Cuando
se iluminaron las luces y aparecieron las letras finales sobre la masa de agua
de las cataratas del Niágara, se levantó de su butaca y se dispuso a abandonar
el cine. Fue entonces cuando la vio, caminando en la misma dirección en que él,
apenas un poco por delante, con su rubia cabellera escondida a través del
laberinto de cabezas que huían de aquella sala que poco a poco iba quedándose
vacía. No le había visto la cara, pero sin embargo estaba seguro de que no
podía tratarse de nadie más que de ella;
aquella melena de extraño color platino era tan inconfundible como su
rostro hermoso.
Fuera ya
del cine, apenas le dio tiempo a ver como doblaba la esquina y desaparecía de
su vista. Esta vez le dio tiempo a ver su vestido blanco, vaporoso, como
flotando en el aire. Evitando el tráfico de personas que caminaban por la
acera, casi empujando a aquella gente, se apresuró a alcanzarla. Sin embargo,
la calle por la que ella había avanzado se encontraba vacía. ¿Acaso todo había
sido producto de su imaginación, desbordada por la absoluta presencia de ella
en la película que acababa de ver?
Aún
estaba pensando en ello cuando notó como bajo sus pies avanzaba una masa de
aire caliente, al tiempo que se sentía invadido por una nube vaporosa de gasa
que envolvía su cuerpo.
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