Estaban
ya empezando a asomar las primeras luces del nuevo día cuando Andrés abrió la
puerta de la calle y se asomó a ese mundo exterior que en aquel momento estaba
empezando a desperezarse. A él nunca le había costado demasiado trabajo
madrugar, ni siquiera cuando era más joven, en aquellos años en los que uno
intenta quedarse más tiempo dentro de las sábanas con el fin de que al cuerpo
se le olvide que es la hora de levantarse para ir al colegio. Por ello, prefería
esas horas en las que todavía no hace demasiado calor, sobre todo en aquella
época del año, en la que Madrid se adelgaza de habitantes, y los rayos del sol
se van hundiendo cada vez más sobre las calles solitarias. Sí, prefería esas
horas matutinas, casi noctámbulas, porque también a Tim, su husky siberiano, se
le hacía demasiado insoportable tener que hacer frente a ese calor del
mediodía, con su largo pelo grisáceo, casi blanco, y con esos ojos claros, de
color turquesa, casi transparentes.
Cuando llegó a la plaza de Atocha,
las mujeres de piedra que adornan la fachada del Ministerio de Agricultura
parecía que le estaban sonriendo. Pero cuando miró en dirección al centro de la
plaza y sus ojos se encontraron con el extraño monumento que recordaba la memoria
de todos los fallecidos en los atentados terroristas del 11 de marzo, cuando
vio ese enorme cilindro de cristal que conforma su parte superior, la parte que
está visible desde la propia plaza, no
pudo evitar que una enorme ola de amargura y de tristeza le invadiera el alma.
Todos los días se encontraba con ese monumento, y el monumento invariablemente
le devolvía a la memoria recuerdos dolorosos, y por eso Andrés no había logrado
acostumbrarse a su presencia. Pensó en lo absurdo del destino, escurridizo,
escondido siempre de la mirada de todos los interesados. Pensó en todos
aquellos hombres y mujeres que, como él mismo acababa de hacer pocos minutos
antes, habrían estado aquella lejana mañana del mes de marzo de hacía siete
años arreglándose, con el fin de poder llegar a tiempo para coger los trenes
que les llevarían hasta sus puestos de trabajo, de todos esos jóvenes
dispuestos a acudir a la universidad o a los institutos cercanos. Hasta Tim se
dio cuenta de que la mente de ese hombre permanecía en esos momentos ocupada
con algún recuerdo doloroso, y a pesar de que su olfato le decía que estaba ya
próximo el parque, dejó por un momento de tirar de la cadena que le unía a su
amo y permaneció extrañamente quieto durante unos minutos.
Apresuró el paso para alejarse de
aquel lugar. Avanzó por el paseo del Prado, bajo los enormes álamos centenarios
que daban una sombra que aún no era necesaria para los paseantes, junto a la
verja que cerraba por aquel lado el extremo del jardín botánico. Cuando se dio
cuenta de que el lugar a donde iban estaba ya cercano, Tim apresuró el trote,
de modo que Andrés casi tenía que correr si no quería que la correa del perro
terminara por romperse. Y como hacía cada día, dobló la esquina cuando llegó al
extremo del Museo del Prado. Recordaba todas las veces que había paseado entre
sus salas, admirando las obras de Velázquez, de Goya, de Rubens. Sin embargo,
hacía mucho tiempo que no había vuelto a entrar en el museo, desde el día ya
lejano que lo había hecho por última vez de la mano de Sandra, aquella
estudiante de historia del arte con la que había estado saliendo durante tres
años inolvidables. Pero un día Sandra desapareció para siempre de su vida, y él
ya no volvió a entrar nunca más en aquel museo que tantas veces había visitado
con ella.
Tim y Andrés se adentraron por fin
bajo el quicio de la puerta de entrada al parque del Retiro, y en el momento
que entraban, como cada día durante esas horas, les saludaron de forma casi
inapreciable los bustos de bronce de algunos escritores importantes. Nada más
estar dentro del parque, Andrés soltó a Tim y dejó que el animal corriera
alegremente entre los arrayanes del parque, pero sin abandonar en ningún
momento los paseos de tierra porque su dueño le había acostumbrado desde que
sólo era una cría a no pisar la hierba de los jardines, los rosales y los
macizos de petunias y de tulipanes, que en aquellos días calurosos estaban ya
empezando a agostarse. Y desde la entrada siguieron avanzando a través de los
paseos, todavía solitarios por lo temprano de la hora. En ocasiones el perro
avanzaba demasiado deprisa, se alejaba de su dueño, y entonces se veía obligado
a regresar, también a la carrera, y por un momento, agotado, se quedaba detrás
de éste, mientras recuperaba el aliento, y se preparaba de nuevo para reanudar
el galope.
Dejaron atrás el lago, que en aquel
instante, con el sol ya un poco más alto en el cielo le parecía a Andrés como
la superficie pulida de un espejo. Todas las barcas estaban aún amarradas a la
orilla, y los quioscos cercanos permanecían aún cerrados, aunque muy pronto
volvería a recuperar su diaria actividad, y se llenarían de abuelos y de nietos, ansiosos de saciar la sed con un
refresco o con una lata de cerveza. Andrés dirigió entonces la mirada hacia el
lugar en el que se alza el monumento al rey Alfonso XII, y ese regio conjunto
monumental le pareció como un remedo de aquel otro que los romanos le habían
dedicado pocos años antes a su propio monarca, a Víctor Manuel. Con nuevas
sombras inquietándole en el alma, el hombre se alejó también de aquel lugar. No
se dirigía a ningún lugar en concreto, sólo deseaba alejarse del extraño lago y
del extraño monumento, y apenas pudo darse cuenta de dónde se encontraba
ahora cuando sus ojos se toparon con
otro edificio singular, el Palacio de Cristal.
¿Cómo era aquél refrán ridículo que
de manera tan fiel definía todo eso que a él le estaba pasando en ese preciso
instante? Algo referente a salir de Málaga y entrar en Malagón, creía
recordar… El edificio había sido
edificado en 1887 a imitación del Crystal Palace de Londres, con el fin de
albergar en él la exposición de las Filipinas, que en aquellos finales del
siglo XIX estaba intentando acercar a los españoles la vegetación típica de la
colonia asiática. Rodeado también de un hermoso lago artificial poblado de
hermosos ejemplares de cipreses, de esos cipreses denominados de los pantanos
por los especilistas, había sido en tiempos un coqueto invernadero,
transformado mucho tiempo después en una sala de exposiciones.
Aunque la puerta de entrada a la
sala se encontraba aún cerrada en aquel momento, a través de sus paredes
transparentes de cristal, por el entramado de hierros y de mármoles que le
servían de soporte, pudo entrever algunos de los cuadros que formaban la
exposición que permanecía colgada en el interior del edificio durante esos
días. No conocía el nombre del autor de aquellos lienzos, pero desde el puesto
de observación que él ocupaba podía darse cuenta de que se trataba de uno de
esos pintores modernos que realizan un tipo de pintura basado todavía demasiado
en la escuela del pop-art, que pusieron de moda en los años cincuenta y sesenta
artistas como Andy Warhol y Roy Lichtenstein. Aquello al menos hubiera sido lo
que opinaría de esos cuadros Sandra si en ese momento ella estuviera allí,
compartiendo con él ese airecillo fresco que todavía podía respirarse dentro
del Retiro y las alegres carreras de Tim entre los setos de boj.
Quizá fuera por intentar hacer algo diferente, que
le alejara definitivamente de aquellos lejanos recuerdos de Sandra, y de otros
recuerdos mucho más recientes de los que estaba haciendo todo lo posible por
olvidarse, pero que sin embargo permanecían machaconamente allí dentro, en el
interior de su cerebro, por lo que cogió una rama del suelo y llamó por su
nombre al perro, que en ese momento se había alejado demasiado del lugar en el
que él estaba. Pocos segundos más tarde, el animal apareció por la línea del
horizonte, ladrando alegremente, y cuando llegó hasta el lugar en el que se
encontraba su dueño, éste arrojó con fuerza la rama dejos de sí, y esperó a que
Tim se la devolviera. Una y otra vez Andrés fue tirando la rama hacia rincones
diferentes del parque, una vez y otra el perro se la devolvía, moviendo la cola
a un lado y a otro mientras regresaba con la rama, resoplando con fuerza y
ladrando cuando su dueño intentaba quitársela de entre las fauces.
Así hasta que una de las veces Tim se paró muy cerca
del lugar donde la rama le esperaba. Sin atreverse a cogerla con la boca, el
animal empezó a ladrar con insistencia, con tanta insistencia que Andrés ya se
había dado cuenta de que el perro debía estar oliendo alguna cosa extraña,
diferente, que le impedía acercarse a ella. Y mientras caminaba con precaución
hacia el lugar en donde Tim se encontraba plantado, una mueca mínima le asomaba
al rostro, una mueca que hubiera podido pasar desapercibida a cualquier posible
testigo de la escena si no hubiera sido porque en aquel momento en el parque
del Retiro, al menos en aquella parte del parque, sólo permanecían ellos dos,
el animal y el hombre.
Cuando llegó hasta el lugar en donde le esperaba el
animal, Andrés tuvo que sujetarlo por el collar y alejarlo de allí. Después se
adentró él mismo entre el follaje, buscando el lugar exacto hacia donde el perro
estaba apuntando con sus ladridos desacompasados. Apenas le costó unos pocos
segundos acostumbrar sus ojos a la mínima luz que había en esa zona del parque
cuando lo vio. Primero fue una mano, extraordinariamente bien conservada a
juicio del chico. Después se dio cuenta de que la mano estaba acompañada por su
brazo, y finalmente, también por el resto del cuerpo, un cuerpo desnudo de
mujer caído de espaldas sobre la hierba y la hojarasca dejada allí desde el
final del último otoño.
La última sensación que Andrés tuvo de todo ello fue
la mirada de la chica, una mirada perdida en un punto concreto del cielo, en
una nube solitaria que en ese momento estaba cruzando por el horizonte. ¿Sería
verdad lo que dicen algunas novelas policiacas, que lo último que una persona
puede ver cuando se está muriendo permanece durante mucho tiempo impreso en el
fondo de los ojos de la víctima, como si se tratara de una fotografía que poco
a poco se va difuminando? Y en el caso de que ello fuera cierto, ¿qué escena
estaría todavía viva en el interior de aquellos ojos glaucos sin vida?
Dos horas después, el inspector
Picavea se estaba colando por debajo de una cinta amarilla de tela que marcaba
el lugar de la posible escena del crimen. Mientras caminaba con paso firme
hacia el lugar en donde se había producido el hallazgo del cuerpo vio como se
acercaba hacia él un agente uniformado al que ni siquiera conocía, y sin dejar
a que el otro terminara de llegar a su lado, sacó del bolsillo de su americana
la cartera, la abrió y le puso ante los ojos la documentación que le
identificaba como funcionario del Cuerpo Superior de Policía. Ante un primer
rayo de sol, el escudo de la policía brilló, deslumbrando por un momento a ese
hombre que intentaba cortarle el paso.
-
Perdone,
señor inspector. No le había reconocido.
-
No
debes preocuparte por ello. Las ordenanzas no nos obligan a que tengamos que
conocernos personalmente todos los defensores de la ley… ¿Quién se encuentra en
estos momentos al mando de la investigación?
-
El
subinspector Fernández le está esperando al lado del cadáver. Me ha dicho que
le lleve hasta allí en cuanto venga. A propósito de ello, el forense y el juez
de guardia todavía no han llegado.
Mientras Picavea era conducido hasta el lugar en el
que su compañero le estaba esperando, fue registrando con la mirada, uno a uno,
cualquier detalle que le pudiera resultar interesante, detalles que sin duda le
podrían ser útiles después, en el transcurso de la investigación. Aquí y allá,
desperdigados por todo el campo remarcado con la cinta amarilla, algunos
hombres vestidos con un mono azul, y con guantes de látex en las manos con el
fin de evitar que de manera involuntaria pudieran contaminar las pruebas
encontradas, iban introduciendo en pequeñas bolsitas de plástico, algunos de los
objetos que iban encontrando en el escenario: colillas sueltas de tabaco;
restos biológicos que el asesino pudiera haberse dejado olvidado a la hora de
cometer el crimen,… Eran los especialistas de la policía científica, quienes
iban reuniendo y clasificando todas las pruebas encontradas antes de
introducirlas a su vez dentro de un pequeño maletín de aluminio plateado.
Después, en la soledad del laboratorio, tendrían tiempo suficiente para
analizar con detenimiento cada una de esas pruebas, esperando a que su estudio
pudiera arrojar a los investigadores nuevas luces sobre un asesinato tan
absurdo como parecía.
En efecto, el subinspector se encontraba en ese
preciso momento reclinado sobre el cadáver encontrado por Andrés, estudiando a
su vez cada detalle de la chica y del lugar en donde el cuerpo se encontraba,
mientras que otro policía de paisano, con una cámara fotográfica colgada del
cuello, estaba sacando imágenes de todos los detalles que al otro le parecían
de interés. A Picavea, el clic que hacía el obturador cada vez que el fotógrafo
disparaba le parecía como la pequeña detonación de una pistola; todavía no se
había acostumbrado a esa violación de la intimidad de la víctima, de cualquier
víctima, a pesar de que era consciente de que en la manera actual de trabajar
de sus compañeros, la impresión de todo lo que veían en un registro fotográfico
era algo necesario.
-
Buenos
días, Arturo. Ha sido ese joven que ahora se encuentra allí, apoyado en ese
castaño de indias centenario, el que ha encontrado el cadáver a primera hora de
la mañana, cuando el parque debía encontrarse aún sumido en la más absoluta
soledad. En realidad, parece que estaba jugando con su perro, y fue el animal
el que se encontró a la chica muerta y comenzó a ladrar de manera desaforada. ¿Quieres
que te lo presente para interrogarle?
-
No,
todavía no. Prefiero esperar un poco y ver antes lo que nos puede decir el
forense. ¿No tienes idea de cuánto tiempo puede aún tardar en venir?
-
Parece
ser que esta noche ha estado movidita en Madrid. Ha aparecido otro cadáver más,
un hombre ya mayor, en el otro extremo de la ciudad, y ha tenido que ir él
también a reconocerlo. Tendremos que tener un poco de paciencia.
Sin embargo, no había transcurrido demasiado tiempo
antes de que dos hombres de mediana edad, elegantemente vestidos con trajes
caros y calzados sin embargo con zapatos cómodos, zapatos preparados para andar
por superficies difíciles e irregulares, se acercaban ya desde la esquina
opuesta al lugar en donde ellos se encontraban, allí donde la policía lo había
cercado todo aquello con esa cinta amarilla. Picavea conocía al médico, de
otros casos que ambos habían compartido con anterioridad. Después de los
saludos preceptivos, el subinspector se fue a poner al día al juez mientras
dejaba que el forense, siempre al lado de Picavea, hiciera un primer examen
superficial del cuerpo hallado por Andrés. Media hora más tarde, éste había
dado por terminado ese primer examen; eso era todo lo que él podía hacer allí,
con los escasos medios con los que contana en el propio escenario del crimen.
Todo lo que podía hacer ya a partir de ese momento tendría que hacerlo en la
propia sala de autopsias.
-
Lo
primero que puedo decirte lo puedes ver tu mismo con tus propios ojos. Se trata
de una chica bastante joven, de unos dieciséis o, todo lo más, diecisiete años.
Cuando le haga la autopsia podremos saber con exactitud la edad de la chica.
Por otra parte, el rigor mortis que presenta no es todavía demasiado acusado,
lo que me hace suponer que apenas debe llevar muerta unas seis o siete horas,
posiblemente desde las últimas horas de la noche de ayer o las primeras de la
madrugada. La otra cosa que quiero decirte es más desagradable todavía: ya
sabes que el cuerpo ha aparecido desnudo, despojado de la ropa, y ello me
induce a pensar que ha sido objeto de algún tipo de violencia sexual antes de
morir asfixiada, algo que por otra parte parecen demostrar las contusiones que,
en un número abundante, presenta el cuerpo por todas partes, sobre todo por la
parte del abdomen y de los muslos. Además, se aprecian algunas heridas
superficiales en los dedos de las manos, de esas que los especialistas tendemos
a considerar como heridas defensivas, lo que parece indicarnos que la chica
intentó en todo momento defenderse durante el acto… Por ahora debes conformarte
con esto. Tendré redactado el informe definitivo mañana mismo, cuando le haga
la autopsia y pueda confirmar todas estas suposiciones. Te lo envío a la
comisaría, como siempre.
Cuando Picavea se despidió del médico llamó a su
subordinado, que ya había terminado también de hablar con el juez y procedía a
ordenar el levantamiento del cadáver.
-
Está
bien. Puedes decirle al testigo que estoy esperándole para charlar un rato con
él. Pero sé cuidadoso cuando lo hagas. Recuerda que, al menos por el momento,
se trata sólo de la persona que ha encontrado el cadáver de la chica.
Desde
que había aparecido el cuerpo de la chica cerca de uno de los setos del parque
del retiro habían transcurrido ya diez o doce días, repletos de tensión en los
que la investigación seguía estando aún tan atrasada como desde el principio.
Tal y como el forense había prometido, su informe le había llegado al inspector
Picavea al día siguiente al del luctuoso hallazgo, y si bien dicho informe
confirmaba algunas de las suposiciones adelantadas por el patólogo en un primer
momento, algunas otras habían sido descartadas.
Así,
la causa de la muerte había sido la repentina falta de oxígeno en los pulmones
de la víctima, lo que unido a los pequeños hematomas que el cadáver presentaba
en el cuello, más o menos a la altura de la tráquea, causados probablemente por
una fuerte presión de unos pulgares, hacía pensar que la fallecida había sido
estrangulada. El estado de conservación del cuerpo demostraba también que la
muerte debía haberse producido sobre las diez o las diez y media de la noche.
Por otra parte, el examen de los huesos hacía notar así mismo que la niña debía
tener unos dieciséis años, tal y como se demostraría poco tiempo después,
cuando se pudo confirmar la identidad de la fallecida; cuando se encontró el
cuerpo tumbado sobre el césped ella no tenía ningún objeto personal encima, ni
tampoco se pudo encontrar en las cercanías nada que pudiera haber pertenecido a
la víctima. Sin embargo, el estudio detenido del cuerpo no había podido
confirmar que la chica hubiera sido objeto de violación antes de ser asesinada.
No había restos de semen en el interior de su cuerpo, ni tampoco sobre la piel.
Por el contrario, daba la impresión de que las contusiones que en un principio
habían visto en el vientre y en las piernas hubieran sido provocadas por un
forcejeo entre la víctima y su asesino. Como era previsible por otra parte,
tampoco había restos de alcohol, ni de ningún otro tipo de drogas, ni en el
estómago de la chica ni en el resto de su aparato digestivo.
Por lo demás, muy poco era lo que desde ese momento
se había podido averiguar sobre el caso. Gracias a una casualidad, la policía
pudo saber la identidad de la víctima, cuando los padres de la chica fueron a
la misma comisaría en la que estaba destinado Picavea dos días después de haber
sido encontrado el cadáver, con el fin de denunciar la desaparición de su hija;
cuando los padres le enseñaron al policía que estaba de guardia en el centro de
recepción la fotografía de su hija, éste se dio cuenta inmediatamente del
parecido que existía con las fotografías que se habían hecho de la chica
hallada en el parque del Retiro y avisó de ello al subinspector Fernández, que
a su vez avisó al inspector Picavea, quien desde un primer momento estaba
llevando el caso. Se trataba de Sonia González Mesa, una estudiante de primer
curso de bachillerato en un instituto del centro de Madrid que nunca había
tenido relación con sucesos de ese tipo. Por supuesto, les preguntaron a los
padres por qué habían tardado tanto tiempo en denunciar la desaparición de la
hija, pero ellos contestaron que ella les había prometido que iría a pasar el
fin de semana a la casa de una amiga.
-
¿Cómo
se llama esa amiga, y dónde vive? Comprenderán que debemos confirmar este
hecho, pues puede estar de alguna forma relacionado con la muerte de su hija.
El padre les dio la dirección de la amiga, y los dos
policías, sin mayor pérdida de tiempo fueron a hacerle una visita. A pesar del
estado de nervios en el que la chica empezaba a encontrarse desde el momento
que los dos hombres le confirmaron que eran policías, y sobre todo desde que
ellos le informaron que su amiga había sido asesinada, ella les informó que era
cierto que esperaba para el fin de semana anterior la visita de la chica, pero
que ella nunca llegó a presentarse en su casa. Aquello no le había parecido
extraño, pues pensaba que en el último momento sus padres habían cambiado de
opinión, y no le habían permitido marcharse varios días de su casa.
Por otra parte, las investigaciones en el instituto
en el que estudiaba la víctima no arrojaron ninguna luz, ni tampoco las que se
hicieron en su entorno familiar. El caso seguía estando atascado cuando, dos
semanas más tarde, Arturo Picavea se decidió a hacer una visita de cortesía a
su amigo Hamete. Por supuesto, hablaron del caso, y en un momento de la
conversación éste le preguntó al otro si habían interrogado a la persona que
había encontrado el cadáver de la chica.
-
Desde
luego. Yo mismo le interrogué una primera vez, en el propio lugar del macabro
hallazgo, y una vez más, tres días después, volví a tomarle declaración entre
las paredes de mi propio despacho. Pero de ninguna de las dos conversaciones,
que por otra parte eran en líneas generales coincidentes, no pude entresacar
ninguna conclusión provechosa. Él me ha asegurado una y otra vez que no conocía
de nada a la víctima, que no la había visto nunca antes por aquella zona, a
pesar de que él iba frecuentemente por allí, porque el parque del Retiro era el
lugar preferido de su perro, ya que allí podía correr libremente durante media
hora o tres cuartos de hora todos los días.
-
Bien.
¿Qué pensáis de su versión? ¿Os parece creíble?
-
En
principio, yo no tengo por qué dudar de las palabras de ese hombre. Se trata
solo de la persona que encontró el cadáver, no de ningún sospechoso, al menos
por el momento. Creo que no tiene motivos para engañarnos.
-
No,
eso está claro. Sin embargo, sabes que a mí me gusta decir siempre que las
cosas no suelen ser como parecen a primera vista. Sólo una cosa más: ¿Sabes
cómo se llamaba la chica?
-
Sí.
Sonia González Mesa –Picavea le informó de la identidad de la fallecida
mientras se despedía de su amigo y se disponía a abandonar la casa-. Si
consigues averiguar alguna cosa nueva, no dudes en mantenernos informados.
Sabes que todos en esta comisaría te estamos sumamente agradecidos.
Cuando el inspector abandonó la casa del detective,
éste volvió a retomar la lectura del libro que había estado leyendo hasta el
momento en que Picavea pulsó el timbre de su puerta; en esta ocasión se trataba
de una novela de un escritor americano, de esas en las que abunda de forma
gratuita las descripciones demasiado abruptas y detalladas, y el color rojo de
la sangre derramada. Él normalmente no estaba demasiado interesado en ese tipo
de novelas policiacas, pero algunas veces le gustaba leerlas para poder tener
en cuenta en sus propias investigaciones otros puntos de vista diferentes. Por
eso, Daniel ya no podía concentrarse en la lectura del libro: el asunto de la chica
fallecida le volvía una y otra vez, y le obligaba a pesar que estaba obligado a
hacer algo para encontrar al asesino de la chica. Encendió el pequeño ordenador
que había en una de las esquinas del escritorio, y cuando comprobó que estaba
conectado a internet, se dispuso a navegar por las redes sociales, esas redes
que tanto se habían puesto de moda en los últimos años. Sabía que si la chica
estaba de alguna forma conectada a la sociedad que la rodeaba, y seguramente lo
estaría, alguna pista debía haber de ello en el proceloso mar de las redes
sociales. Tecleó el nombre que el inspector le había dado, y al momento
aparecieron en la pantalla diversos enlaces que, como un puzle de piezas
desiguales, debía mostrarle, si era capaz de completarlo, muchos detalles
interesantes sobre cómo había sido la rutina diaria en la vida de ella hasta el
momento en que una persona desconocida se había presentado para cortarla de
raíz.
-
¡Eureka!
La exclamación de alegría que Hamete lanzó al aire
en ese momento pudo ser oída incluso desde el exterior de la habitación. Uno de
esos enlaces le había hecho notar, cuando pulsó sobre él, como sus propios
transistores, esos que había dentro de sus neuronas qur se conectaban entre sí.
Era algo que le sucedía cada vez que descubría alguna cosa importante, algún
detalle relacionado con el caso en el que estuviera trabajando en cada momento,
y supo que la solución a ese nuevo enigma que la policía acababa de llevarle
hasta su casa podía encontrarse cerca. En aquel momento Sonia le estaba sonriendo
desde la pantalla de su ordenador, y a él le parecía que aquélla era la sonrisa
de un ángel. ¿Quizá le sonreía porque ella también sabía que podría confiar en
él, que de verdad estaba capacitado para averiguar quién era el que le había
asesinado? Había sido guapa la chica, desde luego, y Daniel estaba seguro de
que con ese rostro tan bien hecho, con esos ojos verdes que miraban con
desinteresada intensidad y con ese pelo rubio como el oro, Sonia debía haber
sido bastante popular entre sus compañeros de clase. Sin embargo, lo más
importante de aquella fotografía, al menos para él no era el rostro de la
chica, sino algo o alguien que se encontraba a su derecha. Sí, no cabía ninguna
duda. Era él, el joven que estaba representado en la otra fotografía que
Picavea le había entregado, la de la persona que había encontrado el cadáver de
la chica, quien estaba a su derecha, sonriendo también como ella. Sujetaba a
Sonia por la cintura, con un aire de suficiencia y de dominio. Aunque estaba
seguro de que no lo necesitaba, fue a buscar la imagen de ese joven que Picavea
le había dejado sobre la mesa, junto al resto de la documentación relativa al
caso, y entonces pudo confirmar que se trataba de la misma persona.
-
Nicoletta…
-
No
hace falta que grites, Daniel. Ya estoy aquí. Aunque no te dabas cuenta, he
podido escucharte hace un momento, y he comprendido que me necesitabas. He
comprendido que estás sumamente excitado, algo que sólo te sucede cuando sabes
que estás a punto de resolver un caso. También sé que en esos momentos sueles
necesitar de mi trabajo, cómo lo diríamos,… especializado, de campo –siguió
diciendo ella, con un aire un tanto irónico-. Por ello me he apresurado a venir
incluso antes de que me llamaras.
-
Bien,
Nicoletta. Escúchame atentamente. Observa esta fotografía. Ésta es la persona
que encontró el cadáver de la chica del Retiro –mientras le hablaba, le señaló
la imagen del joven sobre la pantalla de cristal del ordenador y después,
también, la fotografía que Picavea le había dejado.- Necesito que investigues
en su barrio, entre su familia, en la universidad en donde estudia, y que
averigües todo lo que puedas sobre su vida diaria. Recuerda, cualquier detalle
podría ser de vital importancia.
-
¿Quieres
decir que esa persona, además de haber encontrado el cadáver, puede ser también
el asesino? Eso es algo que no es demasiado usual.
-
No
estoy seguro de nada. Sólo de que por algún motivo él ha intentado engañar a la
policía. Nosotros sólo debemos averiguar cuál es ese motivo.
Tres días
después, Nicoletta ya había sido capaz de encontrar la información suficiente
sobre la persona que, jugando con su perro en el parque del Retiro, había
encontrado el cadáver de la chica, tanta como para que Jamete, después de haber
sido puesto al día por la chica, estuviera seguro de que podrían cerrar
definitivamente el caso en muy poco tiempo. No sabía aún por qué Andrés había
intentado engañar a la policía, eso era cierto, pero estaba seguro de que él
mismo se lo diría en cuanto Hamete pudiera hablar con él. Cuando Nicoletta terminó
de contarle todo lo que durante esos tres días había averiguado, el detective
no dudó ni un segundo en descolgar el auricular del teléfono y llamar a su
viejo amigo, el inspector de la policía.
-
Hola,
Picavea –mientras empezaba a hablar pulsó la tecla que abría la función de
manos libres del teléfono-. Necesito que me hagas un favor. Quisiera que te
pasaras por aquí lo antes posible. Hemos hecho un descubrimiento que supongo
que te interesará.
-
Creo
adivinar que se trata de algo relacionado con el caso de la chica del Retiro.
-
Ya
sabes que no me gusta hablar por teléfono, y menos de estas cosas. Cuando
vengas por aquí te lo contaremos todo… ¡Ah! Quiero que vengas acompañado por
ese tal Andrés… como se llame. Sí, ya sabes, la persona que encontró a la chica
asesinada.
-
¿Quieres
decir que ese hombre está relacionado con el caso, ya me entiendes, que está
relacionado también de manera directa con los propios hechos, no sólo por ese
dato inocente de haber descubierto el cadáver?
-
Lo
sabrás todo a su debido tiempo, cuando los dos os halláis presentado aquí.
Quiero hacer las cosas a mi modo, como siempre. Quizá no sea la mejor forma de
hacerlo, quizá sea verdad que esa manera de trabajar entraña algunas
dificultades, y que si las cosas no salen como esperamos, corremos algunos
riesgos que pueden dar al traste con la operación. Pero sabes también que yo
confío bastante en mi propia suerte, y que hasta el momento, ésta aún no me ha
traicionado.
-
Está
bien. Nunca nos has fallado, y mientras todo siga así creo que debemos seguir
confiando en tu intuición. Por cierto, ¿qué quieres que le diga al testigo?
-
De
momento no debes decirle nada importante. Sólo que a partir de nuestras
investigaciones nos han surgido algunas dudas que parecen estar poco en
concordancia con algunos aspectos de su declaración, y que tan sólo queremos
confirmar algunos datos, nada de verdadera importancia. Sólo unos pequeños
detalles casi irrelevantes. Pero sobre todo, debes intentar tranquilizarlo, que
no se muestre nervioso, que no piense en ningún momento que no confiamos en su
versión de los hechos –y ante el silencio que brotó desde el otro lado de la
línea telefónica, Jamete siguió hablando-. Por cierto, la otra vez que
estuviste en esta casa me comentaste que cerca del cuerpo de la chica se encontró
una colilla de cigarro, ¿no es así? Una colilla de una marca que, por cierto,
creo que es la misma que fuma ese hombre.
-
Sí,
pero se trata de una marca de tabaco muy corriente, de la que fuma mucha gente
en Madrid. Lo siento, pero todavía no la hemos podido someter al estudio del
ADN, y aunque lo hubiéramos hecho, no podemos pedirle al testigo que deje que
le extraigan un poco de sangre o de saliva para compararla con el ADN de la
colilla; sospecharía. Tampoco podemos, con las escasas pruebas que tenemos,
solicitarle al juez que nos autorice a hacerlo por los conductos oficiales.
Además, en el caso de que las dos cadenas coincidieran, ese dato sólo
demostraría que el joven se encontraba en la escena del crimen en algún momento
entre las últimas horas de la tarde en que se produjo el asesinato y la mañana
del día siguiente, algo que ya sabemos, por cierto. Ese hombre muy bien pudo
haber arrojado al suelo la colilla unos minutos antes de encontrar el cuerpo de Sandra.
-
Tienes
razón, pero a mí me gusta confirmar todos los datos que nos encontramos, y si
puede ser por dos vías diferentes, mejor. Ya sabes, os espero a los dos aquí,
pero llámame como una hora y media antes, para que me de tiempo para ir
preparando mi propio escenario.
Aquel mismo
día, por la tarde, Hamete recibió la visita que estaba esperando. Nicoletta
hizo pasar a los dos hombres a una especie de sala de estar que estaba situada
en el lado opuesto de la habitación de trabajo del detective. Y mientras que el
policía y el joven se sentaban, ella sacó del aparador una botella de vino
tinto y dos copas vacías. Empezó a llenar una de las copas con el líquido
bermejo que manaba de la botella, y mientras tanto se dirigió al policía.
-
Inspector
Picavea… El señor Hamete desea hablar una cosa con usted en privado. Creo que
no es algo que pueda estar relacionado con el asunto de la chica –Mientras hablaba, expió con la mirada la
expresión de los ojos del otro hombre; esperaba que éste siguiera mostrándose
seguro, que no sospechara que los otros estuvieran tramando algo contra él, con
el fin de evitar que pudiera intentar escaparse mientras que los dos
investigadores estaban reunidos en el despacho-. Dice que es algo urgente. No
le importa esperar un poquito más, ¿verdad, señor Rodrigo? Sólo serán unos minutos.
Andrés Rodrigo dirigió a la muchacha una mirada de
consternación, de ansiedad, pero Nicoletta supo en ese momento que esa mirada
no había sido causada por la sospecha. Las palabras del joven se lo
confirmaron.
-
Lo
cierto es que tengo un poco de prisa, pero creo que este vino que me ha servido
es tan bueno que bien vale un ratito de sosiego y de tranquilidad. No se
preocupen por nada; sabré esperar su regreso con tan grata compañía.
-
Ya
digo que serán sólo unos pocos minutos. Si se le vacía la copa, por favor, no
dude en volver a llenarla.
En compañía
de Nicoletta, y sumido en un mar de dudas, Picavea abandonó la habitación y se
encaminó al despacho de Hamete a través de un pasillo alargado y estrecho.
Cuando llegaron a él, Niocoletta abrió la puerta y dejó entrar primero al
policía. Después entró ella también y, una vez dentro, la volvió a cerrar a su
espalda.
-
Buenas
tardes, querido Diego. Debes disculpar que te haya hecho venir de esta manera tan
enigmática, pero tengo que ponerte al día de los últimos acontecimientos en muy
poco tiempo. No debemos dejar que nuestro hombre pueda llegar a sospechar, a
tener siquiera una leve idea de lo que está haciendo aquí… Bien, quiero antes
de nada que veas una fotografía, algo realmente interesante.
Hamete giró
la pantalla del ordenador hasta un punto en el que el policía también era capaz
de ver la imagen que aparecía tras el cristal de la misma. Entonces, con un
gesto efectista, pulsó una de las teclas y la pantalla se iluminó, mostrando
una fotografía, aquella misma fotografía
que Hamete y Nicoletta ya habían visto también algunos días antes y que les
había puesto sobre la pista del asesino. Ante los ojos de asombro del
inspector, el detective siguió hablando.
-
Si
no recuerdo mal, ese hombre os ha estado diciendo que no conocía a la chica,
que no la había visto nunca antes de encontrársela sin vida aquella mañana en
un seto del Retiro. Sin embargo, tal y como puedes ver, ese hombre os ha estado
engañando. Yo no sé si es culpable o no lo es del terrible asesinato de Sonia,
pero de lo que no hay ninguna duda es de que por alguna extraña razón os ha
mentido. Y eso es precisamente lo que estoy dispuesto a adivinar de su boca
esta misma tarde: los motivos que le han movido a ese hombre a mentiros de una
manera tan descarada.
-
Sin
embargo, y aunque es cierto que estos nuevos datos podrían hacer cambiar el
estatus de ese hombre en el seno de la investigación, de ser un simple testigo
a ser uno de los principales sospechosos del crimen, ese hecho no demuestra por
sí mismo que fuera él quien cometiera el asesinato. Si queremos seguir en esta
línea, debemos encontrar más pistas que lo incriminen definitivamente.
-
Es
que hay algo más que todavía no te hemos dicho; no sé si será suficiente para
mandarlo a la cárcel, eso es algo que como profesional debes juzgarlo tú. Por
favor, Nicoletta, cuéntale al señor inspector lo que me has contado a mí esta
misma mañana.
La chica
tomó entonces la palabra, y mientras hablaba, el rostro de Arturo Picavea se
iba iluminando poco a poco porque cada vez estaba más seguro de que el caso de
la pobre chica estaba ya prácticamente resuelto, que sólo faltaban rematar
algunos flecos que, quizá, podrían ser incluso rematados en unos pocos minutos,
si abordaban de manera acertada la entrevista con ese hombre que en la
habitación contigua les estaba esperando. La chica le informó que la víctima
había sido vista varias veces, en los días anteriores a su desaparición, en la
misma universidad en la que estudiaba ese joven, a pesar de que sólo tenía edad
para estar aún en el instituto. Además, había sido vista muy cerca de la
facultad en la que él cursaba sus estudios, y en la zona del campus por la que
él solía moverse. Le informó también de que algunas veces los habían visto a
los dos juntos, la chica de la mano de él, y que la relación que ambos
mantenían era una relación extraña, en la que no faltaban a menudo las
discusiones pasadas de tono, discusiones que algunas veces acababan, incluso,
con algún hematoma surcando alguna parte del cuerpo de la chica. Y le informó,
incluso, que él iba diciendo por ahí que había conseguido que la chica se
hubiera sometido por completo a la voluntad de él, hasta el punto de que haría
cualquier cosa que él se lo pidiera, que obedecería cualquier antojo que a él
se le ocurriera pedirle.
-
Bien.
Ya es suficiente con esto –terminó diciendo Nicoletta.- Aunque algunos de mis
informadores me aseguraron también de que a ese chico le gusta demasiado el
vino, no queremos que se beba toda la botella con la que acabamos de tenderle
la trampa. Podría cansarse de esperar y marcharse.
Atravesaron
juntos el despacho del detective, y regresaron a la otra habitación. Dentro de
ella, los ojos del joven brillaron con un mínimo destello de borrachera, aunque
su voz y el resto del cuerpo permanecían serenos y firmes.
-
Espero
que me digan de una vez por todas los motivos por los que me encuentro aquí,
retenido en contra de mi voluntad. Supongo que no habrá sido sólo para tomar
una copa de vino.
-
No
desde luego; supongo que ya lo ha adivinado. Sólo queremos hacerle una
pregunta, buscar la solución para una cosa sin importancia que no terminamos de
comprender –y después de haberse atraído la atención del otro joven, Hamete
siguió interrogándole, ahora con más brusquedad que al principio.- Por favor,
señor Rodrigo, don Andrés Rodrigo se llama, ¿verdad? Sólo quisiera que me
respondiera con sinceridad a una pregunta muy sencilla. ¿Por qué en su primera
declaración mintió a la policía? ¿Por qué volvió a mentirle unos días después,
cuando volvió a testificar en la propia comisaría?
-
¿Cómo
dice? Les prometo que no les entiendo. Yo no les he engañado en ningún momento.
No sé a qué se refiere.
-
Es
muy sencillo –ahora era Picavea el que tomaba el relevo de la conversación-.
Nos ha dicho que Sonia y usted no se conocían de nada, y sin embargo hemos
encontrado en internet alguna fotografía en la que aparecen ustedes dos juntos,
y por lo que se ve en esa fotografía los dos se encontraban en una situación un
tanto, digamos, cariñosa. ¿Sigue afirmando ahora que usted no la había conocido
a ella con anterioridad?
La
expresión se transformó en el rostro de Andrés con brusquedad. Sentía que había
sido pillado por aquellos dos sabuesos, y que a partir de ese momento debía
andar con pies de plomo, que debía tener mucho cuidado con lo que decía.
Registró en su memoria lo que le había contado a la policía en su primera
declaración, también en aquella segunda vez que tuvo que testificar en la
propia comisaría, con el fin de intentar encontrar alguna salida viable en el
atolladero en el que se encontraba en esos instantes. Pensó que, a pesar de
todo, aún no estaba perdido, que en realidad esos hombres quizá no habían visto
en realidad esa fotografía de la que hablaban, de cuya existencia él ni
siquiera había oído hablar, y que lo único que ellos estaban intentando era que
él mordiera el anzuelo que le estaban tendiendo, que se dejara atrapar
absurdamente. Sin embargo, ¿y si era verdad que esa foto existía? Maldita
Sonia, con su pasión desmedida por el internet y por las redes sociales. ¿Por qué
no había pensado antes que ella podría haber colgado alguna imagen de los dos
juntos en uno de esos perfiles que compartía con diversos amigos cibernéticos
en esas dichosas redes sociales a las que era adicta? Aunque los policías no
hubieran dado con ellas, seguro que existía más de una foto de ellos dos juntos
navegando por la red. Las palabras de Hamete le sacaron otra vez de sus propios
pensamientos.
-
Además,
tenemos testigos que les han visto a ustedes dos juntos en situaciones un tanto
delicadas. ¿Qué tiene que decir a todo ello, señor Rodrigo?
Andrés supo desde ese momento, ahora
sí, que todo estaba definitivamente acabado. Con lágrimas en los ojos, y
sintiéndose acosado por las palabras de los dos investigadores, decidió que ya
todo había terminado, y que tan sólo le quedaba la libertad de poderles
confesar su propio pecado. Confesó que Sonia y él se habían conocido a través
de internet, por mediación de una página de contactos relacionada con una de
esas redes sociales. Confesó, también, que pocos días después de ello tuvieron
su primera cita en la vida real, y que ya desde aquel primer encuentro él se
había dado cuenta de que la chica era más bonita que en la fría pantalla del
ordenador. Aunque todo había comenzado como una pequeña broma por parte de él,
aquella chica le recordaba demasiado a su antigua novia, Sandra, quien le había
abandonado unos dos o tres años antes, siguió diciéndoles, y por ello ya no fue
capaz de quitársela ni por un momento de la cabeza. Desde entonces habían
salido a tomar unas copas o a cenar, solamente a cenar, siguió insistiendo él a
pesar de que esos testigos les habían llegado a ver en alguna ocasión en
actitudes más comprometidas que, desde luego, no habían pasado, según el propio
Andrés, de algunos tocamientos indiscretos.
Ante las palabras del joven, Picavea
se vio obligado a interrumpirle.
-
¿Y
tú no te dabas cuenta de que esa chica era menor de edad, y que podías estar
metiéndote en un lío?
-
Que
yo sepa, no es delito cenar o tomar una copa con una chica, aunque ella sea
menor de edad; en todo caso, hasta ese momento lo único que yo estaba haciendo
mal era que, según la ley, yo no debía dejar que tomara alcohol, pero eso
tampoco es demasiado importante, ¿no es cierto? Además, aunque según su carnet
de identidad ella no era aún mayor de edad, mentalmente era más madura que
muchas de mis compañeras de la universidad. Los dos estuvimos saliendo juntos
muchas noches, es cierto, pero les juro que nunca hicimos nada más que eso.
Varias veces intenté pasar a mayores, pero ella nunca accedió. La noche del
asesinato yo había intentado llevarla a la cama una vez más, pero ella volvió a
negarse de nuevo, y esa noche yo no sé qué fue lo que se me cruzó por la
cabeza, señor inspector. Esa noche me volví loco y le golpeé varias veces, la
golpeé en el vientre, en las piernas, en los brazos, hasta que al final, como
ella seguía sin obedecerme, no pude resistirme y la maté. Después le quité la
ropa, pero en realidad tampoco quería violarla ahora que ella no podía
defenderse. Sólo quería con ello poner pistas falsas a la policía, que vosotros
pudierais pensar que el asesino había sido alguno de esos delincuentes
sexuales, uno de esos esquizofrénicos acostumbrados a los entretenimientos
sadomasoquistas. También con el único fin de confundir a la policía fue por lo
que me hice el encontradizo con el cuerpo a la mañana siguiente, por lo que
hice todo lo posible para que fuera yo mismo quien se encontrara primero con el
cadáver. Como sin duda sabéis, me conozco el Retiro como si fuera la palma de mi
mano. Sabía que allí donde la había abandonado la noche anterior sería muy
difícil que alguien pudiera hallarla antes de que yo llegara a la mañana
siguiente. Y aunque me viera alguien demasiado madrugador, nadie se extrañaría
demasiado por encontrarse con un joven con un perro en un parque público, a
pesar de lo temprano de la hora, sobre todo si ese joven suele ir por allí casi
todos los días. Y ello me permitiría, además, tener una coartada perfecta en el
caso probable de que, sin querer, hubiera dejado alguna pista cerca del
cadáver.
Cuando
terminó su discurso, Andrés notó como un sentimiento de tranquilidad, de
libertad, le invadía el corazón: Por eso, nada más terminar de hablar, sin
mostrar resistencia al policía, se dejó conducir por Picavea hacia el exterior
de la vieja casa de Hamete. Un leve cosquilleo se posaba sobre sus muñecas,
unidas por la espalda, a la altura de la coxis, por unas frías esposas de metal
plateado.
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