Parece
que era ayer cuando me asomaba por primera vez a ese vano enorme que comunican
los vestuarios con el campo de fútbol, esa puerta que está abierta hacia el
infinito y desde la que puede verse gran parte del terreno de juego, incluso también
una parte no pequeña de las gradas. Sí, parece que fue ayer, y sin embargo han
pasado ya ocho años desde entonces, ocho largas temporadas jugando en primera
división, más de doscientos partidos saliendo a competir al más alto nivel en
este puesto de tanta responsabilidad, como último baluarte defensivo del
equipo, guardando la portería, ese otro arco rectangular, como éste, que no
conduce a la victoria o a una cruel derrota. Más de cien partidos jugados en
este mismo campo, ante nuestra propia afición fiel, y más de cien partidos
jugados ante otras aficiones extrañas, en campos muy diversos a lo largo y a lo
ancho de toda España; incluso, también, en algunas ocasiones, en otras ciudades
europeas. Viajando casi todas las semanas de un lugar a otro y sin tiempo, no
obstante, para conocer las ciudades que visitamos más allá de los propios
campos de fútbol en los que jugamos o, en algunas ocasiones, los hoteles en los
que nos alojamos.
Sí;
ocho años ya y todavía me siento como un extraño cada vez que salto a un
terreno de juego. Cada vez que está a punto de empezar un nuevo partido, y me
asomo al exterior desde uno de estos vanos, todavía siento en el estómago el
cosquilleo de la primera vez, cuando estaba a punto de debutar por fin en el
primer equipo. Aquel día fueron mis propios compañeros veteranos, aquellos a
los que hasta entonces sólo había visto jugar, soñando mientras entrenaba con
ellos que alguna vez me convertiría yo
también en uno de ellos, los que me animaron, los que hicieron que yo pudiera pasar
aquel trago de la mejor manera posible, los que convirtieron aquel día en algo
que ya no podría olvidar en toda mi vida. Todavía recuerdo el resultado de
aquel partido, una derrota piadosa contra un equipo bastante superior al
nuestro, de la que nadie, ni mis compañeros, ni el público, ni los periodistas,
que algunas veces son tan injustos con nosotros, poniéndonos por las nubes o
descendiéndonos a los infiernos dependiendo en ocasiones sólo de su propia voluntad,
me hicieron culpable. Ahora soy yo quien animo a otros jóvenes que debutan, y
sin embargo, insisto, aún siento el temblor de aquel momento, el miedo a perder
que ya sentí la primera vez que salté al campo, como si yo siguiera siendo
todavía el eterno debutante de aquella vez primera.
Pero
hoy siento que hay algunas cosas que hacen diferente este día al resto de los
días. En otras ocasiones al menos contaba con el rostro de Sandra, elevándose
por encima de todos esos rostros que me animan y me abuchean. En todas las
ocasiones anteriores me bastaba con recordar su sonrisa, sus ojos glaucos
sonrientes creando estrellas ante mí cada vez que la tenía cerca, para hacer
que me olvidara de aquella serpiente silenciosa en el mismo memento en que el
árbitro indicara el inicio del partido. Sí, hoy es diferente porque ahora no
veo ya esas estrellas de sus ojos cuando la recuerdo, ya no recuerdo su sonrisa
callada cuando la imagino. Ahora sólo recuerdo su gesto adusto, el mismo que
ella mantenía la última vez que estuve con ella, y que todavía me persigue a través
de la memoria. Ya casi no recuerdo cuáles fueron los motivos que originaron
aquella discusión; sólo que nos gritamos, y que después, cuando ya nos
separábamos, unas lágrimas solitarias estaban prestas a asomar a través de sus
ojos cristalinos. Como de los míos ahora, cuando me preparo para asomar,
triste, abatido, por ese arco sin puertas que sin embargo está cerrado para los
sentimientos de todos los espectadores.
¿Qué
es lo que me está pasando esta tarde? Sé que no debería sentirme así, que se lo
debo a todo el mundo, a mis compañeros sobre todo, pero también a los
aficionados que están en las gradas y también a esos otros aficionados que van
a ver el partido a través de una pantalla de televisión. Sé que no me debería
afectar tanto esa discusión que tuve el otro día con Sandra, y siento que la
preocupación está creciendo conforme pasan los minutos, conforme avanza la hora
en el que árbitro indicará el inicio del partido. Sé que la gente me está
mirando, que lo espera todo de mí, y que yo no debo fallarles porque a ellos no
les importa en realidad, no debe importarles, que ti haya discutido
recientemente con la mujer a la que amo. Y sin embargo, no puedo apartar de mi
memoria los fantasmas que me obsesionan. ¿Qué puedo hacer entonces? ¿Debo
hablar con el entrenador y confesarle que hoy, después de ocho años, no estoy
preparado por primera vez para saltar al terreno de juego? ¿Debo dejar que me
sustituya antes de que sea demasiado tarde para hacerlo?
¿Dónde
estará Sandra ahora? Los primeros años solía venir al estadio cada vez que
había partido y me animaba, y yo sentía su sonrisa fugaz siempre allí, y verla
en la grada me hacía sentirme mejor. Yo creo que fue eso lo que me convirtió en
uno de los mejores guardametas del mundo, no mis propias cualidades debajo de
los palos. Cuando miraba los periódicos el día siguiente del partido y leía con
calma las crónicas del partido, los análisis de los supuestos expertos
deportivos que firmaban las columnas de los diarios especializados, a menudo me
venía a los labios una sonrisa decondescendencia, pensando en la falta de rigor
de esos supuestos especialistas. Ellos hablaban de mis reflejos en los disparos
cercanos, sin apenas tiempo para la reacción del guardameta; de mi habilidad en
las jugadas mano a mano, cuando el delantero del equipo contrario se quedaba
sólo delante de mí; de mis salidas en los balones aéreos. No saben los
periodistas sin embargo, porque ellos nunca han sido futbolistas, que en el
deporte, como en todo en la vida, más allá de las condiciones técnicas de los
futbolistas, su estado anímico también tiene mucho que ver con las victorias y
con las derrotas, y que la sempiterna presencia de Sandra dentro de mi alma fue
lo que me convirtió en realidad en uno de los porteros mejor preparados de la
liga. Fue precisamente su presencia en cada partido que jugaba, sobre todo
cuando lo hacía en casa, lo que me hacía llegar mejor a los balones.
Y
durante esos primeros años, Sandra nunca
había dejado de asistir a los partidos que yo jugaba, siempre sentada en esa
butaca de la segunda fila, siempre en el mismo sitio, detrás de la portería
para que yo, al menos durante una de las dos mitades en las que se divide el
partido pudiera sentirla cerca de mí. Sin embargo, esta temporada ella ha
dejado de venir, al menos tan asiduamente como antes lo hacía; una temporada
completa en la que yo he venido bajando paulatinamente mi rendimiento durante
los partidos. Al menos, eso dicen los periodistas en cada uno de los análisis
que hacen, y no aciertan a comprender los motivos reales que han podido provocar
esa bajada en el rendimiento. No comprenden que yo ahora, al no tener a Sandra
tan cerca de mí, al sentirme huérfana de sus ojos y de sus labios, ya no soy el
mismo portero de otros años.
Van
avanzando los minutos, y yo sigo sintiendo el mismo miedo que sentía al
principio del partido, el mismo terror a encajar un gol que en el momento en el
que el árbitro indicaba el principio del partido. Por eso no quiero que los
delanteros contrarios se acerquen a mi portería; por eso grito continuamente a
mis defensas para que saquen la pelota cuando ésta se encuentra cerca del área,
les pido que alejen el balón, que lo mantengan todo el tiempo que puedan en el
campo del equipo contrario para que yo pueda sentirme tranquilo y tenga tiempo
para mirar con calma hacia las gradas y buscar, al otro lado de mi propia
portería, la mirada comprensiva y cercana de Sandra. Por un momento me había
parecido verla, trasladada un poco hacia la derecha del lugar que ella ocupa
normalmente, pero después, cuando he tenido un poco más de tiempo para mirarla
más detenidamente, me he dado cuenta de que no era ella, que a pesar de que
también se trataba de una chica muy atractiva, casi tanto como Sandra, esa
joven no podía compararse con la mujer de mis sueños. Y entonces la desolación,
como una losa insoportable, se ha adueñado de mi corazón abatido. Y casi no le
he hecho caso cuando, mientras me acercaba hacia el lugar que ella ocupaba para
recoger un balón que había salido fuera, , me pedía que le diera mi camiseta
una vez que el árbitro diera por concluido el encuentro.
Veinte
minutos ya, y todavía no ha sucedido nada importante en el encuentro… Treinta
minutos, y apenas dos o tres disparos por parte de los nuestros que, sin
embargo, el portero contrario no ha
tenido demasiadas dificultades para detener; menos mal que de momento nuestros
defensas están haciendo un gran partido, y apenas han dejado que los otros se
acerquen con peligro a nuestra portería… Cuarenta minutos, y ese disparo iba
demasiado envenenado. Menos mal que el central ha conseguido meter el pie y
desviar la trayectoria del balón que ya se colaba a puerta; nunca habría
llegado a atajarlo si él no lo hubiera despejado a saque de esquina… Cuarenta y
dos minutos y todo ha cambiado en un momento. No entiendo qué es lo que me ha
podido suceder. Ese balón no era demasiado difícil, templado, sin fuerza. Sólo
tenía que salir unos pocos metros fuera del área pequeña para atraparlo con
seguridad, antes de que pudiera llegar el delantero contrario, y sin embargo la
pelota se ha cerrado peligrosamente antes de que yo pudiera llegar a ella y se
ha colado dentro de la portería sin que nadie pudiera rematarla o despejarla.
Mañana los periodistas dirán que el gol ha sido culpa mía, que sigo bajo de
forma, que el equipo debe pensar en sustituirme bajo los palos. Ellos seguirán
sin comprender que lo único que me falta es la fuerza que Sandra me da cada vez
que ella viene a ver el partido.
Algunas
veces, esos mismos periodistas critican también que yo no me implico los
suficiente con el equipo, que no celebro con ellos los goles que marcan, que
soy demasiado frío cuando me dirijo a mis compañeros. ¿Qué saben los
periodistas lo que a mí se sucede en realidad? ¿Qué saben ellos lo que está
pasando en mi interior cada vez que se produce un cambio en el marcador del
partido? A menudo se habla de la soledad que siente el corredor de fondo; de
que el atleta que tiene que enfrentarse a una carrera de larga distancia la
tiene que hacer casi toda en solitario, que nadie le va a acompañar nunca desde
el momento en que se da la salida hasta que cruza la meta y puede alejar por
fin de sí mismo todos los miedos que arrastra con él. Hablan también de la
soledad del ciclista en cada carrera, sobre todo cuando se ha escapado del
resto del pelotón y buscan en la carretera el triunfo de la etapa, y también
cuando se han descolgado, y notan como los músculos de las piernas se
agarrotan, y los pedales apenas pueden girar lentamente alrededor de su eje.
Pero,
¿qué saben los periodistas de la soledad que sufre en cada partido el
guardameta de un equipo de fútbol? Mientras todos sus compañeros corren detrás
de un valor a lo largo y a lo ancho de un terreno de juego, ellos se sienten un
poco ajenos a ese ir y venir, lejanos, como un dragón herido que debe guardar
la puerta de entrada los infiernos, impedir que nada ni nadie pueda penetrar en
su castillo durante los noventa minutos que dura cada partido de fútbol. Por
eso algunas veces no celebro los goles que marcan mis compañeros, porque ellos
suelen estar en la esquina más lejana a mi área, abrazados entre sí, felices
por lo conseguido. Sí, yo también los siento lejos, y por eso mi alegría
siempre va por dentro, y mis celebraciones son siempre abrazado a una mujer
invisible que nadie puede ver, mi Sandra, que sé que desde su asiento de la
fila segunda se alegra conmigo en las victorias y también se desespera como yo
en cada una de las derrotas.
Sesenta
minutos ya de partido, y aún no ha pasado nada nuevo… ¿Será verdad que una vez
más vamos a perder, y otra vez por la mínima? Ya son demasiados partidos en
esta temporada que terminamos con ese resultado tan apretado, perdiendo apenas
por un gol de diferencia. Sí, es cierto que al final lo que cuenta en los
partidos de fútbol es el resultado, las victorias y las derrotas, y que da lo
mismo si al final la derrota se ha producido por un gol de diferencia o por
cinco goles. Lo que importa al final son los puntos, o al menos eso dicen los
periodistas y también los propios aficionados, y da lo mismo si el equipo ha
jugado bien o no, si no se ha podido lograr el empate porque han ido algunos
balones al poste o si el árbitro no ha pitado algún penalti a nuestro favor. Da
lo mismo si se ha perdido por culpa de la mala suerte o de algún error
importante del árbitro, que al fin y al cabo los árbitros son humanos y algunas
veces se equivocan. Y en este partido, al que ya apenas le resta poco más que
un cuarto de hora, todo camina por desgracia hacia un final muy parecido al de
los últimos partidos que hemos jugado en nuestro estadio.
Ochenta
minutos, y las protestas de un grupo de aficionados, los más ultras del equipo,
precisamente esos que ahora ocupan las graderías que están detrás de mi
portería, están arreciando, como siempre. Ya no sé si esos aficionados pagan
para ver un partido de fútbol, o si en realidad sólo vienen a arrojan fuera de
sí su propia frustración, metiéndose con nosotros, con los jugadores que
defienden la camiseta de su propio equipo. Sé que no debo quejarme, que ellos
son los que pagan, y por ello, porque pagan, tienen derecho a meterse con el
equipo, tienen derecho a protestar porque de alguna manera se sienten
traicionados, aunque deberían ser conscientes también de que somos precisamente
nosotros, los propios jugadores, los que más deseamos la victoria de su equipo,
precisamente porque somos nosotros los que más nos jugamos con ella. Sí, somos
nosotros los que nos jugamos los títulos, las primas, los posibles fichajes con
otros equipos de superior categoría. Pero a pesar de ello, debemos soportar que
el público se meta con nosotros en cada partido en el que las cosas no nos
salen tal y como a nosotros nos gustaría.
Sí,
durante los partidos debemos sufrir los pitos de algunos aficionados, y todos
nosotros somos conscientes de ello. Pero, ¿por qué tenemos que sufrir también
sus insultos? Una cosa es que la gente no esté de acuerdo con lo que hacemos, y
otra muy distinta es que tengamos que soportar todo lo que dicen de nosotros.
Ellos nos insultan, a nosotros, a nuestras familias, y sin embargo, ¿qué saben
ellos, una vez que el árbitro indica el inicio del partido, cómo nosotros nos
encontramos realmente por dentro? ¿Qué saben ellos si yo he discutido con
Sandra, o si alguno de mis compañeros tienen algún problema de verdad
importante que no le permite rendir como es debido, o le ha sentado mal la
comida del día anterior? Los aficionados dicen que somos profesionales, que
debemos expulsar nuestros miedos y nuestras preocupaciones antes de que se
inicie el partido, pero nosotros sabemos que eso muchas veces resulta imposible,
que el fútbol, como todos los deportes, tiene mucho que ver con la psicología,
con el espíritu anímico del deportista, y que eso, lo queramos o no, también
influye en nuestro rendimiento real dentro del terreno de juego. Por eso,
porque no consigo alejar a Sandra de mi pensamiento, porque no puedo olvidar
sus ojos, sus labios, porque la veo en los rostros de todas las mujeres
hermosas que están viendo el partido de fútbol, es por lo que he encajado ese
gol tonto que quizá nos cueste una vez más la derrota. Ese gol ha sido culpa
mía, lo sé, pero no puedo escapar de todo esto, y tendré que contar también con
ello mañana, cuando lea en los periódicos la crítica del partido.
Ya
son más de ochenta minutos y todo sigue igual. Ahora sí que esto está acabado.
No queda ya tiempo suficiente para poder remontar el resultado. Mañana los
diarios harán una crítica del partido de esas a las que ningún deportista nos
gusta, sobre todo de mí, que con el gol que he encajado de esa manera tan
absurda he sido el culpable de la derrota de mi equipo. Los minutos siguen
pasando inexorables, y el equipo contrario sigue perdiendo tiempo, buscando que
el cronómetro llegue cuanto antes a su final definitivo. No les culpo por lo
que hacen; yo en su lugar haría lo mismo. Me tiraría sobre la hierba, igual que
hacen ellos, cada vez que tuviera ocasión de hacerlo, robándole al reloj unos
minutos preciosos. Todo puede ser bueno con tal de que el equipo contrario no
te quite el balón y pueda remontar un contragolpe que suponga el gol del
empate. Tres puntos pueden resultar muy valiosos a estas alturas del
campeonato, para seguir ocupando una posición relativamente buena en la tabla
de clasificación.
Dicen
que mientras hay vida hay esperanza, que ésta es lo último que se pierde, los
partidos de fútbol son como la vida misma y que hasta que el árbitro no indica
el final del encuentro todos tenemos que seguir luchando para conseguir la
victoria o, como mínimo, el empate, por muy mal que se pongan las cosas desde
el primer minuto y por muchos goles que vayamos encajando en cada recodo de
nuestro tiempo. Pero es que la realidad nos demuestra que el árbitro ya ha
pitado el final de este partido, y la derrota de nuestro equipo ha sido la
triste consecuencia de ese fallo tan estúpido que yo cometí en aquella salida
falsa en la que no fui capaz de atrapar el balón. Por esto otra vez hemos
perdido y por eso, otra vez, nuestros propios aficionados me despiden con
pitos, con insultos incluso. Pero es que esta vez la derrota ha sido claramente
por mi culpa, y por eso soy yo, de todos mis compañeros, quien tiene que hacer
frente a las críticas más terribles. Es doloroso, desde luego, pero no les
culpo por ello.
Y
sin embargo, no todo se ha perdido. Cuando salía del terreno de juego y me
dirigía al túnel de los vestuarios me ha parecido ver a Sandra otra vez,
ocupando un lugar en las gradas más cercanas del túnel. No estaba en su lugar
de costumbre, sino en esa zona cercana a la mitad del campo, y por eso es por
lo que yo había creído todo el tiempo que ella hoy tampoco había venido a ver
el partido. Y por un momento, cuando ella se ha dado cuenta de que yo la miraba,
sus labios se han contraído de nuevo en una mueca parecida a la sonrisa, una
dulce sonrisa que ha venido a sustituir en su rostro a esa lágrima solitaria
que había empezado a asomar a sus ojos glaucos después de la derrota; una
lágrima originada quizá, o eso quiero creer, por todos esos aficionados que me
insultaban sin conocer los motivos reales que habían originado aquel torpe
falle en mi salida, cuál había sido la marea vaga que en esos momentos me
invadía por dentro.
Sí,
por un momento Sandra me ha sonreído, y por ello creo que éste nuevo partido al
que ahora me estoy enfrentando lo voy a ganar, que vamos a ganar juntos, ella y
yo, ese difícil partido con el que la vida nos obsequia de nuevo.
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