Si Pedro
alguna vez hubiera creído en las historias absurdas de apariciones y de efectos
extraordinarios, si hubiera pensado en algún momento que eran ciertas aquellas
viejas leyendas que hace años las mujeres se contaban al amor de la lumbre,
podría haber llegado a la conclusión de que quizá aquello que en esos momentos
le estaba sucediendo podía de algún modo tener algo que ver con ello. Hubiera
podido imaginar que esas luces que se encendían y se apagaban en algunas de las
habitaciones de la casa, en los momentos más insospechados, que aquellos ruidos
extraños que se oían por la noche, cuando todo lo demás permanecía en silencio,
tenían que ver con un pasado ignorado, misterioso, que podía estar relacionado
con la casa o con su propia historia. Pero no, él no creía en leyendas ni en
fantasmas, y por ello estaba seguro de que debía existir algo, alguna base
científica, que debía estar detrás de todos esos sucesos; aunque de momento la
desconociera.
Todo aquello
había comenzado hacía aproximadamente un año, unas pocas semanas después de que
se produjera la desaparición de Daniela. Había sido horrible, y todavía, a
pesar del tiempo transcurrido desde entonces, Pedro no había logrado
sobreponerse a su pérdida, a esa sensación de ahogo que siempre sentía cada vez
que se despertaba por la noche, a esa sensación de vacío que dejaba en la cama,
a su lado, el cuerpo, ahora inexistente, de ella. Sin embargo, seguía pensando
a pesar de todo que aquello sólo era una casualidad, una dolorosa casualidad
que apenas servía para profundizar aún más en la herida que poco a poco se iba
abriendo hacia el centro de su corazón. Y por ello, porque los ruidos y las
luces avivaban sus recuerdos, intentaba hacerse fuerte pensando que nada de lo
que le sucedía tenía que ver con él.
A pesar de todo, ese baile de luces y
de sonidos no había sido nunca igual, y si es verdad que durante los primeros
meses los fenómenos extraños sólo se
producían muy de tarde en tarde, cuando los recuerdos de Pedro se hacían más
dolorosos, mucho más latentes en los estantes recónditos de su alma, conforme
el tiempo fue pasando, conforme se iba acercando el primer aniversario de la
muerte de Daniela, aquellos sucesos extraordinarios se fueron haciendo más
frecuentes y continuos, hasta llegar el momento en el que prácticamente no
pasaba ningún día sin la presencia siempre amenazadora de las luces y de los
sonidos. La situación se había convertido así en algo insoportable, hasta el
punto de que Pedro había llegado a pensar en la conveniencia de meter todos sus
recuerdos en un baúl invisible y abandonar la casa para siempre. Si no lo había
hecho todavía era porque no estaba seguro de que sus problemas se solucionaran
de esta forma para siempre.
Pero aquella
noche, cuando se despertó en medio del vacío y de la oscuridad que proporciona
el sueño, se la encontró allí, presente, corpórea como aquellas noches lejanas,
ya muy lejanas, anteriores al momento de su desaparición. Sabía que estaba
soñando, o en todo caso se imaginaba que estaba sumergido en un sueño hermoso
del que nunca desearía despertarse.
Daniela estaba frente a él, de pie, a un lado de la habitación
silenciosa, junto al alféizar de la ventana, y desde allí le llamaba. Llevaba puesto
un hermoso vestido de noche negro, escotado, que se pegaba a su cuerpo,
acentuando cada una de sus líneas, la curva sinuosa de su talla y el trazado
hermoso de sus piernas, el bonito vestido que él le había regalado en uno de
sus cumpleaños, y desde dentro del vestido ella le llamaba con su sonrisa de
siempre, la misma sonrisa que él le había enamorado desde los tiempos de la
universidad. “No tengas miedo”, parecía decirle. “Soy yo, Daniela, y estoy
aquí, contigo, para que juntos podamos terminar de cumplir ese sueño que los
dos iniciamos hace ahora un año.”
Sí, Pedro
notaba como ella le estaba llamando desde el otro lado de la habitación, a
pesar de que los labios de Daniela se mantenían cerrados. No estaba seguro de
si aquello que le estaba sucediendo era real, o si estaba todavía inmerso
dentro de un sueño del que no quería despertarse. Por ello, no era plenamente
consciente de lo que hacía cuando se levantó de la cama y caminó hacia ella,
pero cuando tocó con sus manos los hombros desnudos de la chica, cubiertos
apenas por la estrecha tela del tirante,
notó su piel tersa y fría, tan fría como el abismo profundo de la
muerte. Era un frío profundo, diferente a todo lo que hasta entonces había
conocido.
Soltó
entonces el tirante de los hombros, dejando caer el vestido sobre el suelo
helado de la sala, y Daniela quedó así desnuda, cubierta apenas por un leve
triángulo de seda que tapaba el vello de su pubis, oferente a sus caricias.
Ella fue dejando entonces que la mano de Pedro recorriera cada rincón de su
cuerpo, permitiendo que, con las caricias, el frío que nacía en cada poro de su
piel desapareciera poco a poco, caldeando además todo el ambiente que se
respiraba dentro de la habitación, un ambiente que cada vez se hacía menos
gélido. Después la arrojó sobre la cama, y allí, entre las sábanas, poseyó como nunca antes lo había hecho. Una y
otra vez la poseyó, y cada embate de Pedro era una nueva ola rompiéndose en
espuma a la entrada de la playa, como una lucha cuerpo a cuerpo entre la vida y
la muerte. Y al final, después de la última ola, él estaba convencido de que la
vida había conseguido ganar para siempre la partida a su mortal enemiga, sin
ser consciente de que el frío volvía otra vez a replegarse hacia los abismos
del sueño más profundo.
Cuando se
despertó por la mañana hacía ya mucho tiempo que había amanecido, y el sol se
adentraba ya con fuerza desde el otro lado del tul de las cortinas, caldeando
otra vez el aire de la habitación. Pedro, inundando por la luz que se colaba a
través de la ventana, estaba nervioso, agitado, sobre todo después de que
hubiera extendido el brazo hacia el otro lado de la cama, y se hubiera dado
cuenta de que el cuerpo de Daniela ya no estaba junto al suyo. Sabía que había
soñado, pero el sueño había sido tan real que
no le hubiera extrañado en absoluto que Daniela hubiera aún permanecido
allí, tumbada junto a su cuerpo desnudo, a pesar de que hacía varias horas que
la noche había desaparecido para siempre entre las trenzas de niebla. Sí,
estaba desnudo, y él nunca se acostaba sin haberse puesto antes algo de ropa
para combatir el frío del relente.
Junto a la
ventana que había al otro lado de la cama, en el mismo sitio en el que Daniela
se le había presentado durante el sueño, había un pequeño aparador de madera de
nogal en el que Pedro cada noche, antes de acostarse, dejaba la cartera y las
llaves del piso. Por eso, él estaba seguro de que la noche anterior allí no
había nada más que esos efectos personales y un pequeño joyero de plata, vacío,
un joyero que había sido de Daniela y del que él nunca había querido
desprenderse. Sin embargo ahora, cuando él estaba empezando ya a ser consciente
del presente, había también junto al joyero un vestido negro de mujer, el mismo
que ella llevaba puesto esa noche en el sueño, el mismo vestido negro que ella
también había llevado la noche de su asesinato. Y al lado del vestido, también,
un recorte antiguo de periódico.
No podía
comprender qué significaba todo aquello. Estaba seguro de que nadie podía haber
dejado allí ninguna de esas cosas, porque era imposible que hubieran podido
entrar en la habitación sin que él, que a pesar de todo tenía un sueño
demasiado ligero, se hubiera despertado. Y su sorpresa fue aún mayor cuando
comprobó la fecha que estaba impresa en el margen superior de aquel recorte, y
que se correspondía con un día ya lejano que se remontaba al año anterior, al
día siguiente en el que Daniela había desaparecido para siempre.
Cogió
entonces el papel y con mano temblorosa comenzó a leer el titular de la
noticia: “Una joven agente de policía muere asesinada cuando salía de su casa”.
Y después, mientras sus ojos empezaban ya a inundarse con una neblina de
lágrimas, continuó leyendo el resto de la noticia, aunque todavía la recordaba
de memoria: “El suceso ocurrió en la noche de ayer, cuando la joven agente
Daniela Serrano abandonaba la casa en la que vivía con su marido desde hacía
tres años. Frente al portal de la casa le estaba esperando un hombre armado,
que vació todo el cargador de su revólver mientras la agente caía sobre la
acera, abatida por una lluvia de balas. Una de ellas se alojó en la parte
lateral de la cabeza, produciéndole una herida mortal que por sí misma hubiera
sido suficiente. Otras dos le hirieron en el abdomen, y una más en el hombro,
pero esas balas ya no eran necesarias porque de todas formas la chica, según el
informe del forense, ya estaba muerta por entonces. Todavía se desconoce la
identidad del asesino, aunque se supone que debe tratarse de un delincuente
habitual que en algún momento ha debido ser detenido por ella, por lo que se
investigan todos los casos resueltos por la agente Serrano desde que salió de
la academia.”
La noche en
la que sucedió la tragedia, todo había sido preparado por ellos con el fin de
que fuera una noche inolvidable. Habían salido a cenar con los amigos, y
Daniela se había vestido aquel día de una manera especialmente irresistible,
con ese vestido negro escotado, largo, que le llegaba a la altura de los
tobillos pero que a pesar de eso se le pegaba a la piel y señalaba todas las
curvas de su cuerpo. Pedro sabía que su chica estaba siendo admirada por muchos
de sus colegas, y el hecho le daba una seguridad extraña que le hacía sentirse
bien por dentro. Por ello después de la cena, aunque los amigos les insistieron
para ir a tomar una copa a un pub cercano, lo que Pedro en realidad deseaba era
marcharse a casa con Daniela para disfrutar los dos solos del resto de la
noche. Y una vez en casa ocurriría lo que tuviera que ocurrir. A pesar de que
los otros seguían insistiendo, los dos jóvenes se despidieron de ellos y
caminaron despacio en dirección al lugar en que Pedro había aparcado el coche
unas horas antes.
- Ves creando
un ambiente cálido en la sala mientras yo te preparo una copa. –Le había dicho
Daniela nada más haber entrado los dos a la casa. Entonces, ella caminó hacia
el mueble-bar, allí donde la pareja guardaba las bebidas; pero cuando abrió la puerta de
cristal se dio cuenta de que la botella que buscaba estaba casi vacía, que no
había en ella el licor suficiente para llenar los dos vasos, puso por un
instante un gesto adusto. Fue apenas unos segundos, porque al mismo tiempo que
le hablaba a Pedro, ella ya había vuelto a sonreir.- No te preocupes, cariño.
Termina de preparar un ambiente romántico mientras yo bajo un momento a la
tienda de abajo. Sabes que allí no cierran en toda la noche, y cuando pasé la
otra vez me pareció que tenían ese ron que tanto te gusta. Volveré enseguida.
-Bien, pero no tardes. Cuando vuelvas todo
estará ya preparado para que nunca podamos olvidar esta noche.
A Pedro apenas le dio tiempo a
introducir en el equipo de música un disco compacto de Frank Sinatra; cada vez
que Daniela quería disfrutar de unos momentos íntimos con Pedro necesitaba
sentir cerca la voz melodiosa y al mismo tiempo casi rota de Sinatra inundando ese
aire cálido que le llenaba todos los poros de la piel. Aquella misma voz que ya
estaba empezando a escapar desde el interior del aparato, lanzando a través de
los altavoces las primeras estrofas de la canción “Strangers in the night” en
el mismo momento en que sonaban fuera, en la calle, cinco aldabonazos en su
alma. No fue consciente hasta después de pasados unos segundos de que aquellos
cinco golpes habían sido en realidad cinco balas disparadas desde una misma
pistola, cinco proyectiles que en aquel mismo momento estaban ya empezando a
herir de muerte su propio corazón.
Fue una intuición lo que le hizo
escapar, bajar corriendo las escaleras que le separaban del portal y de la
acera en la que le esperaba el cuerpo inerte de Daniela. Cuando llegó hasta ella,
la chica ya estaba muerta, pero sus labios mostraban todavía esa sonrisa de la
que él se había enamorado el día, ya demasiado lejano, en que la conoció.
Cuando Pedro despertó ese día,
sintió como si algo hubiera comenzado a moverse dentro de su alma, como si un
paréntesis se cerrara en el interior de sí mismo. Fue una sensación extraña,
agridulce, con un poco del dolor acumulado durante todo ese año y un mucho de
la esperanza que, ahora lo notaba, estaba empezando a recobrar. Pasó el día;
pasaron también los días siguientes, y algo estaba también empezando a
transformarse dentro de la casa.
Él estaba seguro de que no era
una sugestión suya, pero también se había dado cuenta de que desde el día en
que Daniela había regresado para terminar por fin lo que el día de su muerte no
pudo acabar, todas las señales de su presencia en el hogar habían desaparecido
con ella. Los ruidos extraños que se oían por la noche habían dejado de romper
el silencio absoluto, y las luces de las habitaciones ya no se encendían ellas
solas, sin que nadie hubiera impulsado los interruptores que las hacían
funcionar. Sí, Daniela le había hecho creer que la vida no desaparece del todo
cuando la muerte invade con su velo transparente el alma de los seres que se
aman con la fuerza irresistible de lo eterno.
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