EL ARTE DE LA FOTOGRAFÍA



"Fotografiar es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón. Es una forma de vida." Estas palabras del famoso fotógrafo francés Henry Cartier-Bresson, uno de los fundadores de la famosa agencia Magnun de fotografía en 1947, definirían a la perfección lo que para mí es la fotografía. Cuando vas a captar una imagen con tu cámara, el pensamiento, la mirada y el sentimiento se combinan hasta el punto de que es difícil muchas veces saber qué porcentaje hay de cada uno de ellos en la toma. Si falla el pensamiento, la técnica fotográfica se resiente, y si es el sentimiento lo que falta, por muy buena que sea la fotografía, ésta no deja de ser algo frío, sin alma, sin historia. Pero si en definitiva es la mirada lo que falta, falta todo, y entonces ni la fotografía es buena técnicamente hablando, ni hay detrás de ella una historia que contar.

Estas fotografías se aderezan, en su columna central, con un apartado dedicado también a la creación, pero en este caso, a la creación literaria, Se trata de algunos relatos, y en alguna ocasión también algún poema, que mantienes una cosa en común: aunque algunos de ellos han sido premiados en diferentes certámenes literarios, y en ocasiones pueden haber sido publicados en diferentes revistas y periódicos, la mayoría de ellos son inéditos, escritos después de mi único libro de cuentos, "Tratado de los espejos".

Finalmente, en la columna de la derecha, he querido presentar al lector algunos vídeos del portal de Youtube que he creído interesantes, o al menos , forman parte de mis intereses personales y estéticos. Al contrario de lo que pasa con las otras dos columnas de la página, ninguno de ellos han sido realizados por mí, pero me parece interesante compartirlos en la página. Estos videos están agrupados en diferentes apartados.

Así, en la parte superior se agrupan los vídeos más intimistas, y en ella se incluyen algunas interpretaciones del genial músico conquense Arturo Martínez Barambio, amigo mío además de excelente guitarrista, así como diferentes colaboraciones con la asociación Bailando la Vida, en beneficio de diferentes iniciativas de carácter benéfico, principalmente en apoyo de la lucha contra el cáncer de mama.

Las siguientes secciones corresponden a otros aspectos igualmente de mi interés personal: diferentes video-mappings proyectados sobre algunos monumentos conquenses, catedral y ayuntamiento; vídeos promocionales de Cuenca o de su Semana Senta, o vídeos históricos, destacando en este sentido la película que el destacado director y realizador de cine Carlos Saura realizó sobre Cuenca en 1958. Relacionado con este tema está también el siguiente apartado de la columna, dedicado a visualizar algunas escenas de diferentes películas, españolas y extranjeras, que al menos en parte, fueron rodadas en Cuenca o su provincia; lógicamente, no se van a exponer las películas completas, sino una selección de sus escenas más íntimamente ligadas con nuestra geografía, primando además, por otra parte, aquellos aspectos que mejor describan el argumento o las características del filme. Finalmente, se aportará también algunas grabaciones sobre el pueblo de Navalón.



martes, 3 de noviembre de 2020

El tesoro de Canalejas

 A mi hija, María.

A ms sobrinos, Alba y Pablo

 

I

 

            El timbre que señalaba el final de la clase sonó de pronto en toda la amplitud del patio del colegio. De repente, nada quedó de la calma y de la tranquilidad que allí habían dejado unas pocas horas de estudios infantiles. Los chicos, como una manada de potros salvajes, alegres, joviales, aparecieron por el marco de la puerta. Dentro quedaba la escuela, los libros abandonados sobre la mesa hasta el día siguiente; el maestro olvidado como un pastor sin ovejas. Fuera, el viento acariciaba la piel de aquellos potrillos, liberados de incomprensibles lecciones.

            Algunos, cargados con sus pesadas carteras, caminaban tranquilamente hacia sus casas. Sabían que sus familias les esperarían para comer o para hablar de aquello que durante el día habían aprendido. Otros, los más, corrieron hacia el parque cercano; el parque de Canalejas se hallaba frente a la fachada lateral del colegio de Fernando, y su abuelo le había contado muchas veces que cuando él era un muchacho había sido inaugurado por el alcalde de la ciudad en una antigua zona de huertas, y los castaños y las plataneras se habían convertido con el paso del tiempo en algo parecido a enormes árboles milenarios. Sin mirar siquiera al cruzar la carretera, por si acaso veía en alguna dirección un coche perdido, sin molestarse siquiera en caminar unos pocos pasos más y buscar la puerta entreabierta del parque, saltaron las verjas bajas de hierro verde, los setos que las adornaban, hasta llegar a la arena de la zona donde estaban los columpios.

Fernando, como una oveja temerosa de perderse del rebaño, siguió al resto de los chicos. Fernando era un chico difícil, solitario. Sus compañeros de clase nunca habían querido jugar con él. Para ellos, Fernando no existía. No era uno de aquellos pequeños que, él lo había visto en otras pandillas, eran maltratados por el resto, insultados, golpeados incluso. Nunca aquéllos a los que él llamaba sus amigos le habían dirigido los otros insultos que a los otros les hacían llorar. Ninguna mano traviesa le había golpeado el rostro. Sin embargo, la indiferencia de los demás era también otra forma de insulto. Aquello le dolía a Fernando más que la más dolorosa de las bofetadas.

- ¡Lárgate!

Álvaro era todo lo contrario que Fernando. Había nacido para ser un líder. Cuando jugaban a las guerrillas, él era el que mandaba siempre aquel pequeño ejército de soldados armados de gomeros y de cerbatanas. Cuando jugaba al fútbol, él era siempre el capitán del equipo, y el resto de los compañeros celebraba sus goles. Álvaro era siempre, en todos los partidos, el que marcaba más goles.

Fernando odiaba a Álvaro porque éste siempre estaba en contra de él. Cuando él no estaba, los demás chicos le aceptaban y le dejaban jugar con ellos. Como siempre, había sido Álvaro el que le había dicho que se fuera. Y como siempre ocurría cada vez que Álvaro hablaba, el resto de los chicos no opinaba.

Fernando quiso protestar. Quiso preguntar por qué no le dejaba jugar con ellos. Quiso decirle que él tenía el mismo derecho que ellos a divertirse. Le hubiera gustado poner al resto de los chicos contra aquel enemigo que no le daba la más mínima oportunidad para ser feliz. Pero sabía que aquello sería inútil. Apretó con fuerza los párpados, para evitar que una lágrima aventurera lograra escapar de su prisión, y lentamente comenzó a marchar hacia su casa. Otra vez, aquella noche volvería a soñar que se enfrentaba a quien no le dejaba jugar con sus amigos. Los sueños era la única posibilidad que tenía de ser feliz.

Antes de abandonar el recinto del parque sintió que la sed le quemaba la garganta, y por ello buscó el refugio que la fuente le ofrecía. El parque tenía dos fuentes, ambas iguales y ambas simétricas. Sobre una base cúbica de cemento, un niño de bronce montado sobre un cisne del mismo metal, miraba feliz al resto de los chicos. En aquel momento le hubiera gustado ser el niño de la fuente, sentir que la tristeza se le escapaba de su alma, como aquel chorro de agua que desde su pico puntiagudo escupía el cisne de metal.

Fernando se apoyó en la base de la fuente para beber mejor. Entonces, cuando colocaba los labios en una posición forzada, como queriendo evitar que el agua volviera a escaparse, lo vio. Era un objeto brillante, a los pies de uno de los castaños más grandes del parque. Un espeso montón de hojas secas lo cubría en parte, impidiendo que aquellos que pasaban más cerca de él pudieran verlo.

Ya más feliz por el descubrimiento que había hecho, corrió a recogerlo. Imaginó su gran tesoro, como los que salían en las leyendas y los cuentos que su padre a menudo le contaba. Quizá si se lo regalara a Álvaro, éste le dejara en el futuro jugar con él y con el resto de sus amigos.

Pero Fernando volvió a decepcionarse cuando se dio cuenta de que su tesoro era sólo un libro abandonado. El sol dirigía sus rayos sobre la fotografía que ilustraba la portada, y éste volvía a reflejarse en él y le hacía brillar. Al principio pensó que lo mejor sería tirarlo de nuevo, pero entonces recordó lo que su padre una vez le había dicho.

- Hijo mío, aunque te hable en estas historias que te cuento de tesoros, de montones de perlas y de joyas brillantes, acuérdate siempre que el mejor bien que tienen los hombres es el conocimiento. No hay mejor tesoro que tener un buen libro.

“Con él podré repasar siempre las lecciones del abuelo”, pensó Fernando. Por las tardes, cuando Fernando había terminado las actividades del colegio, su abuelo le enseñaba a leer los mismos libros en los que él, muchos años antes, había aprendido a ser hombre. Cuando cada tarde llegaba a su casa, olvidaba que Álvaro no le dejaba permanecer nunca junto a él, jugar a los mismos juegos que el resto de sus compañeros. Cada tarde, Fernando volvía a ser feliz cuando su abuelo le abría uno de aquellos libros de su cargada biblioteca.

Entonces cogió su tesoro bajo el brazo y subió los cinco escalones que le devolvían a la calle. Pensando en el libro que había encontrado, un coche solitario estuvo a punto de derribarle sobre el asfalto. Unos pocos segundos le salvaron del atropello, y Fernando creyó que el tesoro ya le daba suerte desde el principio. Sin embargo, aún no conocía el verdadero valor del regalo que el destino le había hecho. Para un chico como él, sin apenas amigos con los que jugar, un libro, cualquiera que fuera, podía llegar a ser con el tiempo su mejor amigo.

 


 

 

 

 

 

 

II

Cuando lo encontró, Fernando no sabía aún que el libro había de convertirse en su mejor amigo, su único amigo. Cuando Fernando se hallaba solo, no tenía que hacer más que abrir el libro por algunas de sus páginas gastadas. Entonces, el libro le contaba nuevas historias, siempre distintas y siempre hermosas. Ni siquiera su abuelo debía conocer aquellas historias, porque él nunca se las había contado.

Un día, al salir del colegio, Fernando vio como Álvaro, saltándose los setos que guardaban las partes del parque que eran jardín, pisoteó la hierba y las flores que el guardia regaba todas las mañanas. Las rosas encarnadas, las blancas margaritas, fueron destrozadas por las pesadas botas de aquel chico. Cuando éste se fue, rodeado por todos aquellos muchachos que estaban acostumbrados a obedecerle en todos sus caprichos, la visión de aquellas flores destrozadas, pedazos muertos de vida, le dolió más que toda su soledad. Cuando llegó a su casa aquel día, si siquiera buscó el refugio que el libro le ofrecía.

Sus padres estaban preocupados. Abandonado sobre una silla del cuarto de estar de su casa, él miraba la televisión sin ver apenas lo que había al otro lado de aquella caja de luces y colores. Solo cuando su padre supo cuál era la causa de su preocupación, logró tranquilizarle y tranquilizarse a sí mismo.

- El hombre cree a menudo que la naturaleza ha sido creada por Dios para que él pueda hacer todo lo que se le antoje con ella, y eso no es verdad. A menudo leo en esos periódicos que los domingos me subes a casa noticias de ese tipo: montes que han sido incendiados por las imprudencias de los hombres, peces que han muerto a millares porque las fábricas han vertido sus desperdicios en los ríos que eran su hogar,...

Aquellas cosas que su padre le decía no sirvieron para que Fernando pudiera olvidar las margaritas pisoteadas. Por el contrario, sólo consiguieron que él viera en esas margaritas algo más que unas simples flores silvestres. La flor era, ahora más que nunca, imagen de toda la vida. Entró en su habitación y por fin, tumbado sobre la cama, abrió el libro.

 

Hacía muchos años, cuando el hombre no conocía mas que una pequeña parte de este planeta que ahora habita, y sin darse cuenta, destruye, existía un lugar perdido en el océano, una isla que era del tamaño de todo un continente. Nadie trabajaba allí, y todo el mundo tenía la felicidad de quien todo lo posee. Los del otro lado del mar ni siquiera conocían su existencia, pero los habitantes de la isla tenían muchos nombres para llamarla: Jauja, Utopía, Atlántida,... La isla era en verdad una tierra a la que los dioses le habían sonreído.

La razón de aquel descubrimiento era el respeto que todos sus habitantes sentían por la naturaleza. Desde pequeños, habían aprendido que el animal más modesto era también un trozo de vida, y que ésta no era menos importante que la del hombre más inteligente. Habían aprendido el valor real que las flores y los árboles representan para un sistema de vida más digno y feliz. En aquella isla lejana no había por ello fábricas que desaguaran sus vertidos en los ríos o en los lagos. Tampoco había cazadores por diversión. Los habitantes de aquella isla sólo mataban aquellos animales que eran necesarios para su alimento diario, sólo cortaban los árboles suficientes para construir sus pequeñas chozas.

Por ello, la isla también respetaba al hombre que la habitaba. La montaña más alta había sido, en tiempos, un volcán, pero su boca de fuego hacía mucho tiempo que permanecía apagada. Nadie recordaba cuándo se había producido allí el último terremoto. El río se deslizaba a lo largo de toda la isla, tranquilo, suave, sin prisas, y nunca había querido despertar su genio escondido y salirse de su cauce. Todo ello se reflejaba en un clima templado y benigno, producto de las suaves alternancias entre un sol tibio y una lluvia callada.

Pero un mal día de invierno, un invierno un poco más frío que lo habitual, llegaron a una de las playas de la Atlántida grandes barcos de guerra, repletos de guerreros. La visión de aquella isla, nunca vista anteriormente por otros ojos que no fueran los de sus propios habitantes, excitó la sed de aquellos conquistadores. Excitó la sed en sus gargantas resecas, acostumbradas al sabor fuerte del vino y de la cerveza. Pero sobre todo excitó su sed de sangre, que desde el día que habían embarcado rondaba ya por el filo de sus espadas. Aquellos hombres eran profesionales de la guerra, y la ociosidad a la que les obligaba tantos meses de navegación pesaba ya demasiado en sus duros corazones.

Cuando faltaban ya pocos metros para que los invasores llegaran a la costa, la nave embarrancó en un banco elevado de arena. Los hombres se lanzaron por la borda, y con el agua a la altura de la mitad de los muslos, caminaron hacia la playa. Era de noche, y la luna, oculta tras una nube solitaria, había apartado sus ojos de aquellos hombres armados. Cualquiera que la hubiera visto, habría dicho que no quería ser testigo de lo que iba a suceder.

Los forasteros caminaron hacia el lugar donde se hallaba el palacio. El rey de aquella isla, enterado por un mensajero del reciente desembarco, les esperaba para recibirlos dignamente. Los habitantes de Atlántida nunca antes habían sido conquistados por nadie, y por lo tanto no sabían distinguir a los guerreros del resto de los viajeros comunes. Sin embargo, un halo de inquietud comenzó a recorrer la espalda del rey cuando el jefe de los extranjeros entró por la puerta de la estancia. Sin arrodillarse siquiera ante él, como era costumbre entre sus vasallos, sin haberse dejado despojar de todas sus armas, el desconocido hizo su presentación.

- Soy Atrox, almirante en jefe de la escuadra de Liguria, una nación muy poderosa que se encuentra muy lejos de aquí. El poder de esa nación podéis comprobarlo con el hecho de que uno de sus barcos ha llegado por primera vez hasta vuestras playas, tan alejadas del mundo conocido. Mi rey y señor me envía para informaros de que vuestra independencia se ha terminado. Desde este momento sois vasallos de Liguria y yo, como único representante legal del soberano país, paso a ser ahora mismo nuevo gobernador de la isla.

Sin inmutarse siquiera por las palabras del forastero, el rey, cuyo nombre se ha perdido en alguna de las vueltas de la historia, contestó al visitante. Las arrugas de su rostro escondían todas las emociones de su alma, y sólo sus más allegados, aquellos que mejor le conocían, encontraron en él una sombra de dolor.

- Nuestros sabios conocen más cosas de las que vosotros os imagináis. Saben que muy lejos de aquí, en el otro rincón de este planeta de maldad, hay otras tierras y otras naciones. Los reyes de aquellas naciones se pasan todo el tiempo haciéndose la guerra contra las tribus vecinas. Todo lo que imaginan, todo lo que inventan, sólo es con el fin de producir el dolor y la muerte de los demás. Sabíamos que cualquier día llegaríais hasta nuestras casas para provocarnos también esa misma muerte que a los poderosos os glorifica. Pudimos aprender de vosotros el arte de la guerra, pero no quisimos. La vida es hermosa porque va siempre unida a la muerte. Preferimos esperar a que ésta viniera disfrutando de una vida verdaderamente feliz. Nuestra vida por fin se ha consumado, y ahora sólo esperamos a que la muerte venga hasta nosotros con la misma dignidad con la que hemos vivido.

Sus palabras despertaron por unos segundos la incertidumbre de Atrox. Sin embargo, pronto se repuso. Envió a sus capitanes para que tomaran las casas más importantes de Atlántida. Cuando al amanecer toda la isla estaba conquistada, el caudillo de la guerra no podía creer todavía la facilidad con la que ésta se había conquistado.

Desde entonces, nada fue como antes. Los conquistadores comenzaron por organizar interminables cacerías para que Atrox y sus amigos más íntimos pudieran divertirse. Centenares de animales que antes de la conquista vagaban libres por los montes de Atlántida, habían sido ahora domados y convertidos en bestias de carga. Los bosques habían sido talados para construir con su madera una absurda flota de navíos, preparados para conquistar nuevas tierras y nuevas islas de felicidad.

La tierra se sintió entonces enfurecer. Se sentía traicionada por los hombres, por todos los hombres que en cualquier punto del planeta se aprovechaban de todo lo que ella les ofrecía. Primeramente, el cielo se abrió completamente, y de sus venas sangraron durante más de cuarenta días chorros increíbles de agua, que terminaron por hacer que el río y todos los lagos de Atlántida se desbordaran. Tres cuartas partes de la superficie de la isla se cubrieron de agua.

Después fue la tierra la que también se abrió. El agua, que aún no se había retirado, comenzó a huir por las grietas que se habían abierto en la piedra, y con el agua se escaparon también miles de vidas humanas. Por último, aquella boca de fuego, que durante tanto tiempo había permanecido apagada, comenzó a escupir humaradas de lava y de ceniza. Aquella isla, en otro tiempo modelo de felicidad, se había convertido, por la maldad de los hombres, en un paraje de ruina y desolación.

Pero los dioses ni siquiera quisieron dejar aquel paisaje ceniciento, como recuerdo eterno de lo que puede suponer para los hombres el que ellos no respeten a la naturaleza. Hicieron que el océano se hinchase, y que una de sus olas más elevadas se tragara para siempre aquella isla. Desde entonces sólo queda de todo ello el recuerdo de su nombre, y esta historia. Pero el hombre de ahora no está exento de que pueda sucederle lo mismo que les sucedió a los atlantes. Sólo el respeto a la naturaleza podrá evitarlo.


 

 

 

 

 

 

III

Fernando, cada día, llegaba triste a su casa. El comportamiento de todos sus compañeros de clase a menudo le hacía llorar. No culpaba de ello a todos los chicos, sino sólo a Álvaro, que era su enemigo declarado. Él era el cabecilla, y los demás eran manejados por la voluntad de aquél. Como únicamente conversaba de todo ello con el libro que había encontrado junto a la fuente del parque, sus padres a menudo se sentían preocupados.

El padre de Fernando había intentado muchas veces hablarle, preguntarle las razones que hacían que el hico no fuera feliz. Pero cuando lo hacía, Fernando se encerraba en sí mismo y no contestaba. Por ello su padre optó por dejar de intentarlo. Pensaba que alguna vez, cuando su hijo estuviera mejor preparado, él mismo les hablaría de todo lo que le pasaba.

Un día Fernando, nada más llegar a su casa, entró directamente en su habitación. Las lágrimas le brotaban de los ojos, pero él ni siquiera se había preocupado de secarlas. Otras veces había hecho lo posible para ocular a sus padres la tristeza que sentía, pero esta vez, la desolación era tanta que no lo conseguiría. Por ello no había querido aparecer por la salita en donde sus padres se encontraban.

La estantería sobre la que él había guardado el libro el día anterior era demasiado alta para él. Fernando cogió una silla de anea y, poniendo un pie sobre el asiento y el otro sobre el respaldo, alcanzó el libro. Lo cogió con mimo, y con el mismo mimo lo abrió por una página al azar.

- Estoy triste. –Le habló con voz apenas perceptible. –Por eso vengo para acariciarte, para que me cuentes una de esas historias que sólo tú conoces. Diviérteme con esos cuentos que me hacen olvidar la triste realidad que me rodea.

A Fernando le pareció que el libro le había contestado. Le pareció que le decía cosas que él no comprendía; algo como que esas historias, esas leyendas, no eran simples escapes de la realidad, sino la parte más oculta, menos conocida, de la misma.

 

Había una vez, en un país lejano, un rey muy poderoso. Polícrates era el nombre de aquel rey afortunado, y Samos el del país en donde éste gobernaba. Samos era una gran nación cuyos habitantes eran felices, muy felices; porque la felicidad del propio Polícrates se veía reflejada en la personalidad de todos sus vasallos. Samos era una isla, y el mar que le rodeaba en todo su perímetro propiciaba un clima suave y templado.

Nadie en aquel país sabía lo que eran la tristeza y el dolor. La felicidad del monarca era compartida por todo su pueblo, y también, por supuesto, por su bella esposa. La reina era famosa en todas las tierras cercanas por su incomparable hermosura. Sus cabellos largos, rubios, habían sido admirados por muchos príncipes antes de su casamiento. Muchos jóvenes herederos habían intentado compartir con ella sus reinos respectivos, pero sólo Polícrates había logrado el honor que tantos otros deseaban.

Pero la cualidad más importante de aquella reina hermosa no era su belleza, sino su inteligencia. Respetuosa de los dioses, sabía que la vida estaba compuesta de momentos alegres y de otros momentos más tristes. Sabía que la felicidad completa no existía. Tenía miedo de que los dioses quisieran un día u otro equilibrar en la vida de su esposo esos dos contrarios. Así se lo dijo a él un día:

- Deberías ofrecer a los dioses algún tributo importante, para acallar sus voces de protesta.

- Tienes razón, pero no sé que objeto podría ofrecerles. Ellos son todavía mucho más poderosos que yo. Todo lo que desean lo consiguen, sin que los seres humanos podamos hacer nada para evitarlo.

- No se trata de eso. Se trata simplemente de que te asegures la felicidad eterna a cambio de un pequeño sacrificio. Ofrece a los dioses el anillo que te regaló tu padre.

- ¿El de la esmeralda? Es demasiado valioso para perderlo.

- Los sacrificios sólo te deparan beneficios, sólo son buenos, si sacrificas algo que de verdad te interesa; en caso contrario no sirven para nada. Puedes elegir entre la falsa felicidad que un objeto precioso y material puede proporcionarte, O el amor de los dioses.

Polícrates apenas quedó convencido de las palabras de su esposa. Sin embargo, al día siguiente marchó con su séquito a una de las costas de Samos, la que se encontraba más lejos del palacio real, y desde  allí arrojó al mar aquel anillo de oro. La esmeralda que adornaba su centro siguió brillando en el aire mientras caía al agua, hasta que su vivo fulgor terminó por hundirse en las profundidades marinas.

Pasaron algunos meses desde entonces, y el palacio de Polícrates había sido preparado para una gran fiesta que se iba a dar en honor del cumpleaños del rey. Los mejores platos estaban siendo preparados en la cocina para que fueran degustados por los invitados, pertenecientes todos ellos a la más alta aristocracia de Samos. Solamente el pescado, capturado recientemente en el litoral próximo, faltaba por ser trinchado y colocado sobre las mesas.

En el interior de uno de aquellos soberbios atunes pareció brillar un objeto extraño cuando fue abierto por el cuchillo del cocinero. Cuando terminó de ser partido apareció allí dentro, junto a las espinas del animal, un enorme sello de oro que estaba adornado con una esmeralda, el mismo anillo que algunos meses antes el rey había arrojado con sus propias manos desde el borde del acantilado. Cuando Polícrates vio el anillo dio un fuerte grito que pudo escucharse por todos los rincones del palacio.

El rey estaba aterrorizado. Aquella visión había desequilibrado por primera vez algunos de sus pensamientos, y mandó que la fiesta fuera suspendida.

- ¿Qué es lo que ha podido ocurrir? Yo arrojé aquel anillo al mar, todos me visteis; todos fuisteis testigos de cómo descendía hasta posarse sobre la arena del fondo.

- Ese atún debió haberlo visto allí, brillando gracias a la luz que se filtraba a través de la superficie. Debió pensar que era un pez extraño y sabroso, y decidió  comérselo.

- ¿Qué pensáis vosotros que puede significar eso?

Su mujer, más inteligente que muchos de los sabios de la corte de Polícrates, pensó durante apenas unos pocos minutos, y al memento contestó al rey, apesadumbrada.

- Los dioses han rechazado tu sacrificio. Lo hiciste tarde y a regañadientes. Un sacrificio así, como el ofrecido por ti, no les gusta a los dioses. Prepárate para sufrir todas las penalidades que a partir de ahora comenzarán a enviarte.

Desde el día infausto en el que apareció el anillo en el cuerpo del atún todo comenzó a ir mal para el ahora desafortunado Polícrates. Su esposa murió a los pocos meses, adoleciendo de una enfermedad incurable que poco a poco fue devorando su carne, antes hermosa. Un ejército muy numeroso de un país vecino invadió las tierras de Samos, y después de una guerra cruel, en la que perdieron su vida muchos hombres valientes, la isla fue conquistada para siempre. Polícrates tuvo que abandonar su patria quemada y arrasada por los enemigos, y emigró a otras tierras frías y difíciles. Allí murió, después de haber vivido varios años de doloroso cautiverio.

 

Cuando Fernando terminó de leer la historia de Polícrates cerró el libro y abandonó la habitación. Buscó a su padre, y lo encontró en el cuarto de estar, mirando un programa de televisión.

- ¿Sois felices? –Les preguntó, inesperadamente.

La pregunta realizada así, de esa manera demasiado solemne para un niño de tan corta edad, les sorprendió. El padre de Fernando, después de haberse tomado unos segundos para buscar la respuesta, logró por fin contestarle.

- Nadie es completamente feliz, así como tampoco es completamente desgraciado. En la vida hay buenos momentos y otros que no lo son tanto. Nosotros podemos decir con agrado que los buenos momentos que hemos tenido han sido más numerosos que los malos, sobre todo desde que tú naciste. Tú has sido para nosotros la personificación de la alegría.

Pasó después una mano por la parte inferior de los ojos de Fernando para secar la última lágrima que intentaba escaparse de allí. El chico, ya más calmado, salió otra vez corriendo de la sala. Era la hora de merendar, y su madre le llamaba desde la cocina, con el bocadillo preparado sobre la mesa.

 


 
 
 
 
 
 
IV

Una tarde de domingo, la familia de Fernando se hallaba reunida en la salita de la casa, mirando la programación que ese día había en la televisión. Su padre, sentado sobre el sillón de siempre, leía el periódico. Después de algún rato sin hablar lo dejó sobre la mesa, enfadado por la lectura de una serie de noticias desagradables, aquellas que dominan siempre en todos los diarios.

Fernando cogió el periódico. Hacía poco tiempo que había aprendido a leer, pero aquellas líneas, demasiado pequeñas y demasiado juntas entre sí, eran una lectura excesivamente dificultosa para un aprendiz de lector como era él. A pesar de ello intentó leerlas. Aunque iba muy despacio consiguió al final leer en voz alta el titular de una de aquellas noticias elegidas al azar.

- “Un grupo de payos incendia unas casas de gitanos en un barrio pobre de Andalucía”.

Fernando no comprendía en su totalidad el sentido de la noticia, pero la cara que su padre había puesto cuando leyó aquella misma noticia le había demostrado la gravedad de la misma. Miró con ansiedad a su madre, y ésta intentó explicarle lo que aquel tipo de noticias significaba.

- La mayor parte de los problemas de la humanidad se han producido a causa del racismo. Todos los humanos piensan que la raza a la que pertenecen es la mejor de todas. Para defender esas absurdas opiniones han nacido muchas guerras. Muchas personas han muerto a manos de otras por no pertenecer a la misma raza que sus asesinos.

Ahora que había comprendido lo que aquella noticia significaba, se sintió profundamente desdichado. Subió a su habitación y abrió el libro.

 

Muy cerca de aquí, en uno de los rincones más hermosos de la serranía, hay un pueblo muy bello y un poco antiguo. Su existencia se remonta a la época de los árabes. Tiene una extensa laguna, aunque cada año las hierbas de anea se comen una gran parte de su superficie. Dicha laguna desagua en un río próximo mediante una larga cola de caballo, una cascada brillante que refleja los rayos del sol. Sobre uno de los elevados picos que rodean el pueblo y la laguna, un castillo hoy derruido es testigo de un pasado remoto de historias de amor y de guerra.

Hace muchos años que sucedió la leyenda que os voy a contar. Era durante el reinado del noble Alfonso VIII, cuando, aún demasiado joven, comenzaba a conocer una vida llena de batallas y de muertes. Había conquistado recientemente una ciudad importante, Cuenca, y por esa razón le había dado a esa ciudad una gran extensión de tierras, montes y dehesas. Para la protección de aquel territorio había  organizado una especie de policía formada por algunos de los caballeros nobles de la ciudad conquistada. El castillo que se miraba en aquella laguna había sido levantado como una torre de vigilancia y descanso para esas tropas de protección.

Con la conquista de la ciudad cercana, el pueblo, debido a su proximidad con la ciudad, pasó también a dominio cristiano. Sin embargo, a pesar de que los dos lugares estaban muy próximos el uno del otro, las comunicaciones entre ambos eran difíciles, debido a que era una zona de montañas abruptas. Ello les dio a los habitantes del pueblo la posibilidad de seguir viviendo igual que hasta entonces lo habían hecho, con las mismas costumbres y las mismas creencias. El cristianismo había llegado a sus casas de una forma sólo teórica. Sometidos a la escasa vigilancia de aquellos caballeros que, turnándose en período que duraban unos pocos meses, habitaban el castillo, los vecinos que vivían en la parte baja del pueblo seguían siendo musulmanes. Una enemistad a duras penas escondida amenazaba con sembrar de discordia las calles de la villa.

Un día llegó al castillo un joven capitán de los caballeros, don Sancho se llamaba. Su padre, noble procedente de uno de aquellos condados que abundaban en el norte de Castilla, había tomado parte con gran valor en la conquista de aquella ciudad importante del sur. Tan gran empeño puso en matar enemigos que el joven rey, una vez conquistada la ciudad después de una noche de sangre, le dio grandes mercedes y muchos bienes en los alrededores de la misma. Por aquella razón se quedó para siempre a vivir allí, y allí nació Sancho, su hijo primogénito.

Apenas llevaba tres días aquel joven capitán en el castillo de las montañas cuando vio salir de una de las casas del pueblo próximo a una hermosa agarena. Sus ojos, brevemente rasgados y más negros que una noche sin luna, tenían una expresión triste y solitaria. Alta y delgada, iba siempre cubierta por un vestido breve, una suave gasa que al tiempo que cubría las partes más íntimas de su cuerpo, descubría unas curvas sinuosas. Sobre su cabeza portaba una gran vasija de barro, y para que ésta no se cayera se obligaba a caminar con un movimiento exagerado de caderas con el fin único de mantener el equilibrio.

Desde el castillo, Sancho tenía una amplia visión de muchos kilómetros hacia el horizonte. Por ello pudo seguirla con la mirada sin que la musulmana, pues ésta era la religión a la que la familia de la joven seguía perteneciendo aún después de la conquista, pudiera ni siquiera sospechar que estaba siendo vigilada.

Al día siguiente, a la misma hora, el capitán volvió a verla. Por la noche se había estado preguntando muchas cosas. ¿Qué extraña casualidad le había obligado a mirar hacia aquella dirección justo al tiempo en que la hermosa joven salía de su casa? ¿Por qué razón, a pesar de la considerable distancia a la que ésta se encontraba, se había dado cuenta de su belleza y de la expresión de sus ojos grandes? ¿O sería que él, sin apenas darse cuenta, se estaba ya enamorando de aquella bella mora? El sueño había dejado en el alma de Sancho aquellas preguntas sin responder, hasta que, ya por la mañana, había desechado de su mente aquellos pensamientos. Sin embargo, cuando volvió a verla se despertaron en su alma los mismos sentimientos que el día anterior.

La musulmana repitió los mismos movimientos. Volvió a la fuente para llenar el mismo cántaro de barro que el día anterior, y por el mismo camino se fue a su casa. Las jornadas siguientes fueron iguales a la primera. La muchacha llegaba a una fuente situada a unos metros más allá de la laguna, y allí, ausente de la naturaleza que con todo su esplendor rodeaba al paisaje, llenaba el cántaro con el agua fresca que salía de la fuente. Después volvía, rodeada por el mismo silencio que en el viaje de ida había mantenido.

A partir de entonces, el amor fue anidando poco a poco en el corazón de Sancho. La sospecha de un amor sentido contra todas las conveniencias de poder y de dinero se fue convirtiendo en una realidad absoluta. Por ello, una mañana fría de invierno, antes de la hora en la que la joven musulmana debería salir de su casa a por agua, Sancho decidió marchar hacia allí para esperar la llegada de su amada.

La espera se hizo interminable, y sin embargo ella se presentó a la hora acostumbrada, ni un minuto más tarde de la hora en que lo hacía todos los días. Cuando lo vio allí, plantado delante de la fuente, no pudo evitar sentir miedo. Su primera intención fue la de volverse y marchar de nuevo en dirección al pueblo. Sin embargo, pasado el susto inicial, decidió hacer su labor de todos los días, como si aquel caballero cristiano no estuviera allí.

Sancho no pudo disimular más su pasión y cogió a la musulmana por los hombros. Allí, vistos tan de cerca, sus ojos le parecían aún más hermosos que antes. El hechizo de su brillo le dejó sin habla. Arrepentido de su brusco comportamiento soltó el cuerpo que tenía agarrado entre sus manos.

- Perdona mis rudos modales. Estoy enamorado de ti y no sabía como decírtelo. Sé que no debería hablarte de esta manera, pero no puedo evitarlo. El amor es un niño juguetón que se divierte arrojando flechas de fuego. Cuando una de esas flechas te hiere, la pasión te desborda, y no puedes hacer nada para evitarlo.

El amor terminó desbordando también el corazón de la agarena. Aquel primer día, ella apenas le contó algunas cosas sin apenas importancia. Le dijo que su nombre era Zaida, y que su padre había sido alcaide de aquel pequeño pueblo hasta que los cristianos se habían hecho dueños de sus tierras. Le dijo también que era hija única, y que había cumplido apenas veinte años. Los días siguientes, los secretos confesados iban siendo cada vez más íntimos. Llegó la fecha en que ambos deseaban que se produjera el encuentro deseado, nunca ya casual. Vivían sólo para aquel momento junto a la fuente, y nada de lo que hicieran en el resto del día tenía importancia para ninguno de los dos.

La infelicidad para los dos enamorados llegó un día de lluvia. Alí, un oven musulmán que también estaba enamorado de Zaida, entró en la casa de ellaa cuando la musulmana se encontraba junto a la fuente, en compañía del cristiano. Quería hablar a solas con su padre , y por eso fue por lo que eligió aquel momento, cuando sabía que ella no estaría en la casa.

- Tu hija está enamorada de un enemigo de nuestra religión. Un cristiano la busca todos los días, y sé que muy pronto, cuando él tenga que marcharse lejos de aquí y regresar a la ciudad, intentará llevársela consigo. Te la quitará, y tú entonces no podrás hacer nada para evitarlo, porque nada logrará hacer que te la devuelva. El amor es así de ingrato. Evítalo, ahora que aún tienes tiempo.

Una mañana, a la hora acostumbrada, Sancho se dirigió hacia la fuente, no sabía que el peligro rondaba también aquel paisaje, hermoso para todo lo que tuviera algo que ver con el amor. Cuando llegó, un grupo de musulmanes salieron de sus escondites, tras los pinos abruptos y las rocas. Dirigidos por Alí, acuchillaron sin compasión al joven cristiano, que unos segundos más tarde, cubierto de polvo y de sangre, yacía junto a la fuente. Para no despertar sospechas entre sus enemigos, más poderosos que ellos, le ataron una pesada roca a uno de sus tobillos y lo arrojaron al fondo de la laguna cercana.

Cuando Zaida llegó hasta la fuente, se extrañó de no encontrar allí a su amado guerrero. Después vio una extensa mancha de sangre sobre las briznas de hierba, y entonces adivinó lo que en realidad había ocurrido. Las lágrimas le brotaron cuando vio, escondida tras una mata de aliaga, la espada de Sancho. Los asesinos se habían olvidado de ella. Con un valor inusitado se rasgó los vestidos, para evitar que nada pudiera interrumpir el camino de la muerte, y se clavó ella misma en el vientre la espada de su amado.

Cuando los cristianos se enteraron de la traición que los musulmanes habían cometido, una ola de sangre invadió todas las casas del pueblo. Mataron a muchos de sus habitantes, y quemaron los bienes de la familia de Zaida. El pueblo quedó arruinado, y el castillo, maldito por el pecado de la intransigencia, olvidado.

Pasaron los años, y nuevos habitantes llegaron al pueblo. Algunos habían oído aquella historia, que diversos fenómenos naturales que ocurrían sobre todo al principio de la primavera fueron convirtiendo en leyenda. Cuando llegaba el tiempo del deshielo, la superficie de la laguna, helada por el viento de la sierra, se veía invadida por extraños sonidos que atemorizaban a la gente del pueblo. Los hombres, aterrados, empezaron a creer que aquel extraño ruido, casi fantasmal, era producido por el alma en pena de Sancho, al que se le había negado la posibilidad de tener un entierro cristiano, que clamaba venganza contra sus asesinos. Al tiempo, la fuente que había sido testigo de aquel amor apasionado, se secó casi del todo. Un escaso hilillo de agua era ahora la atracción de todos los habitantes de aquel pueblo, que ahora comenzaban a llegar hasta allí todos los domingos con el fin de recordar aquella historia de amor. Por eso, los hombres empezaron a conocer aquel paraje cercano como la Fuente de la Mora.

 


 
 
 
 
 
 
V

Una tarde calurosa de verano, cuando Fernando estaba en su habitación hojeando el libro, fue llamado por su padre. Ellos estaban en la cocina. Se notaba que estaban tristes, y el color enrojecido de los ojos de su madre le anunció que habían llorado. Supo que tenían que contarle una mala noticia.

- El primo Augusto va a separarse de su mujer.

Como un suspiro, las palabras habían salido de la boca de su padre. El primo Augusto era el hijo único de su hermana mayor. Siempre había sido un poco travieso. Durante su juventud le había gustado mucho hablar con las chicas. Muchas se habían enamorado de él, pero sólo cuando conoció a Ana, la que hasta entonces era su mujer, pareció que había sentado la cabeza. Sin embargo, ahora volvía a causar algunos disgustos a su familia, anunciando ya la próxima separación del matrimonio.

La madre de Fernando estaba triste, y sin embargo ella fue la única que había comprendido en cierta medida la actitud de su sobrino.

- Si ellos no se llevan bien, lo mejor es que lo dejen ahora. Todavía no tienen hijos. Cuando hay un hijo por delante, él es siempre el que más sufre por la decisión de sus padres. Tanto Augusto como Ana aún son muy jóvenes, y si continúan juntos de esta manera, la vida puede convertirse para ellos en un auténtico infierno. Puede que aún consigan los dos encontrar a otra persona de la que puedan volverse a enamorar, y que a la vez esa persona les ame también a ellos.

Fernando pasó mucho rato pensando en las palabras de su madre. En el colegio tenía algunos compañeros cuyos padres se habían separado recientemente, y ellos eran unos chicos solitarios. No jugaban con nadie ni querían salir al patio en los recreos. Algunas veces miraban hacia un punto lejano en el cielo, y sus ojos comenzaban a humedecerse. Debía ser muy triste que sus padres decidieran un día separarse. Sin embargo, el padre, que parecía haber leído los pensamientos de Fernando, le consoló con sus palabras.

- Tu madre y yo nos casamos porque de verdad nos queríamos, porque pensábamos que ya estábamos preparados para compartir juntos una nueva manera de vivir. Un poco más tarde llegaste tú, y aquello nos afianzó todavía más en el amor que sentíamos el uno por el otro. Ahora nos queremos igual que al principió de nuestra unión, y nunca hemos pensado que alguna vez podría llegar el día de separarnos.

La madre de Fernando volvió a hablar, como queriendo dar fin con ello a la conversación.

- De todas formas, aún no hay nada decidido. Podría ser que Augusto y Ana cambiaran de forma de pensar, y decidieron seguir juntos.

El silencio se hizo en la cocina. Su abuelo le había dicho alguna vez que esta situación se producía cuando pasaba por entre las reuniones que tenían los seres humanos un ángel de Dios, pero él no lo creía. Por todo ello, aprovechó el silencio para regresar a su habitación. Cogió de nuevo el libro y comenzó a leer.

 

Hace ya mucho tiempo, cuando nadie sabía aún de la existencia del Dios único al que hoy conocemos, cuando el Olimpo celeste estaba poblado de dioses y de héroes, uno de ellos, el más importante, el rey de aquel imperio inmortal, Zeus, bajó a la tierra. El motivo de aquel viaje era conocer como era el corazón de los hombres. Y así, disfrazado de peregrino, con unas ropas ya viejas y cubiertas de polvo, llegó a las tierras de Frigia.

Zeus se había disfrazado de caminante para evitar que nadie pudiera reconocerle, y su disfraz fue tan perfecto que ninguno de los habitantes de aquel país quiso darle cobijo. El dios comprobó que los hombres no eran tan buenos como él hubiese deseado. Sólo en una pequeña cabaña, en cierto lugar un poco alejado de todas las ciudades importantes de Frigia, un matrimonio, ya anciano, dejó que la regio Zeus pudiera penetrar en su casa. Con los pocos alimentos que al matrimonio le quedaban para pasar todo el invierno le dieron una modesta cena, pobre pero abundante.

Filemón se llamaba aquel hombre humilde, y Baucis era el nombre de su amada esposa. Habían hecho de su humilde casa, una cabaña levantada sólo con madera y paja, un hogar donde los caminantes que cruzaban el país podían refugiarse. Cuando Zeus había sido rechazado ya de muchos palacios, mucho más grandes y más ricos que la pobre choza de Filemón, el dios oyó hablar del viejo matrimonio, y rápidamente, con la velocidad que le daba su condición divina, llegó hasta allí. Y en aquel lugar pudo comprobar que la fama que ya había llegado a todos los rincones de Frigia era la imagen de la realidad.

Zeus devoró con fricción todos los alimentos que el matrimonio le iba sacando de la despensa, y sin embargo cada vez que Baucis entraba en la cocina para sacar nuevas cosas, se daba cuenta de que los alimentos, al tiempo que se iban consumiendo, se iban reponiendo otra vez dentro de la habitación. Se dio cuenta entonces la mujer de que algo extraño, poderoso, quizá divino, acompañaba al peregrino en su camino. Primero sintió miedo, pero después comenzó, esperanzada, a soñar con la posibilidad de que la vida humilde que ambos habían llevado hasta entonces pudiera pronto empezar a cambiar. ¿Sería aquel hombre uno de los dioses que habitan el Olimpo? Había oído que en algunas ocasiones se hacían pasar por seres humanos, para llevar a cabo con más facilidad sus conquistas amorosas, o para comprobar como era la condición de los mortales.

Ya por la noche, cuando Zeus había terminado de cenar, cuando el humilde matrimonio se había preparado para marcharse a dormir, Zeus se hizo ver por fin con toda su divina presencia. Confesó a la pareja quien era de verdad, el padre de los dioses y de los hombres, y felicitó a aquellos dos esposos por ser los únicos que le habían acogido no por lo que representaba, sino por amor al resto de la humanidad.

- He querido ver como son ahora los hombres a los que un día di la vida, y he visto que la mayoría de ellos no siguen los preceptos que yo les mandé seguir. Sólo vosotros dos me habéis dado un hogar y un poco de alimento cuando yo lo he pedido. Desde hoy os digo que aquella ciudad que no ha querido acogerme será sumergida por las olas del mar. Pero también os digo que vuestra casa será convertida en un templo donde los hombres rezarán en un futuro a mí y a mi hijo Hermes, el patrono de los caminantes. También vosotros podéis pedirme aquello que deseéis, pues yo prometo concedéroslo gustoso.

Filemón, no pudiendo dar crédito a aquello que oía, se levantó del suelo, del lugar en que el que había arrodillado apresuradamente cuando comprobó que era el propio Zeus el que le hablaba de esa manera. Entonces le contestó al dios.

- Nosotros dos llevamos ya muchos años juntos, y ni mi esposa ni yo sabríamos vivir el uno sin el otro. Además, acostumbrados como estamos a la pobreza, no sabríamos vivir de la misma manera que viven aquellos que poseen innumerables riquezas. Sólo deseamos permanecer juntos el mayor tiempo posible, y poder durante todo ese tiempo servirte a ti y a tus hijos del cielo.

Dicho esto, Zeus desapareció. Sintió Filemón una sensación extraña. Sabía que durante todo aquel tiempo, tanto él como su mujer habían permanecido despiertos, y sin embargo la sensación que tuvo fue la de haber despertado de un sueño hermoso. Entonces miró hacia el lugar donde había estado la ciudad, y sin embargo sólo pudo ver allí las olas de un mar embravecido. Dirigió después la mirada hacia su propia casa, y se encontró con un templo hermoso de mármol cerrado por robustas columnas de estilo dórico, y cubierto con un hermoso friso de triglifos y metopas. Sólo al final, cuando los dos empezaban ya a ser conscientes de todo lo que les había pasado, pudieron ver que sus túnicas raídas se habían convertido en ricas vestiduras sacerdotales.

Y cuenta la leyenda que muchos años después los dos esposos murieron. Zeus había respetado el deseo de Filemón, y les había hecho morir al mismo tiempo. A pesar de que ambos eran ya muy ancianos cuando sucedió la visita de Zeus, Filemón y Baucis fueron sacerdotes del templo durante muchos años más. Y también cuenta la leyenda que a la hora de su muerte, Filemón fue convertido en una encina y Baucis en un tilo, y que los dos continúan allí, frente a la entrada del templo del que por su enorme bondad ambos llegaron a ser sacerdotes.

 


 
 
 
 
 
 
VI

Era domingo. Fernando había ido con sus padres a la parroquia de su barrio para escuchar la misa. El sacerdote se había alargado más que de costumbres en la explicación del sermón, y Fernando había terminado un poco cansado. Se cansaba por tener que estar todo el tiempo quieto, por poder ponerse de pie sólo cuando todos los demás los hacían, por tener que arrodillarse cuando el resto de los asistentes se arrodillaban. No comprendía las razones que habían llevado a tanta gente a entrar en aquel edificio grande y pesado, para repetir todos, en conjunto, los mismos gestos y las mismas palabras.

Cada domingo, por las mañanas, Fernando veía como sus padres se ponían los mejores vestidos que tenían. Sabía el chico entonces que llegaba el momento de acercarse por la iglesia, y sólo cuando entraba en ese edificio y miraba a aquel Cristo muerto que se hallaba sobre el altar, Fernando sentía durante algunos segundos compasión por lo que su profesor de religión le había contado muchas veces. Le había hablado sobre la vida de aquel Dios que había bajado a la tierra para ser hombre y redimir con su muerte a todos los mortales.

Pensaba entonces que debía haber alguna razón importante que movía a los hombres a reunirse en este lugar durante más de media hora. Sin embargo, el cansancio y el aburrimiento lograban enseguida vencerle otra vez, y sólo cuando el sacerdote hacía la señal de la cruz y todos los asistentes se levantaban, dispuestos por fin a abandonar el lugar, Fernando volvía a sentirse dichoso.

Aquella tarde, mientras la madre de Fernando terminaba de prepararle la merienda, su padre, que se encontraba, como cada tarde, en la salita, leyendo el periódico, le llamó a su lado.

- He podido ver como en estos últimos domingos no has estado durante la misa atento a las explicaciones del sacerdote. Es comprensible; eres demasiado pequeño aún para hacerlo. Pero quiero que sepas que ese pequeño período de tiempo que pasamos en la iglesia es muy importante para muchos de nosotros, y un día, cuando seas mayor, lo comprenderás.

Fernando no entendía bien lo que su padre había querido decirle. Éste, viendo en el rostro de su hijo una falta de expresión que casi le asustaba, continuó hablando.

- Hay muchas personas que no creen que Dios existe. Piensan que todo lo que ha ocurrido en este mundo ha sido debido a una serie de casualidades que ha provocado sólo la naturaleza. Pero lo cierto es que nosotros sí pensamos que hay un Dios, algo que está por encima de nosotros, y que Él ha sido quien ha creado todo lo que nos rodea, incluso también a nosotros mismos. Y sólo viviendo de la manera que Él desea que lo hagamos, podemos de verdad ser felices.

No era la primera vez que oía hablar de aquel ser poderoso. El sacerdote hablaba de Él a menudo en la iglesia, y su profesor de religión también lo hacía en el colegio. Fernando no dudaba de nada de lo que los dos le decían. Él sólo quería que el cura no se extendiera demasiado en sus explicaciones incomprensibles. La misa le quitaba todos los domingos cerca de una hora, una hora en la que él no podía jugar en los columpios del parque, una hora que tenía que mantenerse lejos del libro que se había encontrado una vez cerca de la fuente, y sin embargo, él seguía acompañando a sus padres a la iglesia.

Cuando su padre terminó de hablar, subió a su cuarto y abrió el libro. Algunos días antes había visto entre sus páginas unas pocas frases que hablaban de Dios.

 

Había una vez en Castilla, en aquellos años duros de guerras contra el invasor musulmán, una de esas ciudades que durante la Edad Media habían logrado por su posición estratégica una importancia militar. Pero algunos años más tarde, con la llegada de un nuevo tipo de sociedad, menos guerrera, aquella ciudad había comenzado a declinar. Las costumbres medievales hacía ya algún tiempo que se habían olvidado, y el ambiente de aquella ciudad castellana parecía ya casi muerto. Los escasos nobles que durante la Edad Media habían defendido la ciudad de las invasiones enemigas, se habían marchado ya a la corte. Sólo el poder religioso permanecía inalterado. La ciudad vivía aún en torno a la catedral y al palacio episcopal.

A un nivel más inferior, los habitantes de aquella ciudad se agrupaban en torno a las parroquias, iglesias titulares cada una de ellas de un barrio concreto. El número de aquellas parroquias era increíblemente grande para una ciudad tan pequeña como esa. Además, estaban las ermitas y las capillas, pequeñas iglesias situadas principalmente en las afueras de la ciudad. Aquel paisaje extremadamente religioso se completaba con una larga serie de conventos, tanto de monjas como de frailes. Puede decirse que toda la ciudad giraba en torno a la religión católica.

En el camino tortuoso que desde la ciudad descendía hacia el río había una de aquellas ermitas, dedicada a la Virgen en el trance doloroso de sujetar sobre sus rodillas a su Hijo muerto. Una comunidad de frailes se había instalado junto a la ermita para ciudad del culto y de la buena conservación de la ermita. La comunidad se hallaba dirigida en sus rezos por el padre Rodrigo, un hermano bueno y trabajador que había dejado una grata memoria en todos los conventos en los que había estado antes de aparecer por la ciudad. Por esa razón, los superiores franciscanos le había dado el cargo de abad en el convento de la ciudad castellana.

Cada mañana, a la hora del amanecer, el padre Rodrigo marchaba hacia la ermita, y después de haber pasado una hora dentro de la iglesia, rezando a la Madre de Dios, volvía al convento, después de haber dejado abierta la puerta de la ermita para que todos los fieles de la ciudad pudieran ir también a visitar a la Virgen. Ya por la tarde, un poco antes del anochecer, volvía a cerrarla hasta el día siguiente.

Una mañana, cuando el padre Rodrigo estaba realizando la visita acostumbrada a la Virgen, encontró tendido sobre las piedras, junto a uno de los castaños de la plaza que sería de atrio a la ermita, a un hombre de edad mediana. La noche anterior había descargado sobre la ciudad una enorme tormenta. Los primero que el religioso pensó cuando vio a aquel hombre fue que él, no teniendo un lugar mejor en donde refugiarse de la lluvia, intentó hacerlo bajo aquel enorme árbol.

Pero al acercarse al hombre que estaba en el suelo pudo darse cuenta de que tenía una gran herida en la frente, y que de aquella herida había manado ya una abundante cantidad de sangre. Comprendió que quizá debido a la tormenta, una rama de aquel castaño, la misma que podía ver ahora en el suelo, junto al cuerpo inerte del hombre, debió haber sido arrancada de cuajo del árbol, y que en su caída fue la que debió golpear en la cabeza del hombre. Primero pensó que estaba muerto, pero cuando comprendió que el hombre aún vivía, ordenó que fuera trasladado rápidamente a una de las celdas que en el interior del convento estaban vacías.

Aquel hombre tardó varios días en recuperarse por completo de sus heridas. A la tarde que siguió al día en que había sido encontrado por el abad ya había recuperado el sentido, pero el hombre seguía sintiéndose demasiado débil para poder salir de su celda. Por las noches, la alta fiebre le hacía delirar y decir cosas sin sentido. Por fin, una semana después del accidente, el padre Rodrigo comenzó a hablar con el hombre, y convencerse de que todas las suposiciones que había hecho sobre él eran ciertas.

- Soy escultor y arquitecto, y en las tierras de donde procedo, allá en el norte, he realizado muchas obras de arte que cuentan con la admiración de quienes las contemplan.  Vagaba por estos lugares para intentar también aquí desarrollar mi arte, cuando me sorprendió la tormenta.

Por las tardes, el fraile no perdía ninguna oportunidad que tuviera para conversar con el escultor. Ambos eran hombres de extensa cultura, y ambos la enriquecían mutuamente al hablar con el otro. Por alguna extraña razón, el escultor no había querido decir al religioso cómo se llamaba, y el fraile respetaba aquella decisión del artista. Sin embargo, la magia de aquellas conversaciones se rompió un día en que el fraile propuso al otro dar un paseo hasta la ermita cercana.

- Padre, mis hermanos han realizado iglesias y han tallado muchas veces el cuerpo de aquél al que usted llama Dios; y sin embargo debo confesarle que no creo en Él. Sé que no debería hablarle así, pues estoy en su casa, y usted y los hermanos que le rodean son también representantes de ese Dios en la tierra. En realidad, sé que estoy en la casa de ese Dios en quien no creo. Perdone que le hable de esta manera. Sé que estoy pagando de forma ingrata el cobijo y le alimentos que ustedes han estado proporcionándome desde el accidente.

- También tú, hijo mío, eres representante de Dios. Todos los hombres somos de alguna manera representantes de Dios en la tierra. Alguna experiencia desafortunada has debido tener en la vida para hablar de forma tan dura.

- Por favor, no me pida que le cuente el secreto de mi desventura. No me gusta hablar de ello. Tan sólo puedo decirle que yo nací cristiano, y que fue algo que le sucedió a un ser al que yo amaba más que a  mi vida, lo que me hizo cambiar de opinión.

El prior guardó un respetuoso silencio. El dolor oprimió su pecho, pero nada pudo hacer para que el artista cambiara de opinión. Desde aquella tarde, las conversaciones entre los dos hombres se convirtieron en algo un poco más tirante, procurando los dos que en ellas no se tratara el tema religioso. Por fin, cuando el escultor se había recuperado casi por completo de su enfermedad, la confianza que el fraile había conseguido depositar en él poco a poco le hizo confesarle el secreto de su desdicha.

- Yo era uno de los arquitectos mejor considerados en la tierra donde nací, y mi hijo, que había aprendido también el oficio viéndome trabajar a mí, me ayudaba en todas las obras que hacía. Un día estábamos trabajando en el interior de una iglesia. Él se hallaba sobre un andamio, realizando los últimos retoques de la cúpula. Un mal paso le hizo perder el equilibrio y caer desde una altura de muchos metros. No entiendo como ese al que vosotros llamáis Dios, y al que yo antes llamaba también de esta manera, deja de proteger a los hombres que trabajan para su gloria. Por eso dejé de creer.

- Dios no puede estar pendiente de todas esas cosas, y además, los hombres nunca podremos llegar a comprender los verdaderos motivos de Dios porque nuestra mirada siempre está puesta, de forma irremediable, aquí, en la tierra, nunca en el cielo. Tú hijo estará seguramente con Él, allá en el cielo. ¿Quién puede, sino él, pensar lo que es mejor para cada persona? Sin embargo, mi deseo no es llevarte a la ermita como a un simple creyente, sino como al experto artista que sabrá apreciar la belleza del arte. Pensamos que tenemos que hacer alguna obra para mejorar el edificio, y quiero que me des tu opinión sobre la arquitectura de la iglesia y sobre el valor artístico de la talla que preside el altar.

Por fin el escultor se dejó convencer. Al día siguiente, los dos visitarían juntos la ermita cercana. El fraile, más astuto que el otro, había sabido llevarle a su terreno. De momento, fuese para lo que fuese, el escultor había accedido a visitar la iglesia. Quizá un milagro de la Virgen podría conseguir que el otro recuperara la fe.

- Confieso que la tracería de la iglesia es una obra casi perfecta.- Había dicho el escultor cuando los dos habían cruzado el umbral del edificio. –Es seguro que su autor es experto en las últimas formas de hacer arte.

- Pasemos ahora al interior. –Contestó el prior con una leve sonrisa en los labios.

Entonces sucedió el milagro. Apenas había entrado unos pocos metros hacia el interior de la nave cuando el escultor dirigió su mirada hacia la imagen de la Virgen que presidía el altar mayor. Entonces no pudo evitar que se escapara de sus labios un grito, pero un grito que no era de dolor, sino de arrepentimiento. Con lágrimas en los ojos miró humildemente el rostro de María, y él vio la cara de su propia esposa, con su hijo en brazos, pocos minutos después de que éste hubiera caído desde lo alto del andamio. Fue aquello lo que le movió a arrepentirse.

El escultor se convirtió aquel mismo día en un fraile más de la comunidad. Pero antes de haber ingresado en el convento de franciscanos que había sido testigo callado de su redención, hizo con sus manos una última obra, una gran cruz de piedra que mandó instalar en el mismo lugar en donde él había sido herido por la enorme rama de un árbol centenario. A partir de entonces olvidó su faceta de artista, y sólo de vez en cuando, sí era necesaria alguna reparación en el convento o en la ermita cercana, volvía el antiguo escultor y arquitecto a coger los mismos utensilios que antes le habían sido tan necesarios para su antiguo oficio.

 


 
 
 
 
 
 
VII

         Desde aquel día, nada o muy poco había cambiado en la casa de Fernando. Tampoco en la casa de aquellos primos que estaban a punto de separarse, la cosa había cambiado demasiado. Algunas veces, el amor volvía a hacerse por unos momentos dueños de la situación en el hogar, y entonces Fernando pensaba que nada en este mundo podría hacer que el joven matrimonio acabara separándose. Pero otras veces, los sentimientos volvían a endurecerse, y entonces los jóvenes primos se lanzaban insultos, palabras envenenadas que seguramente, Fernando por lo menos así lo pensaba, en el fondo ninguno de los dos sentía. En aquellos duros momentos, la separación del matrimonio caminaba hacia un final triste.

         Pero a los pocos meses sucedió algo que vino a turbar aún más la situación de la familia de Fernando. Un tío suyo, hermano de su madre, había sido detenido por la policía por uso y comercio de drogas. Al principio, ninguno de los miembros de la familia podía creer que aquello fuera cierto. Sin embargo, las pruebas que fueron presentadas por los fiscales eran tan claras, que ya nadie dudo de que la posibilidad de que aquel pariente tan cercano fuera un traficante de drogas era cierta. Sólo en aquel momento, cuando ya no existía ninguna posibilidad de ponerlo en duda porque incluso había terminado por confesarse culpable. Fernando se acordó de que aquel hermano de su madre no era como los otros tíos que tenía.

         Aquel hombre no se había comportando nunca como un verdadero tío. No se había acordado nunca del día de su cumpleaños. Apenas lo había visto unas pocas veces a lo largo de su vida. Cada año, cuando llegaba la Navidad, en la casa de sus abuelos siempre se guardaba para él un lugar en la mesa, una silla vacía por si él aún venía. Al final de la cena nadie se acordaba ya de aquel tío pródigo; nadie excepto la abuela, quien silenciosa, resignada, siempre lloraba por la ausencia de aquel hijo que se le había ido.

Desde que se conoció la noticia, en la casa de Fernando se había hablado muy poco del tío que había sido detenido. Pero desde el momento de la detención, Fernando se había dedicado a preguntar a todos los que le rodeaban cosas diversas relacionadas con la droga. Había hojeado revistas en las que se hablaba de los problemas que el uso de aquellas sustancias podían causar. En el libro también encontró una historia antigua sobre el tema. La leyó varias veces, hasta llegar a aprendérsela casi de memoria. Era una historia que había sucedido hacía ya muchos años, cuando en los países civilizados nada se sabía aún de aquellas tierras en las que sucedieron los hechos.

 

En aquella época, el mundo estaba formado sólo por el continente europeo, y fuera de él apenas se conocía la existencia de algunas regiones alejadas en el norte de África y en el oeste de Asia. Colón no había descubierto aún aquel extenso territorio, base del asentamiento de grandes imperios y de pequeños pueblos primitivos. Esta historia sólo llegó a los oídos de los europeos mucho tiempo más tarde, cuando los misioneros del viejo continente comenzaron a conocer las lenguas de los indígenas.

En el extremo más lejano de las tierras americanas, junto al otro mar, hermano de este océano que separaba aquellos dos mundos tan diferentes, estaba el imperio de los incas. Se había instalado desde mucho tiempo antes en lo alto de una elevada cordillera, y las casas se alzaban a menudo por encima de las nubes. Las habían construido así porque de esta manera, pensaban ellos, los hombres estarían más cerca de esos dioses que vivían en el cielo. Y los dioses se lo habían agradecido convirtiéndoles en los reyes de un extenso territorio. Los incas eran de natural conquistadores, y muchos pueblos cercanos se habían convertido ya en vasallos suyos.

En la cordillera andina, la clase más importante era la aristocracia, que estaba formada casi exclusivamente por la propia familia real Disfrutaba de muchos privilegios, que el resto del pueblo no tenía. Después de la aristocracia estaba la clase sacerdotal. Los sacerdotes eran los emisarios de los dioses. Usaban ciertos alucinógenos para ponerse en comunicación con ellos, y los más importantes eran algunos tipos de hongos, como el peyote y, principalmente, la cocaína. El uso de estas drogas les estaba prohibido a todos aquellos que no pertenecían a la clase sacerdotal, y eso era debido al peligro que conllevaba el mal uso de este tipo de sustancias.

Pero los jóvenes sienten a menudo el deseo de conocer cosas nuevas. Había un joven, llamado Yuscala, que también deseaba ponerse en contacto directo con los dioses, tal y como hacían los sacerdotes mediante el uso de esas sustancias. Veía como ellos tomaban hierbas prohibidas, y como después de ponerse en trance hablaban de cosas que a menudo eran ininteligibles. Otras veces, las frases que los sacerdotes pronunciaban en aquella situación podían ser entendidas perfectamente, y entonces eran mensajes enviados por los dioses. Yuscala pensaba que él también podría hacerlo.

Yuscala era hijo de un destacado orfebre de la ciudad de Cuzco. Sus figuras de oro, de un diseño esquemático pero a la vez hermoso, eran admiradas por los sacerdotes y también por todos los miembros de la familia real. Pero de todos los admiradores que aquellas obras de arte tenían, la más importante sin duda era la hermosa Tazmila, la hija del emperador.

Tazmila y Yuscala se habían convertido en buenos amigos. La situación en la que es padre de Yuscala se encontraba, había permitido un acercamiento de su hijo a la familia real, pues el joyero ya llevaba algún tiempo realizando bellos objetos para uso de los reyes. Pero los dos sabían que aquella amistad era lo máximo que ambos podían esperar, pues la diferencia de clases era un obstáculo para el amor. Por ello, tampoco ninguno de ellos habían pretendido nunca que sus sentimientos pudieran pasar de una amistad sincera. Tazmila miraba a Yuscala de la misma manera que miraba a aquellos objetos que habían salido de las manos de su padre. El amor no contaba todavía para ellos.

Pero con el paso del tiempo, Yuscala, convencido de que la amistad de Tazmila le había colocado en una posición superior a la que en realidad por nacimiento le correspondía, creyó que sus sueños de hablar con los dioses podían convertirse en una realidad. Le dijo a su padre que quería masticar una hoja de coca y comprobar qué era lo que sucedía después.

- Sabes tan bien como yo que eso es algo prohibido. Si masticas una hoja de esas, la maldición de los dioses caerá sobre ti, y también sobre mí, y los dos seremos sacrificados para redimir nuestra culpa. Además, aunque ello no ocurriera, aunque los sacerdotes no te descubrieran, sabes que el consumo de la droga puede ser muy peligroso. Si no se asimila como es debido puede producir dolorosas pesadillas, e incluso la muerte.

Aquellas palabras no conocieron a Yuscala. Él quería probar a toda costa aquella nueva experiencia que se le ofrecía, y así lo hizo.

Una noche, cuando estaba seguro de que nadie podría verle, entró a escondidas en una de aquellas pirámides que eran templos para los dioses, y robó unas pocas hojas de coca de las que allí se guardaban. Las guardó entre sus ropas, y pocos días mas tarde se dispuso a comérselas. Caminó ocultándose entre las sombras, hasta salir de la ciudad, y allí, junto a un hermoso río de aguas cristalinas, hizo lo que nunca hubiera debido hacer.

La primera impresión que tuvo al probar aquellas hierbas fue la de asco. La amargura y al acidez alejaron de su paladar toda la dulzura que hubiera podido quedar en él. Después, cuando el efecto de la hierba comenzó a llegar a su cerebro, la amargura se transformó en una suave calma. Los sueños comenzaron a llegar a su mente drogada.

Primero fueron sueños dulces. Sueños de amor en los cuales todas las mujeres vivían para él. Desnudas, sólo con una pequeña hoja de palmera cubriéndoles sus partes ocultas, ofrecían sus encantos a aquel hombre, que aunque un poco diferente a lo que era en realidad, era él mismo. Después, los sueños se convirtieron en pesadillas.

Al principio vio a unos hombres vestidos de plata. Llevaban corazas metálicas sobre la camisa de tela que cubría sus pechos, y bajo las corazas y bajo las camisas, matas abundantes de pelo negrísimo. Aquello contrastaba con la desnudez del torso de Yuscala. Sobre sus cabezas, como las aves de la selva, aquellos invasores llevaban unas plumas de variados colores que arrancaban de los cascos, del mismo material que las corazas. Los rostros estaban cubiertos también, como casi todo el cuerpo, de pelo abundante.

Al principio aquellos hombres, seres llegados desde otros mundos lejanos, como dioses venidos a la tierra para comunicarse con los incas, enseñaron a los indígenas un mensaje de amor y de paz. Cambiaban con ellos hermosos cristales de colores, y a cambio de aquellos abalorios hermosos sólo pedían a los incas esos objetos de oro que habían sido fabricados por el padre de Yuscala y por otros artesanos como él, objetos que eran tan abundantes en el país de los incas que apenas tenían casi valor.

Pero después todo fue distinto. Aquellos dioses venían también con sed de sangre. Causaron la muerte de muchos amigos de Yuscala. Violaron a mujeres hermosas como Tazmila. Les impusieron una leyes absurdas que ellos no comprendían. Al final del sueño, todo el imperio de los incas había sido destruido. Yuscala se despertó horrorizado, cubierto de sudor y lágrimas de amargura.

Nada más cuenta la leyenda de todo aquello. Lo único que se sabe es que la historia, como sucede a menudo, fue fiel a aquella pesadilla. El imperio de los incas desapareció con la llegada de los españoles, y también desapareció de la memoria de los hombres la historia de la hermosa Tazmila, y de Yuscala, el niño que sufrió por desobedecer las leyes que le habían marcado.


 
 
 
 
 
 
VIII

Pero algo mucho más grave ocurrió en la casa de Fernando, algo que vino a hacer olvidar todos los problemas anteriores. Ni la anunciada separación de aquellos primos jóvenes que ya no se aguantaban, ni la detención de aquel tío extraño con el cual apenas había tenido ningún trato, volvió a ser comentada en la casa durante algún tiempo. El principio de aquella nueva crisis fue un día de invierno. Fernando iba a cumplir aquel día ocho años, pero un doloroso suceso vino a amargar aquella jornada que debía ser muy feliz. El abuelo de Fernando murió aquella mañana.

Fue la madre de Fernando la que encontró el cadáver de su suegro. Le había estado llamándole por teléfono a su casa, pero él no había contestado a ninguna de sus llamadas. Aquello era tan extraño que la mujer, sospechando que algún suceso trágico había ocurrido, marchó en dirección a la casa.

Él estaba en la cama, inmóvil. Su mirada, a pesar de todo, era dulce. Sus labios se habían dilatado en una sonrisa apenas perceptible. Se notaba que la muerte había llegado sin sufrimiento.

Fernando no comprendía la razón de aquella tristeza. El día debía haber sido feliz. Pasó toda la mañana en la casa de sus abuelos, rodeado de gente que lloraba, a la vez que hablaban de lo bueno que había sido el abuelo mientras aún vivía. En su propia casa se había quedado la tarta del cumpleaños, abandonada entre los globos que sus padres habían estado hinchando para poner color en la fiesta. La gente que llegaba a la casa del abuelo no tenía ganas de fiesta. Las mujeres venían todas vestidas de negro, y cuando entraban en la habitación en donde estaba el abuelo, rompían en un llanto inconsolable.

Por la tarde, a regañadientes, Fernando vio como toda la familia se preparaba para salir a la calle. Era la hora del entierro, y un coche largo y negro ya había parado en la puerta de la casa. Era la primera vez que Fernando iba a asistir a un entierro, y pensar que aquella experiencia le tocaba a él de manera tan directa, le parecía la cosa más desoladora del mundo.

A la entrada de la iglesia, la caja en la que el cuerpo del abuelo había sido introducido fue llevada por los familiares más directos. El sacerdote habló de lo que la muerte significaba para los cristianos. Fernando no podía comprender que una persona pudiera sentirse triste y feliz al mismo tiempo por la muerte de algún familiar directo. Pero aquello lo había dicho el sacerdote, y aquel hombre, él se había dado cuenta de ello, era una de las personas más respetables del barrio. Si él lo decía, debía tener razón.

Cuando salieron de la iglesia, todos los asistentes se separaron de la multitud de vehículos y se dirigieron al cementerio. Éste se  hallaba a las afueras de la ciudad, y tenía en la portada una imagen de piedra que representaba a Cristo muerto. Por las calles del cementerio, mientras llegaban al lugar exacto en el que su abuelo debía ser enterrado, admiró las bellas esculturas que coronaban algunas de las tumbas más hermosas. Con el paso del tiempo, Fernando llegaría a aprender que algunas de aquellas tumbas tenían más de cien años de antigüedad.

El llanto volvió a hacerse presente cuando las paletadas de arena caían sobre la caja de madera. Después, un pequeño grupo de trabajadores, con mono azul, comenzaron a tapar con ladrillos y cemento la bóveda que albergaba ahora los restos de su abuelo. Al final, todos los asistentes comenzaron a desfilar hacia la salida, dejando aquella parte del cementerio sumida entre el respeto que el silencio provocaba.

Ya de camino hacia su casa, Fernando volvió a pensar otra vez en las palabras que el sacerdote había pronunciado. No había vuelto a pensar en ello desde que había salido de la iglesia, pero el pensar otra vez en ello le hizo sentirse mejor. Cuando llegó a la casa, buscó en el libro alguna historia que le hablara del significado de la muerte.

 

Hace muchos años, cuando la historia no había comenzado aún, cuando los hombres se dedicaban sólo a la caza y a hacerse la guerra entre ellos, reinaba en el lejano Egipto un rey joven y sabio. Su nombre era Osiris, y según una leyenda que había ido corriendo de boca en boca por todo su reino, había nacido de la sabia unión del tiempo y de la tierra. De esta manera, los vasallos de Osiris querían explicar que su rey estaba protegido por la naturaleza, creadora de cualquier forma de vida, y por la historia, que con su devenir dejaba en la memoria de los hombres lo bueno y lo malo de cada uno.

Osiris se mostró durante su reinado como un monarca justo. Dio a su pueblo el primer código de leyes, que hasta entonces se mantenían sólo a través de la tradición oral. Transformó las costumbres de su pueblo. Convirtió su economía de subsistencia, que se basaba en la recolección pasiva de frutos y de hierbas, en una auténtica agricultura. Fundó en su imperio la primera gran ciudad de que se tiene noticia: Tebas.

Los egipcios de sangre real tenían entonces la obligación de desposarse con alguna princesa de su propia familia. Osiris cumplió los preceptos de su pueblo casándose con su propia hermana, Isis. Isis era una mujer joven y hermosa. En ella, cada noche, la luna reflejaba sobre el rostro de Isis toda la belleza de su disco brillante, y por ello la reina había tomado la figura de la luna en cuarto creciente como símbolo de su realeza. Pero ella no sólo era guapa, sino que también era inteligente, y esa inteligencia la había colocado desde un principio al servicio de su esposo.

Pero la fortuna de los hombres buenos hace que los malos sientan siempre envidia de ellos. Había en palacio un hombre viejo, tío de Osiris, que de joven había soñado con ocupar el trono de su sobrino. Su hermano, el padre del faraón, había sido aclamado por el pueblo cuando él era joven, y Tritón, que así se llamaba aquel mal cortesano, se había visto apartado del poder. Desde entonces se limitaba a hacer sonar, cuando se aburría, una concha vacía, sin importarle las guerras de su señor ni las fiestas que éste daba continuamente para festejar a los embajadores extranjeros.

Tritón tenía celos de la ventura de los dos jóvenes esposos. El cortesano, amargado por los largos años de soledad, abandonado por todos los ministros del joven rey, no podía soportar la felicidad que se vivía en todas las habitaciones de palacio. Le molestaba la seguridad con la que Osiris regentaba el poder. Le molestaba la belleza y la inteligencia que Isis mostraba en todos los actos públicos. Le molestaba, más que ninguna otra cosa, el amor que los dos reyes se tenían entre sí. Por todo ello fue por lo que decidió vengarse, y de paso, si era posible, hacerse con el poder y el trono de Egipto.

El viejo preparó un gran festín en sus habitaciones particulares, alejadas de la vitalidad que podía sentirse en el resto de las salas palaciegas. Invitó a los pocos partidarios que aún le quedaban, llegados a su sombra gracias al oro que Tritón había dejado caer con disimulo sobre sus manos a lo largo de muchos años de sobornos. También invitó, por supuesto, al joven rey,

Aquella extrañó en la corte de Osiris. Tritón nunca se había sentido atraído por las fiestas palaciegas. ¿Qué razón podía llevarle ahora a organizar una de las mejores fiestas que en mucho tiempo se habían visto en la corte? Osiris pensó que alguna celada se escondía en aquella invitación, pero también sabía que no podía ignorarla. Sus escasos enemigos aprovecharían aquello para hacer que el duro aguijón de las habladurías fuera a clavarse en el alma del sabio monarca. Por ello, a pesar de que sabía que el peligro podía acecharle en aquella cena indeseada, decidió asistir.

La cena fue copiosa y abundante. Sobre las largas mesas yacían los cadáveres, cocinados, de los grandes animales del desierto. A su alrededor había mangos, aguacates, dátiles y otros frutos exóticos. Los más sabrosos crustáceos y moluscos, llegados hasta Tebas desde diversos puntos del delta y también desde el Mar Rojo, esperaban su turno sobre las mesas repletas.

A los postres, cuando el vino había hecho ya efecto en el cerebro de los invitados, un esclavo negro salió de la cocina con un cofre de plata entre las manos. El negro, en silencio, llegó hasta el centro de la habitación, y allí, en silencio, dejó el cofre sobre el mármol con el que el suelo estaba cubierto. La voz de Tritón dejó escucharse por primera vez en toda la noche.

- Daré un tercio de mis tierras a aquél que sea capaz de introducirse dentro del cofre.

Todos los cortesanos que asistían a la cena intentaron entrar dentro del cofre, el cual, demasiado pequeño para el tamaño de un hombre, sólo le aceptaba en su interior si era capaz de doblarse por completo sobre su cintura. Aquellos, borrachos por el efecto del vino, nunca lograban hacerlo, por más que lo intentaran. Todos ellos tropezaban y caían al suelo, del cual a menudo ni siquiera eran capaces de levantarse. Entonces volvió a hablar Tritón.

- ¿No es nadie capaz de resolver este juego que os propongo? Aquí está nuestro joven rey, silencioso ante este coro de ruidosas carcajadas. ¿Por qué no lo intentas, inteligente Osiris?

El faraón se temía la trampa, pero sabía que su honor le obligaba a intentarlo. Si no lo hacía, quedaría para siempre como un cobarde, y un rey no podía permitirse ser un cobarde. Sus tropas dejarían de obedecerle.

Sólo Osiris supo entrar en aquel cofre de plata. En ese momento Tritón, de un ágil salto, increíblemente ágil para su edad, consiguió cerrar la tapa sobre la cabeza del rey, y el esclavo negro volvió a salir de la oscuridad con una daga en la mano, una daga que logró clavar en el cofre por unos agujeros que estaban sabiamente ocultos en su superficie. De esta manera se llevó a cabo el asesinato del rey.

Tritón descuartizó entonces el cuerpo sin vida de Osiris. Lo partió en trece partes iguales, y escondió cada una de ellas en un lugar diferente. Todo el mundo que entonces era conocido, desde las columnas de Hércules hasta la India, sirvieron de última morada para el joven faraón.

Cuando Isis tuvo noticia de la traición, no lloró. Supo que aquellos eran los momentos en los que cualquier gobernante debe mostrarse fuerte y sereno, y la desaparición de su hermano y esposo le daba a ella el poder y el gobierno. Desde el primer momento, Isis supo lo que tenía que hacer.

- Yo haré que ese viejo se arrepienta de lo que ha hecho.

Recorrió todas sus tierras en busca de los trozos del cuerpo de su amado. Pidió permiso a los reyes de otros países para que le dejaran mirar en sus tierras. Ninguna región quedó sin remover. Aparecieron trozos de Osiris en el Egeo, en Siria, en Fenicia, en Babilonia,...

Isis fue recogiendo trozo a trozo, y los fue introduciendo en una urna de oro. Cuandoestuvo segura cuenta de que todos los pedazos del rey estaban en su poder se volvió a Egipto, y allí, con la ayuda de un sacerdote, logró unirlo de nuevo. Después, un soplo de vida hizo que el cuerpo de Osiris tomara vida de nuevo.

Y dicen que entonces la venganza de Osiris fue terrible. Tritón, temeroso de la cólera de su poderoso sobrino, huyó hasta los infiernos, y desde entonces no ha vuelto a salir de allí porque tiene miedo de enfrentarse con Osiris. Por su pare, Osiris fue convertido en dios e identificado con el sol radiante.

 


 
 
 
 
 
 
IX

Fernando era feliz con aquel libro, y sin embargo no había podido olvidar a sus compañeros de clase. Las historias que leía eran apasionantes, y durante su lectura, nada que no fueran las historias impresas en el libro tenían ninguna importancia para él. Pero cuando terminaba la lectura de esas historias, volvían a su recuerdo los juegos en el parque, que para él seguían casi siempre estando prohibidos.

Por ello, a menudo cogía el libro y se iba con él al parque. Creía que en aquel espacio abierto, observando como el resto de los chicos jugaban, mientras releía sus historias preferidas, podía acallar sus recuerdos y sus sueños. Allí, junto a uno de aquellos bancos de madera, pobremente pintados de verde, fue donde un día, lejano ya, había encontrado el libro que durante todo ese tiempo se había convertido en su mejor amigo.

Allí había leído historias de amor y de muerte. Allí había leído las leyendas y los mitos que algunos grandes escritores habían llevado hasta las páginas de sus obras literarias. Allí había leído las fantásticas aventuras del rey Arturo, y las maniobras amorosas de Zeus en busca de mujeres mortales. Allí había leído la historia de Clotilde, la princesa de los francos que gracias a un pañuelo ensangrentado logró salvar su vida, y leyó también la historia de Zaida, la princesa mora que se convirtió al cristianismo.

Cierto día en que él se encontraba en ese banco de madera, cercano a la fuente del niño que cabalgaba sobre un cisne de bronce, sucedió algo que vino a cambiar por completo la vida de Fernando. Se encontraba leyendo la historia de lady Godiva, aquella dama inglesa que fue obligada por su propio esposo a pasearse desnuda a caballo por las calles de la ciudad inglesa que él gobernaba. Sentada sobre un hermoso corcel, cubierta únicamente por una larga melena rubia que le cubría los pechos, nadie en toda la ciudad se atrevía a dirigirle la mirada mientras realizaba su obligado paseo. Sólo un sastre osó mirarla, y entonces, cuenta la leyenda, sus ojos se cerraron para siempre, y el sastre quedó ciego.

- ¿Quieres jugar con nosotros?

Había sido la voz de Álvaro. Fernando no podía creérselo. Aquella tarde había sido invitado a jugar con el resto de los chicos, y además había sido el propio Álvaro quien le había invitado.

- ¿Te refieres a mí? Estoy deseando hacerlo.

Dejó el libro sobre el banco y salió corriendo. Ya no necesitaba leer aquellas hermosas historias para ser feliz, porque ahora sus amigos le admitían por fin en sus juegos infantiles.

El libro había caído del banco. Ahora estaba allí, en su suelo, sobre la arena. Esperaba a otros chicos solitarios que necesitaran de él. Porque el libro, cualquier libro, se convierte al abrirlo en un buen amigo, y no le importa nunca ser abandonado cuando ya no es útil para aquel que lo ha estado leyendo. Sabe que siempre habrá otra persona para la que pueda volver a ser útil de nuevo.

 

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