un guante a su cuerpo estrecho. Por unos segundos, un breve instante que
ni siquiera él mismo fue capaz de adivinar, apartó la mirada de la ventana de
enfrente e intentó bajar de nuevo la persiana, poner ante él aquel escudo
protector realizado a partir de estrechas tiras de plástico de color oscuro.
Pero fueron unos segundos insignificantes, pues en ese instante volvió a mirar
de nuevo hacia la ventana, antes de que aquellas planchas de plástico hubieran terminado de bajar del
todo.
Sabía
que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero él ya no podía retirarse de
aquella ventana y de aquella mujer hermosa. Y recordó entonces la leyenda de
lady Godiva, aquella dama inglesa de la Edad Media que quiso defender a sus
súbditos, maltratados por su esposo, y que fue obligado por ese mismo esposo a
pasear desnuda, completamente desnuda, delante de ellos. Se sintió entonces
como el sastre de aquella historia, el único que se atrevió a asomarse cuando
aquella mujer debía pasarse por delante de su casa, montada sobre un brioso
caballo, y que por ese motivo, en castigo a su atrevimiento, se quedó ciego.
Y
en ese momento, ajena del todo a ese mundo que habitaba al otro lado de la
ventana, como si no se hubiera dado cuenta de que aquella ventana sin cortinas
y sin persianas podía dejarla expuesta a las miradas, que la luz encendida de
la habitación podía hacer aún más clara la visión de su cuerpo, comenzó a
desnudarse. La ventana se había convertido en ese momento en algo parecido a
una gran pantalla de televisión, o en un cine de esos que no cuentan con
grandes recibidores ni alfombras rojas, ni tampoco tienen sus paredes adornadas
con carteles de películas famosas, de cines que no cuentan en una de sus
esquinas con dispensadores de palomitas o de refrescos. Cines que cuentan sólo
con una oscuridad extraña y brillante, rota apenas por una sucesión de luces de
neón de color rosado o azulón, que siempre conducen al visitante por el camino
incierto de sus propias obsesiones.
Porque
en ese instante, ajena por completo a los ojos que la miraban, aquella mujer
desconocida se quitó en primer lugar la elegante chaqueta de crepé de color
negro, y la depositó cuidadosamente en el respaldo de la única silla que él
podía ver desde el reducido ángulo de visión que le permitía su propia ventana,
y después se fue quitando también, poco a poco, esa blusa blanca de seda que dejaba
semitransparente, como un tul de gasa, la parte superior de su cuerpo. Con aire
pausado fue abriéndose, uno a uno, todos los botones que cubrían su desnudez,
dejando al descubierto primero el encaje negro, elegante, de un sujetador que
apenas era capaz de contener la mitad de sus grandes pechos tersos, y un
segundo después el ombligo, un ombligo perfecto que coronaba, justo por encima
de la línea que formaba la terminación de la falda, un vientre completamente
liso, sin un gramo siquiera de grasa superflua.
Después
deslizó también hacia abajo la cremallera con la que sujetaba, a la altura de
una de sus caderas, aquella falda de crepé que completaba su traje de chaqueta,
y con la misma parsimonia con la que se había abierto la blusa, la fue dejando
caer a lo largo de sus piernas delgadas. Ahora la mujer estaba semidesnuda, en
ropa interior, con una refinada combinación formada por un tanga y un
sujetador, de encaje negro, y unas medias del mismo color que le llegaban
apenas cuatro centímetros más debajo de las ingles. Y por debajo del marco
inferior de la ventana, Tomás se podía imaginar los zapatos con los que la
chica calzaba sus pies, unos zapatos de charol de pronunciado tazón de aguja.
Sin
duda, la mujer no era consciente de que en aquel momento ella estaba expuesto a
sus propios ojos ávidos, tal y como lady Godiva, así había empezado él a llamarla en su imaginación, se habría visto
expuesta hace varios siglos a las
miradas de aquel viejo sucio, o como una de esas Venus de Tiziano o de
Botticelli que adornan todos los museos del mundo. El marco gris de la ventana
ayudaba a que Tomás se creara en su cabeza aquella imagen, de la que apenas
lograba evadirse.
Sin
embargo, la mujer seguía desnudándose de la misma forma que hasta entonces lo
había hecho, con la misma falta de premura con la que se había quitado primero
la falda y la chaqueta y después, también, la camisa de seda, esas mismas
prendas que ahora reposaban encima de la silla de madera. Se quitó entonces el
sostén, dejando ante su vista unos pechos redondos, gemelos; incluso podía
notar Tomás, a través de la distancia el suave tacto de unos pezones levemente
erectos a causa del frío. En ese momento, él volvió a sentir la tentación de
bajar la persiana por completo t alejarse de su propia ventana. No,
decididamente aquello no estaba bien, y sin embargo, la visión de aquella mujer
hermosa desnudándose delante de sus ojos, descuidada ante su ávida mirada de
voyeur, descubriéndole su cuerpo hermoso y joven todavía, era como un imán que
no le permitía abandonar su atalaya, obligándole a comportarse de aquella
manera por completo inadecuada.
Y
ahora la mujer se aprestaba a quitarse también el tanga, aquel último baluarte
tras el que se escondían los íntimos secretos de su anatomía. Mientras la tela
finísima, semitransparente, se deslizaba por sus muslos, cubiertos ahora sólo
por la suave seda de las medias, Tomás seguía pensando en la curiosa leyenda de
lady Godiva y el sastre mirón. Y entonces él se dio cuenta de que en ese
momento él estaba llegando por fin hasta el mismo centro de la Tierra, que
todos los misterios del viejo laberinto se le habían abierto, dejándole
adivinar a través de las sombras la figura inmortal del Minotauro. Porque lo
que ahora podía ver, libre ya de trabas y de velos, a través del pubis sedoso
de la joven, era la venera donde nacen todas las diosas de la mitología. Fue un
instante fugaz, repentino, porque en un momento la mujer desapareció de su
vista. Tomás la imaginaba ahora tumbada en la cama que se adivinaba en algún
rincón de aquella misma habitación, fuera del alcance de su propia ventana.
A
partir de aquel día, la visión de aquella mujer desconocida le invadió a menudo
por dentro, sobre todo por las noches, cuando la oscuridad y la soledad invadían
su alma. En ocasiones se despertaba cubierto con un sudor frío, y cuando ello
sucedía él se levantaba y, abriendo de par en par la ventana de la habitación,
intentaba escudriñar al otro lado de la calle la figura de aquella mujer
desconocida. Se pasaba las horas al pie de la ventana, y la única victoria que
lograba era, algunas veces, la visión de ese cuerpo hermoso, desnudo, que se
ofrecía así, sugerente, ante sus ojos somnolientos. Pero la visión desaparecía
apenas unos segundos más tarde, los segundos suficientes, sin embargo, para que
él, más tranquilo ya, volviera a dormirse, recordando siempre aquella película
de Hitchock en la que James Stewart, fotógrafo profesional, se pasa todo el
tiempo expiando desde el otro lado de la ventana a Raymond Burr, a quien cree
un asesino que ha matado a Judith Evelyn; mientras tanto, aquella mujer de la
ventana, que poco a poco se iba transformando en su imaginación en la propia
Grace Kelly, la novia de Stewart en la película, seguía acunándole el alma al
mismo tiempo que la habitación se iba convirtiendo en una realidad brumosa.
Una
noche la victoria, el tesoro que Tomás pudo encontrarse cuando se levantó de la
cama y buscó con la mirada el otro lado de la ventana, fue más valioso que
cualquiera de los días precedentes. Aquella vez la desconocida, desnuda como en
las noches anteriores, no estaba sola. Enmarcados en la luz amarillenta de la
habitación pudo ver también las manos desnudas de un hombre, junto a al hermoso
cuerpo de la mujer, que él ya conocía. Se podía comprender, a la vista de aquel
cuadro, que aquellos dos seres permanecían quietos, sin ningún rasgo de
actividad o movimiento, pero se podía comprender también que aquellos dos
desconocidos, más él que ella porque ella para Tomás era ya una parte
consustancial a sus noches en vela, acababan de hacer el amor.
Enfadado
consigo mismo bajó con fuerza la persiana y, escondiéndose de su propia visión,
se alejó de allí. Intentó dormir aquella noche, pero el sueño no le llegaba
porque no podía abandonar aquellas imágenes que en aquel momento le vinieron a
la mente. Imaginaba que el hombre que acababa de ver era él, que eran sus
propias manos las que estaban tocando a aquella mujer desconocida, las que
tocaban sus pechos y su vientre, las que recorrían las colinas que formaban sus
hombros desnudos. Cada curva, cada detalle de su cuerpo deseado, era recorrida
en sus sueños por su mente desbordada. Imaginaba también que la boca de la
chica, humedecida por la saliva, recorría cada parte de su piel, desde sus
labios o desde el lóbulo de sus orejas hasta el pene. Soñaba que los dos yacían
juntos en una misma cama, hundidos en un mar de deseo que envolvía sus cuerpos.
Y cuando se despertó al día siguiente, lo hizo con la extraña sensación de que
no había descansado en absoluto, y que las escenas que él había imaginado en
aquel sueño húmedo habían sucedido en realidad.
A
partir de aquella noche, las excursiones de Tomás hasta la fría ventana del
dormitorio se hicieron más frecuentes todavía. Su preocupación iba siendo cada
vez mayor, como si se tratara de una tenia que seguía creciendo dentro de su
estómago. Pensó que se había convertido definitivamente en un voyeur, algo que
nunca, en toda su vida, había imaginado que pudiera llegar a ser. Intentó
luchar contra sí mismo, contra ese sentimiento, contra la necesidad de
levantarse cada noche de la cama, pero al despertarse volvía otra vez a la
ventana buscando con sus ojos cansados, con su mente, a aquella pareja; o al
menos a esa mujer desconocida, la única que de verdad le había interesado desde
un primer momento.
Sin
embargo, la visión desapareció para siempre de manera misteriosa, tal y como
había comenzado la primera vez. Aquella joven no volvió a aparecérsele a la
noche siguiente, ni a la otra, y Tomás empezó a sumirse en una enfermedad
extraña, la enfermedad de la soledad y la desesperanza, algo que nunca se
hubiera atrevido a imaginar antes de que la imagen de aquella mujer extraña,
desnuda, hubiera empezado a aparecerse ante él, arrojándole definitivamente
hacia ese profundo abismo que se abría ante él.
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