El maestro se había levantado. Allí, desde la
tarima, sólo podía distinguir las cabezas de todos sus alumnos, y en algunas
ocasiones, el leve movimiento de sus manos, mientras conducían sobre la hoja de
papel el ir y venir de sus lapiceros de carbono. En la pizarra, marcadas con
tiza blanca, unas operaciones matemáticas que no eran demasiado difíciles de
resolver, escritas por él mismo unos pocos minutos antes, era como un mensaje
oculto para aquellas mentes infantiles. Y detrás del maestro, junto a la
pizarra, un mapa de España y el retrato de un hombre calvo, bajito, rechoncho,
con un bigote gris perla, presidían, el primero con sus colores chillones
remarcando sus fronteras regionales y el segundo con su aire circunspecto y
seguro de sí mismo, el ambiente cerrado de aquella aula demasiado pequeña.
Pero al maestro aquel día le resultaba demasiado difícil concentrarse en las clases. Había llegado a ese pueblo pequeño, mísero, aquel mismo año, y ahora, cuando estaban a punto de llegar las vacaciones de Navidad, aún no había podido acostumbrarse a ese ambiente oprimido que allí se respiraba. Desde luego, no era el primer maestro que se había visto obligado a ejercer su labor en un pueblo como ese. Él mismo ya se había visto antes en aquella misma situación, pero entonces acababa de terminar la carrera, y no tenía aún a una familia a su cargo.
Ahora, sin embargo, todo era diferente. Ya no era
tan joven como entonces, y no había de por medio una guerra que hubiera
sembrado en los corazones de todos los vecinos el odio y el rencor, esa misma
guerra que a él le había obligado por unos años a abandonar las tizas de cal y
los libros de texto para agarrar con sus propias manos un fusil o una bomba de
espoleta. Después, acabada la guerra, tuvo que pasar algunos meses más en un
campo de concentración por el hecho de haber perdido aquella guerra, y cuando
al fin pudo recuperar su plaza de maestro, se encontró con que había sido
trasladado por la fuerza a aquel pueblo remoto y olvidado. Supo que no podía
quejarse, que otros compañeros como él habían sido apartados definitivamente de
sus aulas, y en silencio casi dio gracias por el hecho de que a él se le había
permitido aún seguir enseñando, aunque fuera en un lugar del que hasta entonces
ni siquiera hubiera oído hablar. Acompañado de su mujer y de su único hijo,
llegó al pueblo al final de aquel verano.
Y en los últimos días las cosas habían empezado a
complicarse. Su hijo había dejado repentinamente de comer, y él notaba como sus
fuerzas iban poco a poco desapareciendo de su cuerpo. Cuando el chico intentaba
ingerir cualquier alimento, el fuerte dolor que sentía en la boca del estómago
convertía aquella tarea sencilla en una operación laboriosa que le obligaba a
intentar masticar la comida una y otra vez, hasta el punto de que antes de que
hubiera conseguido hacerlo, el vómito lograba extraer de su cuerpo lo poco que
hasta ese momento había ingerido. La mujer ya había instalado junto a la cama
del hijo su puesto de observación, y sólo lo abandonaba por las noches durante
apenas dos o tres horas, con el fin de descansar un poco sobre la cama de
matrimonio. Cuando lo hacía, el maestro siempre ocupaba su lugar.
Por eso el maestro estaba cansado. Por eso no podía
concentrarse demasiado en sus explicaciones. A menudo sus alumnos, cuando
levantaban la cabeza tras un leve respiro durante los dictados, lo veían como
ido, absorto en sus propios pensamientos. Algunos, los mayores, sabían que su
hijo estaba enfermo, y por eso intentaban distraerle con preguntas que, al
intentar responderlas, le hicieran olvidarse por un momento de aquellos
pensamientos dolorosos. Pero enseguida las preguntas sed acababan, y los
recuerdos se acababan, y se clavaban en el alma como el aguijón doloroso de una abeja, como el veneno de un víbora mezclándose en la sangre.
Cuando se dio cuenta de que ya era la hora de salir,
el maestro abrió la puerta de la clase y dejó que sus alumnos escaparan hacia
la calle. La escuela era pequeña, de acuerdo a las necesidades de aquel pueblo
pequeño; tan sólo dos habitaciones reducidas, simétricas, una a cada lado de un
zaguán que hacía los efectos de recibidor. Algunos años antes, no demasiados,
había en el pueblo unos pocos chicos más, y aquello permitía que los chicos
mayores no se juntaran nunca con los más pequeños. Ahora, sin embargo, el
número de alumnos había descendido, y una de las dos aulas se había
transformado en un pequeño almacén en el que se guardaban las tizas de reserva
y, sobre todo, las maderas que servían para encender la estufa de leña que
había en el centro del aula.
Frente a la escuela estaba la casa del maestro, un
edificio pequeño de una sola planta en el que la humedad y el salitre rezumaban
de sus muros mal encalados. El ambiente que se respiraba en aquella casa era
tan lóbrego y pesado como el que se respiraba en la escuela, y por ello pasó de
largo ante la puerta y siguió caminando hacia el centro del pueblo. Necesitaba
pasear un poco antes de volver a enfrentarse de nuevo con la enfermedad.
Necesitaba respirar el aire puro que se respira fuera de aquellos ambientes
cerrados. Pensando en todo ello, atravesó las calles estrechas, solitarias,
bajo el sol pesado del mediodía, y llegó hasta la era que había en el lado
opuesto del pueblo, sobre una nava que se extendía sobre el valle cercano.
Desde aquel lugar se podía contemplar una gran extensión de terreno, el valle
con sus pequeños huertos, en los que sobresalían unos pocos árboles frutales;
el río, casi seco, entre los chopos; los campos de labor, en los que el cereal
había dejado asomar su corona de terciopelo verde; y al otro lado del río, el
monte, cuajado de pinos y de robles. Cuando estaba triste o cansado, al maestro
le gustaba acercarse por allí, porque allí se sentía libre al menos durante un
tiempo.
Sin embargo aquel día, la opresión que sentía en el
pecho y el dolor por la enfermedad de su hijo permanecían asentadas dentro de
su corazón, por mucho que sus ojos estuvieran felices al contemplar la belleza
del paisaje. No habían pasado apenas dos o tres minutos desde que hubiera
llegado al lugar cuando se dio la vuelta y abandonó la era. Sentía un leve
arrepentimiento por no haber ido directamente a la casa desde la escuela, por
no haberse acercado con presteza por allí para averiguar cómo se encontraba su
hijo aquel día. Apresuró entonces el paso por esas mismas calles por las que
había cruzado en dirección contraria.
Cuando abrió la puerta de la casa la mujer, como todos los días, estaba
reclinada ya sobre el lecho del hijo. Éste tenía las ropas empapadas por el
sudor que perlaba su frente, su espalada, sus hombros doloridos.
-
¿Ha venido hoy el médico?
El médico había vuelto a la casa varias veces desde
que el hijo había caído enfermo, pero no había logrado averiguar qué era lo que
estaba devorando por dentro los órganos vitales del chico. Había intentado
curarle con varios tratamientos diferentes, pero no conseguía hacer que su
organismo respondiera con fuerza a la enfermedad que poco a poco le estaba
matando, y ya no le quedaban respuestas posibles en sus rudimentarios conocimientos
del arte hipocrático. El médico les había aconsejado varias veces a los padres
que viajaran a la ciudad para consultar allí algún especialista, pero mientras
se decidían a hacerlo, él seguía intentando esa curación imposible que hasta
entonces se le había negado.
El chico llamó a la puerta cuando la mujer le estaba
contando lo que el médico le había contado aquella vez. Cuando el maestro fue a
abrirle le vio allí, como una silueta en negro enmarcada por el propio vano de
la entrada. El sol estaba detrás de él, y le costó algún trabajo reconocerlo
como uno de sus alumnos menos aplicados. Cuando por fin le reconoció se dio
cuenta de que llevaba entre las manos un recipiente de barro, una especie de
cacerola que contenía un líquido caldoso en el que estaba sumergido un gran trozo de carne.
- Mis padres me han pedido que les traigo esto. Se
trata de una especia de estofado que, están seguros, quizá pueda curar a su
hijo. Dice mi abuelo que estos animales ya han curado antes a otros miembros de
mi familia. Son unos pájaros extraños que crecen cerca de su viña. Creo que
vale la pena intentarlo; en todo caso, esos animales no le harán ningún daño.
Cuando la desesperación invade las almas de los
hombres cualquier cosa, por extraña que parezca, puede depositar sobre ella una
leve capa de esperanza. El médico había intentado ya todo lo que su
conocimiento de la profesión le había puesto al alcance de las manos, y nada
había dado resultado. Por ello, porque ya no tenían nada a lo que agarrarse, el
maestro se decidió a hacer caso del chico. Mientras iba espinzando la carne,
separándola de los frágiles huesos que la sostenían, mientras iba depositando
sobre los labios sedientos del chico pequeños pedazos de carne guisada, una
oración silenciosa iba escapando también de su boca cerrada.
Nada sucedió durante toda aquella tarde, pero al día
siguiente, cuando la mujer se levantó de la cama y regresó a su lugar de
siempre, al lado de la cama del hijo, se dio cuenta de que el sudor había
remitido de su cuerpo. No sabían si había sido por aquello que había tomado el
día anterior o si había sido producto de las oraciones pronunciadas por el
hombre, aunque el hombre había rezado antes muchas veces por la curación de su
hijo, pero el caso es que aquel alimento había sido lo primero que se había
podido echar a la boca sin haberlo vomitado al instante.
Después de ello pudo comer también otros alimentos
más pesados, y llegó por fin el día, varias semanas después de todo eso, en que
el hijo pudo levantarse de la cama y olvidarse por completo de que había estado
enfermo.
[1]Segundo
premio de relatos en el Certamen Literario de la Asociación Recreativa de
Empleados de la Caja de Ahorros de Castilla La Mancha. Cuenca. 2011.
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