A mi hija, María.
A ms sobrinos, Alba y Pablo
I
El
timbre que señalaba el final de la clase sonó de pronto en toda la amplitud del
patio del colegio. De repente, nada quedó de la calma y de la tranquilidad que allí
habían dejado unas pocas horas de estudios infantiles. Los chicos, como una
manada de potros salvajes, alegres, joviales, aparecieron por el marco de la
puerta. Dentro quedaba la escuela, los libros abandonados sobre la mesa hasta
el día siguiente; el maestro olvidado como un pastor sin ovejas. Fuera, el
viento acariciaba la piel de aquellos potrillos, liberados de incomprensibles
lecciones.
Algunos, cargados con sus pesadas
carteras, caminaban tranquilamente hacia sus casas. Sabían que sus familias les
esperarían para comer o para hablar de aquello que durante el día habían
aprendido. Otros, los más, corrieron hacia el parque cercano; el parque de
Canalejas se hallaba frente a la fachada lateral del colegio de Fernando, y su
abuelo le había contado muchas veces que cuando él era un muchacho había sido
inaugurado por el alcalde de la ciudad en una antigua zona de huertas, y los
castaños y las plataneras se habían convertido con el paso del tiempo en algo
parecido a enormes árboles milenarios. Sin mirar siquiera al cruzar la
carretera, por si acaso veía en alguna dirección un coche perdido, sin
molestarse siquiera en caminar unos pocos pasos más y buscar la puerta
entreabierta del parque, saltaron las verjas bajas de hierro verde, los setos
que las adornaban, hasta llegar a la arena de la zona donde estaban los
columpios.
Fernando,
como una oveja temerosa de perderse del rebaño, siguió al resto de los chicos.
Fernando era un chico difícil, solitario. Sus compañeros de clase nunca habían
querido jugar con él. Para ellos, Fernando no existía. No era uno de aquellos
pequeños que, él lo había visto en otras pandillas, eran maltratados por el
resto, insultados, golpeados incluso. Nunca aquéllos a los que él llamaba sus
amigos le habían dirigido los otros insultos que a los otros les hacían llorar.
Ninguna mano traviesa le había golpeado el rostro. Sin embargo, la indiferencia
de los demás era también otra forma de insulto. Aquello le dolía a Fernando más
que la más dolorosa de las bofetadas.
-
¡Lárgate!
Álvaro era todo lo contrario que Fernando. Había
nacido para ser un líder. Cuando jugaban a las guerrillas, él era el que
mandaba siempre aquel pequeño ejército de soldados armados de gomeros y de
cerbatanas. Cuando jugaba al fútbol, él era siempre el capitán del equipo, y el
resto de los compañeros celebraba sus goles. Álvaro era siempre, en todos los
partidos, el que marcaba más goles.
Fernando odiaba a Álvaro porque éste siempre estaba en
contra de él. Cuando él no estaba, los demás chicos le aceptaban y le dejaban
jugar con ellos. Como siempre, había sido Álvaro el que le había dicho que se
fuera. Y como siempre ocurría cada vez que Álvaro hablaba, el resto de los
chicos no opinaba.
Fernando quiso protestar. Quiso preguntar por qué no
le dejaba jugar con ellos. Quiso decirle que él tenía el mismo derecho que
ellos a divertirse. Le hubiera gustado poner al resto de los chicos contra
aquel enemigo que no le daba la más mínima oportunidad para ser feliz. Pero
sabía que aquello sería inútil. Apretó con fuerza los párpados, para evitar que
una lágrima aventurera lograra escapar de su prisión, y lentamente comenzó a
marchar hacia su casa. Otra vez, aquella noche volvería a soñar que se
enfrentaba a quien no le dejaba jugar con sus amigos. Los sueños era la única
posibilidad que tenía de ser feliz.
Antes de abandonar el recinto del parque sintió que la
sed le quemaba la garganta, y por ello buscó el refugio que la fuente le
ofrecía. El parque tenía dos fuentes, ambas iguales y ambas simétricas. Sobre
una base cúbica de cemento, un niño de bronce montado sobre un cisne del mismo
metal, miraba feliz al resto de los chicos. En aquel momento le hubiera gustado
ser el niño de la fuente, sentir que la tristeza se le escapaba de su alma,
como aquel chorro de agua que desde su pico puntiagudo escupía el cisne de
metal.
Fernando se apoyó en la base de la fuente para beber
mejor. Entonces, cuando colocaba los labios en una posición forzada, como
queriendo evitar que el agua volviera a escaparse, lo vio. Era un objeto
brillante, a los pies de uno de los castaños más grandes del parque. Un espeso
montón de hojas secas lo cubría en parte, impidiendo que aquellos que pasaban
más cerca de él pudieran verlo.
Ya más feliz por el descubrimiento que había hecho,
corrió a recogerlo. Imaginó su gran tesoro, como los que salían en las leyendas
y los cuentos que su padre a menudo le contaba. Quizá si se lo regalara a
Álvaro, éste le dejara en el futuro jugar con él y con el resto de sus amigos.
Pero Fernando volvió a decepcionarse cuando se dio
cuenta de que su tesoro era sólo un libro abandonado. El sol dirigía sus rayos
sobre la fotografía que ilustraba la portada, y éste volvía a reflejarse en él
y le hacía brillar. Al principio pensó que lo mejor sería tirarlo de nuevo,
pero entonces recordó lo que su padre una vez le había dicho.
- Hijo mío, aunque te hable en estas historias que te
cuento de tesoros, de montones de perlas y de joyas brillantes, acuérdate
siempre que el mejor bien que tienen los hombres es el conocimiento. No hay
mejor tesoro que tener un buen libro.
“Con él podré repasar siempre las lecciones del
abuelo”, pensó Fernando. Por las tardes, cuando Fernando había terminado las
actividades del colegio, su abuelo le enseñaba a leer los mismos libros en los
que él, muchos años antes, había aprendido a ser hombre. Cuando cada tarde
llegaba a su casa, olvidaba que Álvaro no le dejaba permanecer nunca junto a
él, jugar a los mismos juegos que el resto de sus compañeros. Cada tarde,
Fernando volvía a ser feliz cuando su abuelo le abría uno de aquellos libros de
su cargada biblioteca.
Entonces cogió su tesoro bajo el brazo y subió los
cinco escalones que le devolvían a la calle. Pensando en el libro que había
encontrado, un coche solitario estuvo a punto de derribarle sobre el asfalto.
Unos pocos segundos le salvaron del atropello, y Fernando creyó que el tesoro
ya le daba suerte desde el principio. Sin embargo, aún no conocía el verdadero
valor del regalo que el destino le había hecho. Para un chico como él, sin
apenas amigos con los que jugar, un libro, cualquiera que fuera, podía llegar a
ser con el tiempo su mejor amigo.
II
Cuando lo encontró, Fernando no sabía aún que el libro
había de convertirse en su mejor amigo, su único amigo. Cuando Fernando se
hallaba solo, no tenía que hacer más que abrir el libro por algunas de sus
páginas gastadas. Entonces, el libro le contaba nuevas historias, siempre
distintas y siempre hermosas. Ni siquiera su abuelo debía conocer aquellas
historias, porque él nunca se las había contado.
Un día, al salir del colegio, Fernando vio como
Álvaro, saltándose los setos que guardaban las partes del parque que eran
jardín, pisoteó la hierba y las flores que el guardia regaba todas las mañanas.
Las rosas encarnadas, las blancas margaritas, fueron destrozadas por las
pesadas botas de aquel chico. Cuando éste se fue, rodeado por todos aquellos
muchachos que estaban acostumbrados a obedecerle en todos sus caprichos, la
visión de aquellas flores destrozadas, pedazos muertos de vida, le dolió más
que toda su soledad. Cuando llegó a su casa aquel día, si siquiera buscó el
refugio que el libro le ofrecía.
Sus padres estaban preocupados. Abandonado sobre una
silla del cuarto de estar de su casa, él miraba la televisión sin ver apenas lo
que había al otro lado de aquella caja de luces y colores. Solo cuando su padre
supo cuál era la causa de su preocupación, logró tranquilizarle y
tranquilizarse a sí mismo.
- El hombre cree a menudo que la naturaleza ha sido
creada por Dios para que él pueda hacer todo lo que se le antoje con ella, y
eso no es verdad. A menudo leo en esos periódicos que los domingos me subes a
casa noticias de ese tipo: montes que han sido incendiados por las imprudencias
de los hombres, peces que han muerto a millares porque las fábricas han vertido
sus desperdicios en los ríos que eran su hogar,...
Aquellas cosas que su padre le decía no sirvieron para
que Fernando pudiera olvidar las margaritas pisoteadas. Por el contrario, sólo
consiguieron que él viera en esas margaritas algo más que unas simples flores
silvestres. La flor era, ahora más que nunca, imagen de toda la vida. Entró en
su habitación y por fin, tumbado sobre la cama, abrió el libro.
Hacía muchos años, cuando el hombre no conocía mas que
una pequeña parte de este planeta que ahora habita, y sin darse cuenta,
destruye, existía un lugar perdido en el océano, una isla que era del tamaño de
todo un continente. Nadie trabajaba allí, y todo el mundo tenía la felicidad de
quien todo lo posee. Los del otro lado del mar ni siquiera conocían su
existencia, pero los habitantes de la isla tenían muchos nombres para llamarla:
Jauja, Utopía, Atlántida,... La isla era en verdad una tierra a la que los
dioses le habían sonreído.
La razón de aquel descubrimiento era el respeto que
todos sus habitantes sentían por la naturaleza. Desde pequeños, habían
aprendido que el animal más modesto era también un trozo de vida, y que ésta no
era menos importante que la del hombre más inteligente. Habían aprendido el
valor real que las flores y los árboles representan para un sistema de vida más
digno y feliz. En aquella isla lejana no había por ello fábricas que desaguaran
sus vertidos en los ríos o en los lagos. Tampoco había cazadores por diversión.
Los habitantes de aquella isla sólo mataban aquellos animales que eran necesarios
para su alimento diario, sólo cortaban los árboles suficientes para construir
sus pequeñas chozas.
Por ello, la isla también respetaba al hombre que la
habitaba. La montaña más alta había sido, en tiempos, un volcán, pero su boca
de fuego hacía mucho tiempo que permanecía apagada. Nadie recordaba cuándo se
había producido allí el último terremoto. El río se deslizaba a lo largo de
toda la isla, tranquilo, suave, sin prisas, y nunca había querido despertar su
genio escondido y salirse de su cauce. Todo ello se reflejaba en un clima
templado y benigno, producto de las suaves alternancias entre un sol tibio y
una lluvia callada.
Pero un mal día de invierno, un invierno un poco más
frío que lo habitual, llegaron a una de las playas de la Atlántida grandes barcos
de guerra, repletos de guerreros. La visión de aquella isla, nunca vista
anteriormente por otros ojos que no fueran los de sus propios habitantes,
excitó la sed de aquellos conquistadores. Excitó la sed en sus gargantas
resecas, acostumbradas al sabor fuerte del vino y de la cerveza. Pero sobre
todo excitó su sed de sangre, que desde el día que habían embarcado rondaba ya
por el filo de sus espadas. Aquellos hombres eran profesionales de la guerra, y
la ociosidad a la que les obligaba tantos meses de navegación pesaba ya
demasiado en sus duros corazones.
Cuando faltaban ya pocos metros para que los invasores
llegaran a la costa, la nave embarrancó en un banco elevado de arena. Los
hombres se lanzaron por la borda, y con el agua a la altura de la mitad de los
muslos, caminaron hacia la playa. Era de noche, y la luna, oculta tras una nube
solitaria, había apartado sus ojos de aquellos hombres armados. Cualquiera que
la hubiera visto, habría dicho que no quería ser testigo de lo que iba a
suceder.
Los forasteros caminaron hacia el lugar donde se
hallaba el palacio. El rey de aquella isla, enterado por un mensajero del
reciente desembarco, les esperaba para recibirlos dignamente. Los habitantes de
Atlántida nunca antes habían sido conquistados por nadie, y por lo tanto no
sabían distinguir a los guerreros del resto de los viajeros comunes. Sin
embargo, un halo de inquietud comenzó a recorrer la espalda del rey cuando el
jefe de los extranjeros entró por la puerta de la estancia. Sin arrodillarse
siquiera ante él, como era costumbre entre sus vasallos, sin haberse dejado
despojar de todas sus armas, el desconocido hizo su presentación.
- Soy Atrox, almirante en jefe de la escuadra de
Liguria, una nación muy poderosa que se encuentra muy lejos de aquí. El poder
de esa nación podéis comprobarlo con el hecho de que uno de sus barcos ha
llegado por primera vez hasta vuestras playas, tan alejadas del mundo conocido.
Mi rey y señor me envía para informaros de que vuestra independencia se ha
terminado. Desde este momento sois vasallos de Liguria y yo, como único
representante legal del soberano país, paso a ser ahora mismo nuevo gobernador
de la isla.
Sin inmutarse siquiera por las palabras del forastero,
el rey, cuyo nombre se ha perdido en alguna de las vueltas de la historia,
contestó al visitante. Las arrugas de su rostro escondían todas las emociones
de su alma, y sólo sus más allegados, aquellos que mejor le conocían,
encontraron en él una sombra de dolor.
- Nuestros sabios conocen más cosas de las que
vosotros os imagináis. Saben que muy lejos de aquí, en el otro rincón de este
planeta de maldad, hay otras tierras y otras naciones. Los reyes de aquellas
naciones se pasan todo el tiempo haciéndose la guerra contra las tribus
vecinas. Todo lo que imaginan, todo lo que inventan, sólo es con el fin de
producir el dolor y la muerte de los demás. Sabíamos que cualquier día
llegaríais hasta nuestras casas para provocarnos también esa misma muerte que a
los poderosos os glorifica. Pudimos aprender de vosotros el arte de la guerra,
pero no quisimos. La vida es hermosa porque va siempre unida a la muerte.
Preferimos esperar a que ésta viniera disfrutando de una vida verdaderamente
feliz. Nuestra vida por fin se ha consumado, y ahora sólo esperamos a que la
muerte venga hasta nosotros con la misma dignidad con la que hemos vivido.
Sus palabras despertaron por unos segundos la
incertidumbre de Atrox. Sin embargo, pronto se repuso. Envió a sus capitanes
para que tomaran las casas más importantes de Atlántida. Cuando al amanecer
toda la isla estaba conquistada, el caudillo de la guerra no podía creer
todavía la facilidad con la que ésta se había conquistado.
Desde entonces, nada fue como antes. Los
conquistadores comenzaron por organizar interminables cacerías para que Atrox y
sus amigos más íntimos pudieran divertirse. Centenares de animales que antes de
la conquista vagaban libres por los montes de Atlántida, habían sido ahora
domados y convertidos en bestias de carga. Los bosques habían sido talados para
construir con su madera una absurda flota de navíos, preparados para conquistar
nuevas tierras y nuevas islas de felicidad.
La tierra se sintió entonces enfurecer. Se sentía
traicionada por los hombres, por todos los hombres que en cualquier punto del
planeta se aprovechaban de todo lo que ella les ofrecía. Primeramente, el cielo
se abrió completamente, y de sus venas sangraron durante más de cuarenta días
chorros increíbles de agua, que terminaron por hacer que el río y todos los
lagos de Atlántida se desbordaran. Tres cuartas partes de la superficie de la
isla se cubrieron de agua.
Después fue la tierra la que también se abrió. El
agua, que aún no se había retirado, comenzó a huir por las grietas que se
habían abierto en la piedra, y con el agua se escaparon también miles de vidas
humanas. Por último, aquella boca de fuego, que durante tanto tiempo había
permanecido apagada, comenzó a escupir humaradas de lava y de ceniza. Aquella
isla, en otro tiempo modelo de felicidad, se había convertido, por la maldad de
los hombres, en un paraje de ruina y desolación.
Pero los dioses ni siquiera quisieron dejar aquel
paisaje ceniciento, como recuerdo eterno de lo que puede suponer para los
hombres el que ellos no respeten a la naturaleza. Hicieron que el océano se
hinchase, y que una de sus olas más elevadas se tragara para siempre aquella
isla. Desde entonces sólo queda de todo ello el recuerdo de su nombre, y esta
historia. Pero el hombre de ahora no está exento de que pueda sucederle lo
mismo que les sucedió a los atlantes. Sólo el respeto a la naturaleza podrá
evitarlo.
III
Fernando, cada día, llegaba triste a su casa. El
comportamiento de todos sus compañeros de clase a menudo le hacía llorar. No
culpaba de ello a todos los chicos, sino sólo a Álvaro, que era su enemigo
declarado. Él era el cabecilla, y los demás eran manejados por la voluntad de
aquél. Como únicamente conversaba de todo ello con el libro que había
encontrado junto a la fuente del parque, sus padres a menudo se sentían
preocupados.
El padre de Fernando había intentado muchas veces
hablarle, preguntarle las razones que hacían que el hico no fuera feliz. Pero
cuando lo hacía, Fernando se encerraba en sí mismo y no contestaba. Por ello su
padre optó por dejar de intentarlo. Pensaba que alguna vez, cuando su hijo
estuviera mejor preparado, él mismo les hablaría de todo lo que le pasaba.
Un día Fernando, nada más llegar a su casa, entró
directamente en su habitación. Las lágrimas le brotaban de los ojos, pero él ni
siquiera se había preocupado de secarlas. Otras veces había hecho lo posible
para ocular a sus padres la tristeza que sentía, pero esta vez, la desolación
era tanta que no lo conseguiría. Por ello no había querido aparecer por la
salita en donde sus padres se encontraban.
La estantería sobre la que él había guardado el libro
el día anterior era demasiado alta para él. Fernando cogió una silla de anea y,
poniendo un pie sobre el asiento y el otro sobre el respaldo, alcanzó el libro.
Lo cogió con mimo, y con el mismo mimo lo abrió por una página al azar.
- Estoy triste. –Le habló con voz apenas perceptible.
–Por eso vengo para acariciarte, para que me cuentes una de esas historias que
sólo tú conoces. Diviérteme con esos cuentos que me hacen olvidar la triste
realidad que me rodea.
A Fernando le pareció que el libro le había
contestado. Le pareció que le decía cosas que él no comprendía; algo como que
esas historias, esas leyendas, no eran simples escapes de la realidad, sino la
parte más oculta, menos conocida, de la misma.
Había una vez, en un país lejano, un rey muy poderoso.
Polícrates era el nombre de aquel rey afortunado, y Samos el del país en donde
éste gobernaba. Samos era una gran nación cuyos habitantes eran felices, muy
felices; porque la felicidad del propio Polícrates se veía reflejada en la
personalidad de todos sus vasallos. Samos era una isla, y el mar que le rodeaba
en todo su perímetro propiciaba un clima suave y templado.
Nadie en aquel país sabía lo que eran la tristeza y el
dolor. La felicidad del monarca era compartida por todo su pueblo, y también, por
supuesto, por su bella esposa. La reina era famosa en todas las tierras
cercanas por su incomparable hermosura. Sus cabellos largos, rubios, habían
sido admirados por muchos príncipes antes de su casamiento. Muchos jóvenes
herederos habían intentado compartir con ella sus reinos respectivos, pero sólo
Polícrates había logrado el honor que tantos otros deseaban.
Pero la cualidad más importante de aquella reina
hermosa no era su belleza, sino su inteligencia. Respetuosa de los dioses,
sabía que la vida estaba compuesta de momentos alegres y de otros momentos más
tristes. Sabía que la felicidad completa no existía. Tenía miedo de que los
dioses quisieran un día u otro equilibrar en la vida de su esposo esos dos
contrarios. Así se lo dijo a él un día:
- Deberías ofrecer a los dioses algún tributo
importante, para acallar sus voces de protesta.
- Tienes razón, pero no sé que objeto podría
ofrecerles. Ellos son todavía mucho más poderosos que yo. Todo lo que desean lo
consiguen, sin que los seres humanos podamos hacer nada para evitarlo.
- No se trata de eso. Se trata simplemente de que te
asegures la felicidad eterna a cambio de un pequeño sacrificio. Ofrece a los
dioses el anillo que te regaló tu padre.
- ¿El de la esmeralda? Es demasiado valioso para
perderlo.
- Los sacrificios sólo te deparan beneficios, sólo son
buenos, si sacrificas algo que de verdad te interesa; en caso contrario no
sirven para nada. Puedes elegir entre la falsa felicidad que un objeto precioso
y material puede proporcionarte, O el amor de los dioses.
Polícrates apenas quedó convencido de las palabras de su
esposa. Sin embargo, al día siguiente marchó con su séquito a una de las costas
de Samos, la que se encontraba más lejos del palacio real, y desde allí arrojó al mar aquel anillo de oro. La
esmeralda que adornaba su centro siguió brillando en el aire mientras caía al
agua, hasta que su vivo fulgor terminó por hundirse en las profundidades
marinas.
Pasaron algunos meses desde entonces, y el palacio de
Polícrates había sido preparado para una gran fiesta que se iba a dar en honor
del cumpleaños del rey. Los mejores platos estaban siendo preparados en la
cocina para que fueran degustados por los invitados, pertenecientes todos ellos
a la más alta aristocracia de Samos. Solamente el pescado, capturado
recientemente en el litoral próximo, faltaba por ser trinchado y colocado sobre
las mesas.
En el interior de uno de aquellos soberbios atunes
pareció brillar un objeto extraño cuando fue abierto por el cuchillo del
cocinero. Cuando terminó de ser partido apareció allí dentro, junto a las
espinas del animal, un enorme sello de oro que estaba adornado con una
esmeralda, el mismo anillo que algunos meses antes el rey había arrojado con
sus propias manos desde el borde del acantilado. Cuando Polícrates vio el
anillo dio un fuerte grito que pudo escucharse por todos los rincones del
palacio.
El rey estaba aterrorizado. Aquella visión había
desequilibrado por primera vez algunos de sus pensamientos, y mandó que la
fiesta fuera suspendida.
- ¿Qué es lo que ha podido ocurrir? Yo arrojé aquel
anillo al mar, todos me visteis; todos fuisteis testigos de cómo descendía
hasta posarse sobre la arena del fondo.
- Ese atún debió haberlo visto allí, brillando gracias
a la luz que se filtraba a través de la superficie. Debió pensar que era un pez
extraño y sabroso, y decidió comérselo.
- ¿Qué pensáis vosotros que puede significar eso?
Su mujer, más inteligente que muchos de los sabios de
la corte de Polícrates, pensó durante apenas unos pocos minutos, y al memento contestó
al rey, apesadumbrada.
- Los dioses han rechazado tu sacrificio. Lo hiciste
tarde y a regañadientes. Un sacrificio así, como el ofrecido por ti, no les
gusta a los dioses. Prepárate para sufrir todas las penalidades que a partir de
ahora comenzarán a enviarte.
Desde el día infausto en el que apareció el anillo en
el cuerpo del atún todo comenzó a ir mal para el ahora desafortunado
Polícrates. Su esposa murió a los pocos meses, adoleciendo de una enfermedad
incurable que poco a poco fue devorando su carne, antes hermosa. Un ejército
muy numeroso de un país vecino invadió las tierras de Samos, y después de una
guerra cruel, en la que perdieron su vida muchos hombres valientes, la isla fue
conquistada para siempre. Polícrates tuvo que abandonar su patria quemada y
arrasada por los enemigos, y emigró a otras tierras frías y difíciles. Allí
murió, después de haber vivido varios años de doloroso cautiverio.
Cuando Fernando terminó de leer la historia de
Polícrates cerró el libro y abandonó la habitación. Buscó a su padre, y lo
encontró en el cuarto de estar, mirando un programa de televisión.
- ¿Sois felices? –Les preguntó, inesperadamente.
La pregunta realizada así, de esa manera demasiado
solemne para un niño de tan corta edad, les sorprendió. El padre de Fernando,
después de haberse tomado unos segundos para buscar la respuesta, logró por fin
contestarle.
- Nadie es completamente feliz, así como tampoco es
completamente desgraciado. En la vida hay buenos momentos y otros que no lo son
tanto. Nosotros podemos decir con agrado que los buenos momentos que hemos
tenido han sido más numerosos que los malos, sobre todo desde que tú naciste.
Tú has sido para nosotros la personificación de la alegría.
Pasó después una mano por la parte inferior de los
ojos de Fernando para secar la última lágrima que intentaba escaparse de allí.
El chico, ya más calmado, salió otra vez corriendo de la sala. Era la hora de
merendar, y su madre le llamaba desde la cocina, con el bocadillo preparado
sobre la mesa.
IV
Una tarde de domingo, la familia de Fernando se hallaba
reunida en la salita de la casa, mirando la programación que ese día había en
la televisión. Su padre, sentado sobre el sillón de siempre, leía el periódico.
Después de algún rato sin hablar lo dejó sobre la mesa, enfadado por la lectura
de una serie de noticias desagradables, aquellas que dominan siempre en todos
los diarios.
Fernando cogió el periódico. Hacía poco tiempo que
había aprendido a leer, pero aquellas líneas, demasiado pequeñas y demasiado
juntas entre sí, eran una lectura excesivamente dificultosa para un aprendiz de
lector como era él. A pesar de ello intentó leerlas. Aunque iba muy despacio
consiguió al final leer en voz alta el titular de una de aquellas noticias
elegidas al azar.
- “Un grupo de payos incendia unas casas de gitanos en
un barrio pobre de Andalucía”.
Fernando no comprendía en su totalidad el sentido de
la noticia, pero la cara que su padre había puesto cuando leyó aquella misma
noticia le había demostrado la gravedad de la misma. Miró con ansiedad a su
madre, y ésta intentó explicarle lo que aquel tipo de noticias significaba.
- La mayor parte de los problemas de la humanidad se
han producido a causa del racismo. Todos los humanos piensan que la raza a la
que pertenecen es la mejor de todas. Para defender esas absurdas opiniones han
nacido muchas guerras. Muchas personas han muerto a manos de otras por no
pertenecer a la misma raza que sus asesinos.
Ahora que había comprendido lo que aquella noticia
significaba, se sintió profundamente desdichado. Subió a su habitación y abrió
el libro.
Muy cerca de aquí, en uno de los rincones más hermosos
de la serranía, hay un pueblo muy bello y un poco antiguo. Su existencia se
remonta a la época de los árabes. Tiene una extensa laguna, aunque cada año las
hierbas de anea se comen una gran parte de su superficie. Dicha laguna desagua
en un río próximo mediante una larga cola de caballo, una cascada brillante que
refleja los rayos del sol. Sobre uno de los elevados picos que rodean el pueblo
y la laguna, un castillo hoy derruido es testigo de un pasado remoto de
historias de amor y de guerra.
Hace muchos años que sucedió la leyenda que os voy a
contar. Era durante el reinado del noble Alfonso VIII, cuando, aún demasiado
joven, comenzaba a conocer una vida llena de batallas y de muertes. Había
conquistado recientemente una ciudad importante, Cuenca, y por esa razón le
había dado a esa ciudad una gran extensión de tierras, montes y dehesas. Para
la protección de aquel territorio había
organizado una especie de policía formada por algunos de los caballeros
nobles de la ciudad conquistada. El castillo que se miraba en aquella laguna
había sido levantado como una torre de vigilancia y descanso para esas tropas
de protección.
Con la conquista de la ciudad cercana, el pueblo,
debido a su proximidad con la ciudad, pasó también a dominio cristiano. Sin
embargo, a pesar de que los dos lugares estaban muy próximos el uno del otro,
las comunicaciones entre ambos eran difíciles, debido a que era una zona de montañas
abruptas. Ello les dio a los habitantes del pueblo la posibilidad de seguir
viviendo igual que hasta entonces lo habían hecho, con las mismas costumbres y
las mismas creencias. El cristianismo había llegado a sus casas de una forma
sólo teórica. Sometidos a la escasa vigilancia de aquellos caballeros que,
turnándose en período que duraban unos pocos meses, habitaban el castillo, los
vecinos que vivían en la parte baja del pueblo seguían siendo musulmanes. Una
enemistad a duras penas escondida amenazaba con sembrar de discordia las calles
de la villa.
Un día llegó al castillo un joven capitán de los
caballeros, don Sancho se llamaba. Su padre, noble procedente de uno de
aquellos condados que abundaban en el norte de Castilla, había tomado parte con
gran valor en la conquista de aquella ciudad importante del sur. Tan gran
empeño puso en matar enemigos que el joven rey, una vez conquistada la ciudad
después de una noche de sangre, le dio grandes mercedes y muchos bienes en los
alrededores de la misma. Por aquella razón se quedó para siempre a vivir allí,
y allí nació Sancho, su hijo primogénito.
Apenas llevaba tres días aquel joven capitán en el
castillo de las montañas cuando vio salir de una de las casas del pueblo
próximo a una hermosa agarena. Sus ojos, brevemente rasgados y más negros que
una noche sin luna, tenían una expresión triste y solitaria. Alta y delgada,
iba siempre cubierta por un vestido breve, una suave gasa que al tiempo que
cubría las partes más íntimas de su cuerpo, descubría unas curvas sinuosas.
Sobre su cabeza portaba una gran vasija de barro, y para que ésta no se cayera
se obligaba a caminar con un movimiento exagerado de caderas con el fin único
de mantener el equilibrio.
Desde el castillo, Sancho tenía una amplia visión de
muchos kilómetros hacia el horizonte. Por ello pudo seguirla con la mirada sin
que la musulmana, pues ésta era la religión a la que la familia de la joven
seguía perteneciendo aún después de la conquista, pudiera ni siquiera sospechar
que estaba siendo vigilada.
Al día siguiente, a la misma hora, el capitán volvió a
verla. Por la noche se había estado preguntando muchas cosas. ¿Qué extraña
casualidad le había obligado a mirar hacia aquella dirección justo al tiempo en
que la hermosa joven salía de su casa? ¿Por qué razón, a pesar de la
considerable distancia a la que ésta se encontraba, se había dado cuenta de su
belleza y de la expresión de sus ojos grandes? ¿O sería que él, sin apenas
darse cuenta, se estaba ya enamorando de aquella bella mora? El sueño había dejado
en el alma de Sancho aquellas preguntas sin responder, hasta que, ya por la
mañana, había desechado de su mente aquellos pensamientos. Sin embargo, cuando
volvió a verla se despertaron en su alma los mismos sentimientos que el día
anterior.
La musulmana repitió los mismos movimientos. Volvió a
la fuente para llenar el mismo cántaro de barro que el día anterior, y por el
mismo camino se fue a su casa. Las jornadas siguientes fueron iguales a la
primera. La muchacha llegaba a una fuente situada a unos metros más allá de la
laguna, y allí, ausente de la naturaleza que con todo su esplendor rodeaba al
paisaje, llenaba el cántaro con el agua fresca que salía de la fuente. Después
volvía, rodeada por el mismo silencio que en el viaje de ida había mantenido.
A partir de entonces, el amor fue anidando poco a poco
en el corazón de Sancho. La sospecha de un amor sentido contra todas las
conveniencias de poder y de dinero se fue convirtiendo en una realidad
absoluta. Por ello, una mañana fría de invierno, antes de la hora en la que la
joven musulmana debería salir de su casa a por agua, Sancho decidió marchar
hacia allí para esperar la llegada de su amada.
La espera se hizo interminable, y sin embargo ella se
presentó a la hora acostumbrada, ni un minuto más tarde de la hora en que lo
hacía todos los días. Cuando lo vio allí, plantado delante de la fuente, no
pudo evitar sentir miedo. Su primera intención fue la de volverse y marchar de
nuevo en dirección al pueblo. Sin embargo, pasado el susto inicial, decidió
hacer su labor de todos los días, como si aquel caballero cristiano no
estuviera allí.
Sancho no pudo disimular más su pasión y cogió a la
musulmana por los hombros. Allí, vistos tan de cerca, sus ojos le parecían aún
más hermosos que antes. El hechizo de su brillo le dejó sin habla. Arrepentido
de su brusco comportamiento soltó el cuerpo que tenía agarrado entre sus manos.
- Perdona mis rudos modales. Estoy enamorado de ti y
no sabía como decírtelo. Sé que no debería hablarte de esta manera, pero no
puedo evitarlo. El amor es un niño juguetón que se divierte arrojando flechas
de fuego. Cuando una de esas flechas te hiere, la pasión te desborda, y no
puedes hacer nada para evitarlo.
El amor terminó desbordando también el corazón de la
agarena. Aquel primer día, ella apenas le contó algunas cosas sin apenas
importancia. Le dijo que su nombre era Zaida, y que su padre había sido alcaide
de aquel pequeño pueblo hasta que los cristianos se habían hecho dueños de sus
tierras. Le dijo también que era hija única, y que había cumplido apenas veinte
años. Los días siguientes, los secretos confesados iban siendo cada vez más
íntimos. Llegó la fecha en que ambos deseaban que se produjera el encuentro
deseado, nunca ya casual. Vivían sólo para aquel momento junto a la fuente, y nada
de lo que hicieran en el resto del día tenía importancia para ninguno de los
dos.
La infelicidad para los dos enamorados llegó un día de
lluvia. Alí, un oven musulmán que también estaba enamorado de Zaida, entró en
la casa de ellaa cuando la musulmana se encontraba junto a la fuente, en
compañía del cristiano. Quería hablar a solas con su padre , y por eso fue por
lo que eligió aquel momento, cuando sabía que ella no estaría en la casa.
- Tu hija está enamorada de un enemigo de nuestra
religión. Un cristiano la busca todos los días, y sé que muy pronto, cuando él
tenga que marcharse lejos de aquí y regresar a la ciudad, intentará llevársela
consigo. Te la quitará, y tú entonces no podrás hacer nada para evitarlo,
porque nada logrará hacer que te la devuelva. El amor es así de ingrato.
Evítalo, ahora que aún tienes tiempo.
Una mañana, a la hora acostumbrada, Sancho se dirigió
hacia la fuente, no sabía que el peligro rondaba también aquel paisaje, hermoso
para todo lo que tuviera algo que ver con el amor. Cuando llegó, un grupo de
musulmanes salieron de sus escondites, tras los pinos abruptos y las rocas.
Dirigidos por Alí, acuchillaron sin compasión al joven cristiano, que unos
segundos más tarde, cubierto de polvo y de sangre, yacía junto a la fuente. Para
no despertar sospechas entre sus enemigos, más poderosos que ellos, le ataron
una pesada roca a uno de sus tobillos y lo arrojaron al fondo de la laguna
cercana.
Cuando Zaida llegó hasta la fuente, se extrañó de no
encontrar allí a su amado guerrero. Después vio una extensa mancha de sangre
sobre las briznas de hierba, y entonces adivinó lo que en realidad había
ocurrido. Las lágrimas le brotaron cuando vio, escondida tras una mata de
aliaga, la espada de Sancho. Los asesinos se habían olvidado de ella. Con un
valor inusitado se rasgó los vestidos, para evitar que nada pudiera interrumpir
el camino de la muerte, y se clavó ella misma en el vientre la espada de su
amado.
Cuando los cristianos se enteraron de la traición que
los musulmanes habían cometido, una ola de sangre invadió todas las casas del
pueblo. Mataron a muchos de sus habitantes, y quemaron los bienes de la familia
de Zaida. El pueblo quedó arruinado, y el castillo, maldito por el pecado de la
intransigencia, olvidado.
Pasaron los años, y nuevos habitantes llegaron al
pueblo. Algunos habían oído aquella historia, que diversos fenómenos naturales
que ocurrían sobre todo al principio de la primavera fueron convirtiendo en
leyenda. Cuando llegaba el tiempo del deshielo, la superficie de la laguna, helada
por el viento de la sierra, se veía invadida por extraños sonidos que
atemorizaban a la gente del pueblo. Los hombres, aterrados, empezaron a creer
que aquel extraño ruido, casi fantasmal, era producido por el alma en pena de
Sancho, al que se le había negado la posibilidad de tener un entierro
cristiano, que clamaba venganza contra sus asesinos. Al tiempo, la fuente que
había sido testigo de aquel amor apasionado, se secó casi del todo. Un escaso
hilillo de agua era ahora la atracción de todos los habitantes de aquel pueblo,
que ahora comenzaban a llegar hasta allí todos los domingos con el fin de
recordar aquella historia de amor. Por eso, los hombres empezaron a conocer
aquel paraje cercano como la Fuente de la Mora.
V
Una tarde calurosa de verano, cuando Fernando estaba
en su habitación hojeando el libro, fue llamado por su padre. Ellos estaban en
la cocina. Se notaba que estaban tristes, y el color enrojecido de los ojos de
su madre le anunció que habían llorado. Supo que tenían que contarle una mala
noticia.
- El primo Augusto va a separarse de su mujer.
Como un suspiro, las palabras habían salido de la boca
de su padre. El primo Augusto era el hijo único de su hermana mayor. Siempre
había sido un poco travieso. Durante su juventud le había gustado mucho hablar
con las chicas. Muchas se habían enamorado de él, pero sólo cuando conoció a
Ana, la que hasta entonces era su mujer, pareció que había sentado la cabeza.
Sin embargo, ahora volvía a causar algunos disgustos a su familia, anunciando ya
la próxima separación del matrimonio.
La madre de Fernando estaba triste, y sin embargo ella
fue la única que había comprendido en cierta medida la actitud de su sobrino.
- Si ellos no se llevan bien, lo mejor es que lo dejen
ahora. Todavía no tienen hijos. Cuando hay un hijo por delante, él es siempre
el que más sufre por la decisión de sus padres. Tanto Augusto como Ana aún son
muy jóvenes, y si continúan juntos de esta manera, la vida puede convertirse
para ellos en un auténtico infierno. Puede que aún consigan los dos encontrar a
otra persona de la que puedan volverse a enamorar, y que a la vez esa persona
les ame también a ellos.
Fernando pasó mucho rato pensando en las palabras de
su madre. En el colegio tenía algunos compañeros cuyos padres se habían
separado recientemente, y ellos eran unos chicos solitarios. No jugaban con
nadie ni querían salir al patio en los recreos. Algunas veces miraban hacia un
punto lejano en el cielo, y sus ojos comenzaban a humedecerse. Debía ser muy
triste que sus padres decidieran un día separarse. Sin embargo, el padre, que
parecía haber leído los pensamientos de Fernando, le consoló con sus palabras.
- Tu madre y yo nos casamos porque de verdad nos
queríamos, porque pensábamos que ya estábamos preparados para compartir juntos
una nueva manera de vivir. Un poco más tarde llegaste tú, y aquello nos afianzó
todavía más en el amor que sentíamos el uno por el otro. Ahora nos queremos
igual que al principió de nuestra unión, y nunca hemos pensado que alguna vez
podría llegar el día de separarnos.
La madre de Fernando volvió a hablar, como queriendo
dar fin con ello a la conversación.
- De todas formas, aún no hay nada decidido. Podría
ser que Augusto y Ana cambiaran de forma de pensar, y decidieron seguir juntos.
El silencio se hizo en la cocina. Su abuelo le había
dicho alguna vez que esta situación se producía cuando pasaba por entre las
reuniones que tenían los seres humanos un ángel de Dios, pero él no lo creía.
Por todo ello, aprovechó el silencio para regresar a su habitación. Cogió de
nuevo el libro y comenzó a leer.
Hace ya mucho tiempo, cuando nadie sabía aún de la
existencia del Dios único al que hoy conocemos, cuando el Olimpo celeste estaba
poblado de dioses y de héroes, uno de ellos, el más importante, el rey de aquel
imperio inmortal, Zeus, bajó a la tierra. El motivo de aquel viaje era conocer
como era el corazón de los hombres. Y así, disfrazado de peregrino, con unas
ropas ya viejas y cubiertas de polvo, llegó a las tierras de Frigia.
Zeus se había disfrazado de caminante para evitar que
nadie pudiera reconocerle, y su disfraz fue tan perfecto que ninguno de los
habitantes de aquel país quiso darle cobijo. El dios comprobó que los hombres
no eran tan buenos como él hubiese deseado. Sólo en una pequeña cabaña, en
cierto lugar un poco alejado de todas las ciudades importantes de Frigia, un
matrimonio, ya anciano, dejó que la regio Zeus pudiera penetrar en su casa. Con
los pocos alimentos que al matrimonio le quedaban para pasar todo el invierno
le dieron una modesta cena, pobre pero abundante.
Filemón se llamaba aquel hombre humilde, y Baucis era
el nombre de su amada esposa. Habían hecho de su humilde casa, una cabaña
levantada sólo con madera y paja, un hogar donde los caminantes que cruzaban el
país podían refugiarse. Cuando Zeus había sido rechazado ya de muchos palacios,
mucho más grandes y más ricos que la pobre choza de Filemón, el dios oyó hablar
del viejo matrimonio, y rápidamente, con la velocidad que le daba su condición
divina, llegó hasta allí. Y en aquel lugar pudo comprobar que la fama que ya
había llegado a todos los rincones de Frigia era la imagen de la realidad.
Zeus devoró con fricción todos los alimentos que el
matrimonio le iba sacando de la despensa, y sin embargo cada vez que Baucis
entraba en la cocina para sacar nuevas cosas, se daba cuenta de que los
alimentos, al tiempo que se iban consumiendo, se iban reponiendo otra vez
dentro de la habitación. Se dio cuenta entonces la mujer de que algo extraño,
poderoso, quizá divino, acompañaba al peregrino en su camino. Primero sintió
miedo, pero después comenzó, esperanzada, a soñar con la posibilidad de que la
vida humilde que ambos habían llevado hasta entonces pudiera pronto empezar a
cambiar. ¿Sería aquel hombre uno de los dioses que habitan el Olimpo? Había
oído que en algunas ocasiones se hacían pasar por seres humanos, para llevar a
cabo con más facilidad sus conquistas amorosas, o para comprobar como era la
condición de los mortales.
Ya por la noche, cuando Zeus había terminado de cenar,
cuando el humilde matrimonio se había preparado para marcharse a dormir, Zeus
se hizo ver por fin con toda su divina presencia. Confesó a la pareja quien era
de verdad, el padre de los dioses y de los hombres, y felicitó a aquellos dos
esposos por ser los únicos que le habían acogido no por lo que representaba,
sino por amor al resto de la humanidad.
- He querido ver como son ahora los hombres a los que
un día di la vida, y he visto que la mayoría de ellos no siguen los preceptos
que yo les mandé seguir. Sólo vosotros dos me habéis dado un hogar y un poco de
alimento cuando yo lo he pedido. Desde hoy os digo que aquella ciudad que no ha
querido acogerme será sumergida por las olas del mar. Pero también os digo que
vuestra casa será convertida en un templo donde los hombres rezarán en un
futuro a mí y a mi hijo Hermes, el patrono de los caminantes. También vosotros
podéis pedirme aquello que deseéis, pues yo prometo concedéroslo gustoso.
Filemón, no pudiendo dar crédito a aquello que oía, se
levantó del suelo, del lugar en que el que había arrodillado apresuradamente
cuando comprobó que era el propio Zeus el que le hablaba de esa manera.
Entonces le contestó al dios.
- Nosotros dos llevamos ya muchos años juntos, y ni mi
esposa ni yo sabríamos vivir el uno sin el otro. Además, acostumbrados como
estamos a la pobreza, no sabríamos vivir de la misma manera que viven aquellos
que poseen innumerables riquezas. Sólo deseamos permanecer juntos el mayor
tiempo posible, y poder durante todo ese tiempo servirte a ti y a tus hijos del
cielo.
Dicho esto, Zeus desapareció. Sintió Filemón una
sensación extraña. Sabía que durante todo aquel tiempo, tanto él como su mujer
habían permanecido despiertos, y sin embargo la sensación que tuvo fue la de
haber despertado de un sueño hermoso. Entonces miró hacia el lugar donde había
estado la ciudad, y sin embargo sólo pudo ver allí las olas de un mar
embravecido. Dirigió después la mirada hacia su propia casa, y se encontró con
un templo hermoso de mármol cerrado por robustas columnas de estilo dórico, y
cubierto con un hermoso friso de triglifos y metopas. Sólo al final, cuando los
dos empezaban ya a ser conscientes de todo lo que les había pasado, pudieron
ver que sus túnicas raídas se habían convertido en ricas vestiduras
sacerdotales.
Y cuenta la leyenda que muchos años después los dos
esposos murieron. Zeus había respetado el deseo de Filemón, y les había hecho
morir al mismo tiempo. A pesar de que ambos eran ya muy ancianos cuando sucedió
la visita de Zeus, Filemón y Baucis fueron sacerdotes del templo durante muchos
años más. Y también cuenta la leyenda que a la hora de su muerte, Filemón fue
convertido en una encina y Baucis en un tilo, y que los dos continúan allí,
frente a la entrada del templo del que por su enorme bondad ambos llegaron a
ser sacerdotes.
VI
Era domingo. Fernando había ido con sus padres a la
parroquia de su barrio para escuchar la misa. El sacerdote se había alargado
más que de costumbres en la explicación del sermón, y Fernando había terminado
un poco cansado. Se cansaba por tener que estar todo el tiempo quieto, por
poder ponerse de pie sólo cuando todos los demás los hacían, por tener que
arrodillarse cuando el resto de los asistentes se arrodillaban. No comprendía
las razones que habían llevado a tanta gente a entrar en aquel edificio grande
y pesado, para repetir todos, en conjunto, los mismos gestos y las mismas
palabras.
Cada domingo, por las mañanas, Fernando veía como sus
padres se ponían los mejores vestidos que tenían. Sabía el chico entonces que
llegaba el momento de acercarse por la iglesia, y sólo cuando entraba en ese
edificio y miraba a aquel Cristo muerto que se hallaba sobre el altar, Fernando
sentía durante algunos segundos compasión por lo que su profesor de religión le
había contado muchas veces. Le había hablado sobre la vida de aquel Dios que
había bajado a la tierra para ser hombre y redimir con su muerte a todos los
mortales.
Pensaba entonces que debía haber alguna razón
importante que movía a los hombres a reunirse en este lugar durante más de
media hora. Sin embargo, el cansancio y el aburrimiento lograban enseguida
vencerle otra vez, y sólo cuando el sacerdote hacía la señal de la cruz y todos
los asistentes se levantaban, dispuestos por fin a abandonar el lugar, Fernando
volvía a sentirse dichoso.
Aquella tarde, mientras la madre de Fernando terminaba
de prepararle la merienda, su padre, que se encontraba, como cada tarde, en la
salita, leyendo el periódico, le llamó a su lado.
- He podido ver como en estos últimos domingos no has
estado durante la misa atento a las explicaciones del sacerdote. Es
comprensible; eres demasiado pequeño aún para hacerlo. Pero quiero que sepas
que ese pequeño período de tiempo que pasamos en la iglesia es muy importante
para muchos de nosotros, y un día, cuando seas mayor, lo comprenderás.
Fernando no entendía bien lo que su padre había
querido decirle. Éste, viendo en el rostro de su hijo una falta de expresión
que casi le asustaba, continuó hablando.
- Hay muchas personas que no creen que Dios existe.
Piensan que todo lo que ha ocurrido en este mundo ha sido debido a una serie de
casualidades que ha provocado sólo la naturaleza. Pero lo cierto es que
nosotros sí pensamos que hay un Dios, algo que está por encima de nosotros, y
que Él ha sido quien ha creado todo lo que nos rodea, incluso también a
nosotros mismos. Y sólo viviendo de la manera que Él desea que lo hagamos,
podemos de verdad ser felices.
No era la primera vez que oía hablar de aquel ser
poderoso. El sacerdote hablaba de Él a menudo en la iglesia, y su profesor de
religión también lo hacía en el colegio. Fernando no dudaba de nada de lo que
los dos le decían. Él sólo quería que el cura no se extendiera demasiado en sus
explicaciones incomprensibles. La misa le quitaba todos los domingos cerca de una
hora, una hora en la que él no podía jugar en los columpios del parque, una
hora que tenía que mantenerse lejos del libro que se había encontrado una vez
cerca de la fuente, y sin embargo, él seguía acompañando a sus padres a la
iglesia.
Cuando su padre terminó de hablar, subió a su cuarto y
abrió el libro. Algunos días antes había visto entre sus páginas unas pocas
frases que hablaban de Dios.
Había una vez en Castilla, en aquellos años duros de
guerras contra el invasor musulmán, una de esas ciudades que durante la Edad
Media habían logrado por su posición estratégica una importancia militar. Pero
algunos años más tarde, con la llegada de un nuevo tipo de sociedad, menos
guerrera, aquella ciudad había comenzado a declinar. Las costumbres medievales hacía
ya algún tiempo que se habían olvidado, y el ambiente de aquella ciudad
castellana parecía ya casi muerto. Los escasos nobles que durante la Edad Media
habían defendido la ciudad de las invasiones enemigas, se habían marchado ya a
la corte. Sólo el poder religioso permanecía inalterado. La ciudad vivía aún en
torno a la catedral y al palacio episcopal.
A un nivel más inferior, los habitantes de aquella
ciudad se agrupaban en torno a las parroquias, iglesias titulares cada una de
ellas de un barrio concreto. El número de aquellas parroquias era
increíblemente grande para una ciudad tan pequeña como esa. Además, estaban las
ermitas y las capillas, pequeñas iglesias situadas principalmente en las
afueras de la ciudad. Aquel paisaje extremadamente religioso se completaba con
una larga serie de conventos, tanto de monjas como de frailes. Puede decirse
que toda la ciudad giraba en torno a la religión católica.
En el camino tortuoso que desde la ciudad descendía
hacia el río había una de aquellas ermitas, dedicada a la Virgen en el trance
doloroso de sujetar sobre sus rodillas a su Hijo muerto. Una comunidad de
frailes se había instalado junto a la ermita para ciudad del culto y de la
buena conservación de la ermita. La comunidad se hallaba dirigida en sus rezos por
el padre Rodrigo, un hermano bueno y trabajador que había dejado una grata
memoria en todos los conventos en los que había estado antes de aparecer por la
ciudad. Por esa razón, los superiores franciscanos le había dado el cargo de
abad en el convento de la ciudad castellana.
Cada mañana, a la hora del amanecer, el padre Rodrigo
marchaba hacia la ermita, y después de haber pasado una hora dentro de la
iglesia, rezando a la Madre de Dios, volvía al convento, después de haber
dejado abierta la puerta de la ermita para que todos los fieles de la ciudad
pudieran ir también a visitar a la Virgen. Ya por la tarde, un poco antes del
anochecer, volvía a cerrarla hasta el día siguiente.
Una mañana, cuando el padre Rodrigo estaba realizando
la visita acostumbrada a la Virgen, encontró tendido sobre las piedras, junto a
uno de los castaños de la plaza que sería de atrio a la ermita, a un hombre de
edad mediana. La noche anterior había descargado sobre la ciudad una enorme
tormenta. Los primero que el religioso pensó cuando vio a aquel hombre fue que
él, no teniendo un lugar mejor en donde refugiarse de la lluvia, intentó
hacerlo bajo aquel enorme árbol.
Pero al acercarse al hombre que estaba en el suelo
pudo darse cuenta de que tenía una gran herida en la frente, y que de aquella
herida había manado ya una abundante cantidad de sangre. Comprendió que quizá
debido a la tormenta, una rama de aquel castaño, la misma que podía ver ahora
en el suelo, junto al cuerpo inerte del hombre, debió haber sido arrancada de
cuajo del árbol, y que en su caída fue la que debió golpear en la cabeza del
hombre. Primero pensó que estaba muerto, pero cuando comprendió que el hombre
aún vivía, ordenó que fuera trasladado rápidamente a una de las celdas que en
el interior del convento estaban vacías.
Aquel hombre tardó varios días en recuperarse por
completo de sus heridas. A la tarde que siguió al día en que había sido
encontrado por el abad ya había recuperado el sentido, pero el hombre seguía
sintiéndose demasiado débil para poder salir de su celda. Por las noches, la
alta fiebre le hacía delirar y decir cosas sin sentido. Por fin, una semana
después del accidente, el padre Rodrigo comenzó a hablar con el hombre, y
convencerse de que todas las suposiciones que había hecho sobre él eran ciertas.
- Soy escultor y arquitecto, y en las tierras de donde
procedo, allá en el norte, he realizado muchas obras de arte que cuentan con la
admiración de quienes las contemplan.
Vagaba por estos lugares para intentar también aquí desarrollar mi arte,
cuando me sorprendió la tormenta.
Por las tardes, el fraile no perdía ninguna
oportunidad que tuviera para conversar con el escultor. Ambos eran hombres de
extensa cultura, y ambos la enriquecían mutuamente al hablar con el otro. Por
alguna extraña razón, el escultor no había querido decir al religioso cómo se
llamaba, y el fraile respetaba aquella decisión del artista. Sin embargo, la
magia de aquellas conversaciones se rompió un día en que el fraile propuso al
otro dar un paseo hasta la ermita cercana.
- Padre, mis hermanos han realizado iglesias y han
tallado muchas veces el cuerpo de aquél al que usted llama Dios; y sin embargo
debo confesarle que no creo en Él. Sé que no debería hablarle así, pues estoy
en su casa, y usted y los hermanos que le rodean son también representantes de
ese Dios en la tierra. En realidad, sé que estoy en la casa de ese Dios en
quien no creo. Perdone que le hable de esta manera. Sé que estoy pagando de
forma ingrata el cobijo y le alimentos que ustedes han estado proporcionándome
desde el accidente.
- También tú, hijo mío, eres representante de Dios.
Todos los hombres somos de alguna manera representantes de Dios en la tierra.
Alguna experiencia desafortunada has debido tener en la vida para hablar de
forma tan dura.
- Por favor, no me pida que le cuente el secreto de mi
desventura. No me gusta hablar de ello. Tan sólo puedo decirle que yo nací
cristiano, y que fue algo que le sucedió a un ser al que yo amaba más que
a mi vida, lo que me hizo cambiar de
opinión.
El prior guardó un respetuoso silencio. El dolor
oprimió su pecho, pero nada pudo hacer para que el artista cambiara de opinión.
Desde aquella tarde, las conversaciones entre los dos hombres se convirtieron
en algo un poco más tirante, procurando los dos que en ellas no se tratara el
tema religioso. Por fin, cuando el escultor se había recuperado casi por
completo de su enfermedad, la confianza que el fraile había conseguido
depositar en él poco a poco le hizo confesarle el secreto de su desdicha.
- Yo era uno de los arquitectos mejor considerados en
la tierra donde nací, y mi hijo, que había aprendido también el oficio viéndome
trabajar a mí, me ayudaba en todas las obras que hacía. Un día estábamos
trabajando en el interior de una iglesia. Él se hallaba sobre un andamio, realizando
los últimos retoques de la cúpula. Un mal paso le hizo perder el equilibrio y
caer desde una altura de muchos metros. No entiendo como ese al que vosotros
llamáis Dios, y al que yo antes llamaba también de esta manera, deja de
proteger a los hombres que trabajan para su gloria. Por eso dejé de creer.
- Dios no puede estar pendiente de todas esas cosas, y
además, los hombres nunca podremos llegar a comprender los verdaderos motivos
de Dios porque nuestra mirada siempre está puesta, de forma irremediable, aquí,
en la tierra, nunca en el cielo. Tú hijo estará seguramente con Él, allá en el
cielo. ¿Quién puede, sino él, pensar lo que es mejor para cada persona? Sin
embargo, mi deseo no es llevarte a la ermita como a un simple creyente, sino
como al experto artista que sabrá apreciar la belleza del arte. Pensamos que
tenemos que hacer alguna obra para mejorar el edificio, y quiero que me des tu
opinión sobre la arquitectura de la iglesia y sobre el valor artístico de la
talla que preside el altar.
Por fin el escultor se dejó convencer. Al día
siguiente, los dos visitarían juntos la ermita cercana. El fraile, más astuto
que el otro, había sabido llevarle a su terreno. De momento, fuese para lo que
fuese, el escultor había accedido a visitar la iglesia. Quizá un milagro de la
Virgen podría conseguir que el otro recuperara la fe.
- Confieso que la tracería de la iglesia es una obra
casi perfecta.- Había dicho el escultor cuando los dos habían cruzado el umbral
del edificio. –Es seguro que su autor es experto en las últimas formas de hacer
arte.
- Pasemos ahora al interior. –Contestó el prior con
una leve sonrisa en los labios.
Entonces sucedió el milagro. Apenas había entrado unos
pocos metros hacia el interior de la nave cuando el escultor dirigió su mirada
hacia la imagen de la Virgen que presidía el altar mayor. Entonces no pudo
evitar que se escapara de sus labios un grito, pero un grito que no era de
dolor, sino de arrepentimiento. Con lágrimas en los ojos miró humildemente el
rostro de María, y él vio la cara de su propia esposa, con su hijo en brazos,
pocos minutos después de que éste hubiera caído desde lo alto del andamio. Fue
aquello lo que le movió a arrepentirse.
El escultor se convirtió aquel mismo día en un fraile
más de la comunidad. Pero antes de haber ingresado en el convento de
franciscanos que había sido testigo callado de su redención, hizo con sus manos
una última obra, una gran cruz de piedra que mandó instalar en el mismo lugar
en donde él había sido herido por la enorme rama de un árbol centenario. A
partir de entonces olvidó su faceta de artista, y sólo de vez en cuando, sí era
necesaria alguna reparación en el convento o en la ermita cercana, volvía el
antiguo escultor y arquitecto a coger los mismos utensilios que antes le habían
sido tan necesarios para su antiguo oficio.
VII
Desde aquel día, nada o muy poco había
cambiado en la casa de Fernando. Tampoco en la casa de aquellos primos que
estaban a punto de separarse, la cosa había cambiado demasiado. Algunas veces,
el amor volvía a hacerse por unos momentos dueños de la situación en el hogar,
y entonces Fernando pensaba que nada en este mundo podría hacer que el joven
matrimonio acabara separándose. Pero otras veces, los sentimientos volvían a
endurecerse, y entonces los jóvenes primos se lanzaban insultos, palabras
envenenadas que seguramente, Fernando por lo menos así lo pensaba, en el fondo
ninguno de los dos sentía. En aquellos duros momentos, la separación del
matrimonio caminaba hacia un final triste.
Pero a
los pocos meses sucedió algo que vino a turbar aún más la situación de la
familia de Fernando. Un tío suyo, hermano de su madre, había sido detenido por
la policía por uso y comercio de drogas. Al principio, ninguno de los miembros
de la familia podía creer que aquello fuera cierto. Sin embargo, las pruebas
que fueron presentadas por los fiscales eran tan claras, que ya nadie dudo de
que la posibilidad de que aquel pariente tan cercano fuera un traficante de
drogas era cierta. Sólo en aquel momento, cuando ya no existía ninguna
posibilidad de ponerlo en duda porque incluso había terminado por confesarse
culpable. Fernando se acordó de que aquel hermano de su madre no era como los
otros tíos que tenía.
Aquel hombre no se había comportando
nunca como un verdadero tío. No se había acordado nunca del día de su
cumpleaños. Apenas lo había visto unas pocas veces a lo largo de su vida. Cada
año, cuando llegaba la Navidad, en la casa de sus abuelos siempre se guardaba
para él un lugar en la mesa, una silla vacía por si él aún venía. Al final de
la cena nadie se acordaba ya de aquel tío pródigo; nadie excepto la abuela,
quien silenciosa, resignada, siempre lloraba por la ausencia de aquel hijo que
se le había ido.
Desde que se conoció la noticia, en la casa de
Fernando se había hablado muy poco del tío que había sido detenido. Pero desde
el momento de la detención, Fernando se había dedicado a preguntar a todos los
que le rodeaban cosas diversas relacionadas con la droga. Había hojeado
revistas en las que se hablaba de los problemas que el uso de aquellas
sustancias podían causar. En el libro también encontró una historia antigua
sobre el tema. La leyó varias veces, hasta llegar a aprendérsela casi de
memoria. Era una historia que había sucedido hacía ya muchos años, cuando en
los países civilizados nada se sabía aún de aquellas tierras en las que
sucedieron los hechos.
En aquella época, el mundo estaba formado sólo por el
continente europeo, y fuera de él apenas se conocía la existencia de algunas
regiones alejadas en el norte de África y en el oeste de Asia. Colón no había
descubierto aún aquel extenso territorio, base del asentamiento de grandes
imperios y de pequeños pueblos primitivos. Esta historia sólo llegó a los oídos
de los europeos mucho tiempo más tarde, cuando los misioneros del viejo
continente comenzaron a conocer las lenguas de los indígenas.
En el extremo más lejano de las tierras americanas,
junto al otro mar, hermano de este océano que separaba aquellos dos mundos tan
diferentes, estaba el imperio de los incas. Se había instalado desde mucho
tiempo antes en lo alto de una elevada cordillera, y las casas se alzaban a
menudo por encima de las nubes. Las habían construido así porque de esta
manera, pensaban ellos, los hombres estarían más cerca de esos dioses que
vivían en el cielo. Y los dioses se lo habían agradecido convirtiéndoles en los
reyes de un extenso territorio. Los incas eran de natural conquistadores, y
muchos pueblos cercanos se habían convertido ya en vasallos suyos.
En la cordillera andina, la clase más importante era
la aristocracia, que estaba formada casi exclusivamente por la propia familia
real Disfrutaba de muchos privilegios, que el resto del pueblo no tenía.
Después de la aristocracia estaba la clase sacerdotal. Los sacerdotes eran los
emisarios de los dioses. Usaban ciertos alucinógenos para ponerse en
comunicación con ellos, y los más importantes eran algunos tipos de hongos,
como el peyote y, principalmente, la cocaína. El uso de estas drogas les estaba
prohibido a todos aquellos que no pertenecían a la clase sacerdotal, y eso era
debido al peligro que conllevaba el mal uso de este tipo de sustancias.
Pero los jóvenes sienten a menudo el deseo de conocer
cosas nuevas. Había un joven, llamado Yuscala, que también deseaba ponerse en
contacto directo con los dioses, tal y como hacían los sacerdotes mediante el
uso de esas sustancias. Veía como ellos tomaban hierbas prohibidas, y como
después de ponerse en trance hablaban de cosas que a menudo eran
ininteligibles. Otras veces, las frases que los sacerdotes pronunciaban en
aquella situación podían ser entendidas perfectamente, y entonces eran mensajes
enviados por los dioses. Yuscala pensaba que él también podría hacerlo.
Yuscala era hijo de un destacado orfebre de la ciudad
de Cuzco. Sus figuras de oro, de un diseño esquemático pero a la vez hermoso,
eran admiradas por los sacerdotes y también por todos los miembros de la
familia real. Pero de todos los admiradores que aquellas obras de arte tenían,
la más importante sin duda era la hermosa Tazmila, la hija del emperador.
Tazmila y Yuscala se habían convertido en buenos
amigos. La situación en la que es padre de Yuscala se encontraba, había
permitido un acercamiento de su hijo a la familia real, pues el joyero ya
llevaba algún tiempo realizando bellos objetos para uso de los reyes. Pero los
dos sabían que aquella amistad era lo máximo que ambos podían esperar, pues la
diferencia de clases era un obstáculo para el amor. Por ello, tampoco ninguno
de ellos habían pretendido nunca que sus sentimientos pudieran pasar de una
amistad sincera. Tazmila miraba a Yuscala de la misma manera que miraba a
aquellos objetos que habían salido de las manos de su padre. El amor no contaba
todavía para ellos.
Pero con el paso del tiempo, Yuscala, convencido de
que la amistad de Tazmila le había colocado en una posición superior a la que
en realidad por nacimiento le correspondía, creyó que sus sueños de hablar con
los dioses podían convertirse en una realidad. Le dijo a su padre que quería
masticar una hoja de coca y comprobar qué era lo que sucedía después.
- Sabes tan bien como yo que eso es algo prohibido. Si
masticas una hoja de esas, la maldición de los dioses caerá sobre ti, y también
sobre mí, y los dos seremos sacrificados para redimir nuestra culpa. Además,
aunque ello no ocurriera, aunque los sacerdotes no te descubrieran, sabes que
el consumo de la droga puede ser muy peligroso. Si no se asimila como es debido
puede producir dolorosas pesadillas, e incluso la muerte.
Aquellas palabras no conocieron a Yuscala. Él quería
probar a toda costa aquella nueva experiencia que se le ofrecía, y así lo hizo.
Una noche, cuando estaba seguro de que nadie podría
verle, entró a escondidas en una de aquellas pirámides que eran templos para
los dioses, y robó unas pocas hojas de coca de las que allí se guardaban. Las
guardó entre sus ropas, y pocos días mas tarde se dispuso a comérselas. Caminó
ocultándose entre las sombras, hasta salir de la ciudad, y allí, junto a un
hermoso río de aguas cristalinas, hizo lo que nunca hubiera debido hacer.
La primera impresión que tuvo al probar aquellas
hierbas fue la de asco. La amargura y al acidez alejaron de su paladar toda la
dulzura que hubiera podido quedar en él. Después, cuando el efecto de la hierba
comenzó a llegar a su cerebro, la amargura se transformó en una suave calma.
Los sueños comenzaron a llegar a su mente drogada.
Primero fueron sueños dulces. Sueños de amor en los
cuales todas las mujeres vivían para él. Desnudas, sólo con una pequeña hoja de
palmera cubriéndoles sus partes ocultas, ofrecían sus encantos a aquel hombre,
que aunque un poco diferente a lo que era en realidad, era él mismo. Después,
los sueños se convirtieron en pesadillas.
Al principio vio a unos hombres vestidos de plata.
Llevaban corazas metálicas sobre la camisa de tela que cubría sus pechos, y
bajo las corazas y bajo las camisas, matas abundantes de pelo negrísimo.
Aquello contrastaba con la desnudez del torso de Yuscala. Sobre sus cabezas,
como las aves de la selva, aquellos invasores llevaban unas plumas de variados colores
que arrancaban de los cascos, del mismo material que las corazas. Los rostros
estaban cubiertos también, como casi todo el cuerpo, de pelo abundante.
Al principio aquellos hombres, seres llegados desde
otros mundos lejanos, como dioses venidos a la tierra para comunicarse con los
incas, enseñaron a los indígenas un mensaje de amor y de paz. Cambiaban con
ellos hermosos cristales de colores, y a cambio de aquellos abalorios hermosos
sólo pedían a los incas esos objetos de oro que habían sido fabricados por el
padre de Yuscala y por otros artesanos como él, objetos que eran tan abundantes
en el país de los incas que apenas tenían casi valor.
Pero después todo fue distinto. Aquellos dioses venían
también con sed de sangre. Causaron la muerte de muchos amigos de Yuscala.
Violaron a mujeres hermosas como Tazmila. Les impusieron una leyes absurdas que
ellos no comprendían. Al final del sueño, todo el imperio de los incas había
sido destruido. Yuscala se despertó horrorizado, cubierto de sudor y lágrimas de
amargura.
Nada más cuenta la leyenda de todo aquello. Lo único
que se sabe es que la historia, como sucede a menudo, fue fiel a aquella
pesadilla. El imperio de los incas desapareció con la llegada de los españoles,
y también desapareció de la memoria de los hombres la historia de la hermosa
Tazmila, y de Yuscala, el niño que sufrió por desobedecer las leyes que le
habían marcado.
VIII
Pero
algo mucho más grave ocurrió en la casa de Fernando, algo que vino a hacer
olvidar todos los problemas anteriores. Ni la anunciada separación de aquellos
primos jóvenes que ya no se aguantaban, ni la detención de aquel tío extraño
con el cual apenas había tenido ningún trato, volvió a ser comentada en la casa
durante algún tiempo. El principio de aquella nueva crisis fue un día de
invierno. Fernando iba a cumplir aquel día ocho años, pero un doloroso suceso
vino a amargar aquella jornada que debía ser muy feliz. El abuelo de Fernando
murió aquella mañana.
Fue la madre de Fernando la que encontró el cadáver de
su suegro. Le había estado llamándole por teléfono a su casa, pero él no había
contestado a ninguna de sus llamadas. Aquello era tan extraño que la mujer,
sospechando que algún suceso trágico había ocurrido, marchó en dirección a la
casa.
Él estaba en la cama, inmóvil. Su mirada, a pesar de
todo, era dulce. Sus labios se habían dilatado en una sonrisa apenas
perceptible. Se notaba que la muerte había llegado sin sufrimiento.
Fernando no comprendía la razón de aquella tristeza.
El día debía haber sido feliz. Pasó toda la mañana en la casa de sus abuelos,
rodeado de gente que lloraba, a la vez que hablaban de lo bueno que había sido
el abuelo mientras aún vivía. En su propia casa se había quedado la tarta del
cumpleaños, abandonada entre los globos que sus padres habían estado hinchando
para poner color en la fiesta. La gente que llegaba a la casa del abuelo no
tenía ganas de fiesta. Las mujeres venían todas vestidas de negro, y cuando
entraban en la habitación en donde estaba el abuelo, rompían en un llanto inconsolable.
Por la tarde, a regañadientes, Fernando vio como toda
la familia se preparaba para salir a la calle. Era la hora del entierro, y un
coche largo y negro ya había parado en la puerta de la casa. Era la primera vez
que Fernando iba a asistir a un entierro, y pensar que aquella experiencia le
tocaba a él de manera tan directa, le parecía la cosa más desoladora del mundo.
A la entrada de la iglesia, la caja en la que el
cuerpo del abuelo había sido introducido fue llevada por los familiares más
directos. El sacerdote habló de lo que la muerte significaba para los
cristianos. Fernando no podía comprender que una persona pudiera sentirse
triste y feliz al mismo tiempo por la muerte de algún familiar directo. Pero
aquello lo había dicho el sacerdote, y aquel hombre, él se había dado cuenta de
ello, era una de las personas más respetables del barrio. Si él lo decía, debía
tener razón.
Cuando salieron de la iglesia, todos los asistentes se
separaron de la multitud de vehículos y se dirigieron al cementerio. Éste
se hallaba a las afueras de la ciudad, y
tenía en la portada una imagen de piedra que representaba a Cristo muerto. Por
las calles del cementerio, mientras llegaban al lugar exacto en el que su
abuelo debía ser enterrado, admiró las bellas esculturas que coronaban algunas
de las tumbas más hermosas. Con el paso del tiempo, Fernando llegaría a
aprender que algunas de aquellas tumbas tenían más de cien años de antigüedad.
El llanto volvió a hacerse presente cuando las
paletadas de arena caían sobre la caja de madera. Después, un pequeño grupo de
trabajadores, con mono azul, comenzaron a tapar con ladrillos y cemento la
bóveda que albergaba ahora los restos de su abuelo. Al final, todos los
asistentes comenzaron a desfilar hacia la salida, dejando aquella parte del
cementerio sumida entre el respeto que el silencio provocaba.
Ya de camino hacia su casa, Fernando volvió a pensar
otra vez en las palabras que el sacerdote había pronunciado. No había vuelto a
pensar en ello desde que había salido de la iglesia, pero el pensar otra vez en
ello le hizo sentirse mejor. Cuando llegó a la casa, buscó en el libro alguna
historia que le hablara del significado de la muerte.
Hace muchos años, cuando la historia no había
comenzado aún, cuando los hombres se dedicaban sólo a la caza y a hacerse la
guerra entre ellos, reinaba en el lejano Egipto un rey joven y sabio. Su nombre
era Osiris, y según una leyenda que había ido corriendo de boca en boca por
todo su reino, había nacido de la sabia unión del tiempo y de la tierra. De
esta manera, los vasallos de Osiris querían explicar que su rey estaba
protegido por la naturaleza, creadora de cualquier forma de vida, y por la
historia, que con su devenir dejaba en la memoria de los hombres lo bueno y lo
malo de cada uno.
Osiris se mostró durante su reinado como un monarca
justo. Dio a su pueblo el primer código de leyes, que hasta entonces se
mantenían sólo a través de la tradición oral. Transformó las costumbres de su
pueblo. Convirtió su economía de subsistencia, que se basaba en la recolección
pasiva de frutos y de hierbas, en una auténtica agricultura. Fundó en su
imperio la primera gran ciudad de que se tiene noticia: Tebas.
Los egipcios de sangre real tenían entonces la
obligación de desposarse con alguna princesa de su propia familia. Osiris
cumplió los preceptos de su pueblo casándose con su propia hermana, Isis. Isis
era una mujer joven y hermosa. En ella, cada noche, la luna reflejaba sobre el
rostro de Isis toda la belleza de su disco brillante, y por ello la reina había
tomado la figura de la luna en cuarto creciente como símbolo de su realeza.
Pero ella no sólo era guapa, sino que también era inteligente, y esa
inteligencia la había colocado desde un principio al servicio de su esposo.
Pero la fortuna de los hombres buenos hace que los
malos sientan siempre envidia de ellos. Había en palacio un hombre viejo, tío
de Osiris, que de joven había soñado con ocupar el trono de su sobrino. Su
hermano, el padre del faraón, había sido aclamado por el pueblo cuando él era
joven, y Tritón, que así se llamaba aquel mal cortesano, se había visto
apartado del poder. Desde entonces se limitaba a hacer sonar, cuando se
aburría, una concha vacía, sin importarle las guerras de su señor ni las
fiestas que éste daba continuamente para festejar a los embajadores
extranjeros.
Tritón tenía celos de la ventura de los dos jóvenes
esposos. El cortesano, amargado por los largos años de soledad, abandonado por
todos los ministros del joven rey, no podía soportar la felicidad que se vivía
en todas las habitaciones de palacio. Le molestaba la seguridad con la que
Osiris regentaba el poder. Le molestaba la belleza y la inteligencia que Isis
mostraba en todos los actos públicos. Le molestaba, más que ninguna otra cosa,
el amor que los dos reyes se tenían entre sí. Por todo ello fue por lo que
decidió vengarse, y de paso, si era posible, hacerse con el poder y el trono de
Egipto.
El viejo preparó un gran festín en sus habitaciones
particulares, alejadas de la vitalidad que podía sentirse en el resto de las
salas palaciegas. Invitó a los pocos partidarios que aún le quedaban, llegados
a su sombra gracias al oro que Tritón había dejado caer con disimulo sobre sus
manos a lo largo de muchos años de sobornos. También invitó, por supuesto, al
joven rey,
Aquella extrañó en la corte de Osiris. Tritón nunca se
había sentido atraído por las fiestas palaciegas. ¿Qué razón podía llevarle
ahora a organizar una de las mejores fiestas que en mucho tiempo se habían
visto en la corte? Osiris pensó que alguna celada se escondía en aquella
invitación, pero también sabía que no podía ignorarla. Sus escasos enemigos
aprovecharían aquello para hacer que el duro aguijón de las habladurías fuera a
clavarse en el alma del sabio monarca. Por ello, a pesar de que sabía que el
peligro podía acecharle en aquella cena indeseada, decidió asistir.
La cena fue copiosa y abundante. Sobre las largas
mesas yacían los cadáveres, cocinados, de los grandes animales del desierto. A
su alrededor había mangos, aguacates, dátiles y otros frutos exóticos. Los más
sabrosos crustáceos y moluscos, llegados hasta Tebas desde diversos puntos del
delta y también desde el Mar Rojo, esperaban su turno sobre las mesas repletas.
A los postres, cuando el vino había hecho ya efecto en
el cerebro de los invitados, un esclavo negro salió de la cocina con un cofre
de plata entre las manos. El negro, en silencio, llegó hasta el centro de la
habitación, y allí, en silencio, dejó el cofre sobre el mármol con el que el
suelo estaba cubierto. La voz de Tritón dejó escucharse por primera vez en toda
la noche.
- Daré un tercio de mis tierras a aquél que sea capaz
de introducirse dentro del cofre.
Todos los cortesanos que asistían a la cena intentaron
entrar dentro del cofre, el cual, demasiado pequeño para el tamaño de un
hombre, sólo le aceptaba en su interior si era capaz de doblarse por completo
sobre su cintura. Aquellos, borrachos por el efecto del vino, nunca lograban
hacerlo, por más que lo intentaran. Todos ellos tropezaban y caían al suelo,
del cual a menudo ni siquiera eran capaces de levantarse. Entonces volvió a
hablar Tritón.
- ¿No es nadie capaz de resolver este juego que os
propongo? Aquí está nuestro joven rey, silencioso ante este coro de ruidosas
carcajadas. ¿Por qué no lo intentas, inteligente Osiris?
El faraón se temía la trampa, pero sabía que su honor
le obligaba a intentarlo. Si no lo hacía, quedaría para siempre como un
cobarde, y un rey no podía permitirse ser un cobarde. Sus tropas dejarían de
obedecerle.
Sólo Osiris supo entrar en aquel cofre de plata. En ese
momento Tritón, de un ágil salto, increíblemente ágil para su edad, consiguió
cerrar la tapa sobre la cabeza del rey, y el esclavo negro volvió a salir de la
oscuridad con una daga en la mano, una daga que logró clavar en el cofre por
unos agujeros que estaban sabiamente ocultos en su superficie. De esta manera
se llevó a cabo el asesinato del rey.
Tritón descuartizó entonces el cuerpo sin vida de
Osiris. Lo partió en trece partes iguales, y escondió cada una de ellas en un
lugar diferente. Todo el mundo que entonces era conocido, desde las columnas de
Hércules hasta la India, sirvieron de última morada para el joven faraón.
Cuando Isis tuvo noticia de la traición, no lloró.
Supo que aquellos eran los momentos en los que cualquier gobernante debe
mostrarse fuerte y sereno, y la desaparición de su hermano y esposo le daba a
ella el poder y el gobierno. Desde el primer momento, Isis supo lo que tenía
que hacer.
- Yo haré que ese viejo se arrepienta de lo que ha
hecho.
Recorrió todas sus tierras en busca de los trozos del
cuerpo de su amado. Pidió permiso a los reyes de otros países para que le
dejaran mirar en sus tierras. Ninguna región quedó sin remover. Aparecieron
trozos de Osiris en el Egeo, en Siria, en Fenicia, en Babilonia,...
Isis fue recogiendo trozo a trozo, y los fue
introduciendo en una urna de oro. Cuandoestuvo segura cuenta de que todos los
pedazos del rey estaban en su poder se volvió a Egipto, y allí, con la ayuda de
un sacerdote, logró unirlo de nuevo. Después, un soplo de vida hizo que el cuerpo
de Osiris tomara vida de nuevo.
Y dicen que entonces la venganza de Osiris fue
terrible. Tritón, temeroso de la cólera de su poderoso sobrino, huyó hasta los
infiernos, y desde entonces no ha vuelto a salir de allí porque tiene miedo de
enfrentarse con Osiris. Por su pare, Osiris fue convertido en dios e
identificado con el sol radiante.
IX
Fernando
era feliz con aquel libro, y sin embargo no había podido olvidar a sus
compañeros de clase. Las historias que leía eran apasionantes, y durante su lectura,
nada que no fueran las historias impresas en el libro tenían ninguna
importancia para él. Pero cuando terminaba la lectura de esas historias,
volvían a su recuerdo los juegos en el parque, que para él seguían casi siempre
estando prohibidos.
Por ello,
a menudo cogía el libro y se iba con él al parque. Creía que en aquel espacio
abierto, observando como el resto de los chicos jugaban, mientras releía sus
historias preferidas, podía acallar sus recuerdos y sus sueños. Allí, junto a
uno de aquellos bancos de madera, pobremente pintados de verde, fue donde un
día, lejano ya, había encontrado el libro que durante todo ese tiempo se había
convertido en su mejor amigo.
Allí había leído historias de amor y de muerte. Allí
había leído las leyendas y los mitos que algunos grandes escritores habían
llevado hasta las páginas de sus obras literarias. Allí había leído las
fantásticas aventuras del rey Arturo, y las maniobras amorosas de Zeus en busca
de mujeres mortales. Allí había leído la historia de Clotilde, la princesa de
los francos que gracias a un pañuelo ensangrentado logró salvar su vida, y leyó
también la historia de Zaida, la princesa mora que se convirtió al
cristianismo.
Cierto día en que él se encontraba en ese banco de
madera, cercano a la fuente del niño que cabalgaba sobre un cisne de bronce,
sucedió algo que vino a cambiar por completo la vida de Fernando. Se encontraba
leyendo la historia de lady Godiva, aquella dama inglesa que fue obligada por
su propio esposo a pasearse desnuda a caballo por las calles de la ciudad
inglesa que él gobernaba. Sentada sobre un hermoso corcel, cubierta únicamente
por una larga melena rubia que le cubría los pechos, nadie en toda la ciudad se
atrevía a dirigirle la mirada mientras realizaba su obligado paseo. Sólo un
sastre osó mirarla, y entonces, cuenta la leyenda, sus ojos se cerraron para
siempre, y el sastre quedó ciego.
- ¿Quieres jugar con nosotros?
Había sido la voz de Álvaro. Fernando no podía
creérselo. Aquella tarde había sido invitado a jugar con el resto de los
chicos, y además había sido el propio Álvaro quien le había invitado.
- ¿Te refieres a mí? Estoy deseando hacerlo.
Dejó el libro sobre el banco y salió corriendo. Ya no
necesitaba leer aquellas hermosas historias para ser feliz, porque ahora sus
amigos le admitían por fin en sus juegos infantiles.
El libro había caído del banco. Ahora estaba allí, en
su suelo, sobre la arena. Esperaba a otros chicos solitarios que necesitaran de
él. Porque el libro, cualquier libro, se convierte al abrirlo en un buen amigo,
y no le importa nunca ser abandonado cuando ya no es útil para aquel que lo ha
estado leyendo. Sabe que siempre habrá otra persona para la que pueda volver a
ser útil de nuevo.
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