Ismail había abierto los ojos justo en el momento en el
que el primer rayo de sol se adentraba por el único vano de la ventana de su
habitación, en aquel hotel extraño en el que había pasado las últimas horas.
Por la noche, como todas las noches de aquel verano duro y al mismo tiempo
esperanzador, muy esperanzador, había tenido horribles pesadillas, pero al
amanecer, como todos los días, la primera luz del sol había borrado de su mente
todas aquellas pesadillas, hasta el punto de que, al levantarse, Ismail ya no
tenía de ellas más que recuerdos sin sentido, pequeñas fotografías aisladas que
para él ni siquiera tenía relación entre sí, por más vueltas que le daba en el
interior de su cerebro.
Allí,
cansado de intentar sin éxito recuperar la pesadilla de aquella noche, se
incorporó del colchón viudo en el que había dormido, aquella noche como todas
las noches de ese verano, y se dirigió hacia el lugar en el que un día lejano
había estado la ventana, libre ya de cualquier cristal o de persianas que
hubieran podido impedir la entrada de la luz o del primer relente de la
alborada. Desde allí se podía ver la playa, todavía solitaria. Aún no se habían
dejado caer por allí los primeros bañistas, y tan sólo algunos pocos curiosos
se habían acercado hasta el límite de la arena con el fin de admirar el hermoso
amanecer. Sí, era hermoso aquel amanecer cuando lo contemplaba desde aquel
extraño hotel, casi tan hermoso como
aquellos amaneceres de su infancia, en los que el sol parecía brotar como una
rosa enorme desde las dunas del desierto. Protegido de sus rayos desde las
sombras de su jaima, disfrutaba entonces de aquella bola de fuego que se izaba
en el horizonte, más allá de los oasis.
Sí;
era extraño aquel hotel sin ventanas ni persianas, sin escaleras para subir o
bajar aquellos diez pisos que le había n convertido en el edificio más alto de
aquella parte de la playa; o sería mejor quizá decir aquel proyecto de
edificio, porque en realidad nunca nadie se había alojado entre sus paredes antes
de que Ismail, aquel año, se hubiera dejado caer por allí. Pocos eran los que
sabían en la comarca qué era lo que le había pasado a aquella construcción fantasma. Sólo que
algún millonario árabe, quizá, o algún empresario norteamericano, deseoso de
extender su imperio comercial por aquella parte del Mediterráneo, había
proyectado en ese lugar, hacía algunos años, un hotel elegante, lujoso, digno
de conseguir que el mejor turismo llegara hasta aquella playa, todavía sin
empelotar. Sin embargo un día, sin que nadie supiera en realidad qué era lo que
había sucedido, las obras se paralizaron para siempre. ¿Había existido en
realidad aquel empresario emprendedor, o todo había sido una cortina de humo
para esconder otros intereses? Algunos
llegaron a pensar que los desconocidos propietarios del edificio no habían
llegado a tramitar en el ayuntamiento los permisos oportunos, que aquella mole
de cemento no contaba al ir a empezar a construir con la oportuna licencia de
obras, y que por ello éstas se habían paralizado. Algunos otros, más
imaginativos todavía, llegaron a pensar que el dinero necesario para levantarlo
salía de algún mercado ilícito, y los que pensaban de esta forma recordaban
que, por los mismos meses en los que había sido paralizada la obra, la Guardia
Civil había hecho una redada contra el tráfico de drogas, en la que habían sido
decomisados varios kilos de hachís y de cocaína en el fondo de una yate que iba
a ser fondeado en un puerto cercano.
Fuera
como fuese, aquel verano Ismail había establecido su campamento en aquel hotel
abandonado. No le asustaba la soledad, porque en el desierto la soledad es
siempre un fiel acompañante, el mejor acompañante que uno puede tener sobre
todo en las frías noches estrelladas. Tampoco le asustaban los fantasmas,
porque los fantasmas siempre habían formado parte de su vida, hasta el punto de
que ya no había en ella espacio para ningún fantasma más. Acostumbrado como
estaba a pasar la noche en cualquier lugar, sobre el banco de un parque o en el
interior de un cajero automático, aquel hotel abandonado se le hacía como un
palacio lujoso, casi como su propia jaima en el desierto. Podía permitirse
incluso el lujo, había pensado, de dormir en una de aquellas habitaciones
abandonadas, mientras utilizaba otra, la más próxima a la suya, para guardar
aquellas mercancías que ahora siempre le acompañaban durante el día: falsas
camisetas de Lacoste o de Adidas; extraños vestidos de múltiples colores,
sucios por la arena y el barro de la playa; relojes baratos de un brillo dorado
tan falso como su propia felicidad; gafas de sol cuyos cristales oscuros apenas
eran capaces de ocultar cualquier rayo de sol; pulseras y collares de madera,
fabricados a la manera de las joyas sencillas que llevaban las mujeres de su
tierra,...
Ismail
cogió una parte de aquellas mercancías, la que era capaz de transportar durante
unas horas con la ayuda única de sus brazos, y bajó la rampa de la calle, la
misma rampa en la que se hubieran instalado unas cómodas escaleras en el caso
de que el hotel hubiera sido terminado alguna vez. Fuera, en la acera de
enfrente, el mismo bar minúsculo en el que desayunaba todos los días
permanecía, como siempre, solitario.
- Lo de siempre, ¿verdad?
El camarero ni siquiera se esperó a que el otro le hubiera confirmado su pedido. Dejó sobre el fregadero el trapo húmedo con el que hasta entonces había estado secando unos vasos de cristal y se dirigió con seguridad hasta la máquina del café, y después de pulsar el interruptor de color rojo, mientras escapaba del interior de la máquina un ruido chirriante que indicaba que el negro líquido se estaba ya haciendo, cogió con unas pinzas tres o cuatro churros ya fríos y los depositó en un plato vacío, frente a los ojos también vacíos de Ismail. El hombre de color le dio las gracias en silencio, con un leve gesto de su rostro, y sin pronunciar apenas una palabra solitaria, se aprestó a devorar su desayuno.
Cuando salió a la calle,
los primeros bañistas habían llegado ya a la playa. En algunos lugares, las
primeras sombrillas se habían ya abierto, proyectando su silueta sobre la arena
aún fría. Sabía que aún era pronto para buscar posibles clientes entre aquellos
primeros bañistas, pero sabía también que era necesario ir enseñando poco a
poco aquellos objetos que había traído con él aquel día para que la gente se
fuera acostumbrando a su presencia. Podían pasar días enteros sin que hubiera
vendido nada, ni siquiera uno sólo de aquellos trapos sucios, muy escotados,
que en realidad sólo servían para bajar a la playa, pero sabía que aquella era
la única manera de mantenerse unido a aquellos antepasados que se habían
quedado allí, en el corazón del Sahara, en donde había estado su hogar, su
padre y su abuelo, el abuelo de su padre y el abuelo de su abuelo, habían sido
también comerciantes, como él ahora, extendiéndose así a través de
generaciones, hasta el tiempo de los grandes caravasares que se alzaban en las
rutas que unían su patria con las tierras de la India o de Cipango; pero sobre
todo sabía que vender eran la única manera posible de poder echarse al mediodía
un mendrugo de pan a la boca.
Las horas pasaban
despacio, muy despacio, tan despacio que a él la playa se le figuraba como un
enorme reloj de arena en el que sólo hubiera una de las dos burbujas, la cual
se mantenía inmutable todo el tiempo. Sólo había una cosa que a Ismail le hacía
tomar conciencia de que el tiempo pasaba, aunque despacio, y era el sol. El
sol, que poco a poco se iba levantando en el cielo, estrechando las sombras en
la playa y haciendo aumentar la temperatura. La playa se iba llenando de
turistas, que ahuyentaban el calor con un baño de agua salada. Ismail tenía
miedo del mar, porque en el lugar del que venía sólo había arena, un inmenso
mar de arena, reseca arena, que se metía entre las ropas y hería la piel desnuda
en la cara y en las manos. Sin embargo algunas veces, cuando el calor más
apretaba y el sudor recorría los surcos de su rostro, pensaba que podría
resultar agradable sumergir su cuerpo en aquella agua salada, entre las olas
que rompían. Sólo la necesidad que tenía de seguir vendiendo sus mercancías, y
el miedo que aún le daba aquel líquido traidor, le mantenían siempre alejado de
la orilla.
El sol marcaba el mediodía
en el reloj invisible del cielo cuando Ismail vio algo extraño en aquella parte
de la playa en la que se encontraba. Fue un
movimiento imperceptible del hombre, aquel mismo hombre que había ido a
buscarle al principio del verano para contarle todo lo que podría ganar si
trabajaba para él, aquel que había visto un día y otro, camuflado entre el
resto de los bañistas, y que le había querido indicar que el peligro estaba
próximo. Un leve gesto sin palabras que había sido suficiente, porque entonces
se dio cuenta de que muy cerca del final de la playa, allí donde la arena
terminaba y se alzaban, al otro lado de un estrecho paseo, las gigantescas
construcciones de apartamentos, a uno de los suyos. Una pareja de policías le
había intervenido la mercancía y le estaba interrogando.
¿Qué es lo que debía hacer
en una situación como esa? El hombre que había ido a buscarle al principio del
verano no le había instruido en cómo debía comportarse cuando aquello
sucediera. No le había dicho que algunas veces los policías iban a por ti, que
te pedían los papeles que no tenías y, como no los tenías, solían detenerte; y
entonces podían pasar algunas horas detenido en algún sucio calabozo de una
pequeña comisaría de provincias. Pero no era eso en realidad lo peor que te
podía pasar su algo así te sucedía. En la comisaría no se estaba tan mal a fin
de cuentas; incluso algunas veces, los mismos policías que te habían detenido
te deban un caldo o alguna cosa por el estilo para alimentarte, y en la
situación en la que te encontrabas algo que echarte a la boca podía resultar
más reparador de lo que imaginabas. No; lo peor es que te quitaban todo lo que
llevabas encima, y si no podías vender la mercancía, ¿cómo podrías después
darle su parte de las ganancias a la persona que había venido a buscarte al
principio del verano? Y todavía era mucho peor, peor incluso que eso otro, que
los policías te podrían enviar de regreso al lugar de donde habías venido,
obligándote así a regresar a aquel pasado del que habías intentado escapar
cuando te decidiste a abandonarlo todo y venir a España.
Ismail apenas tuvo el
tiempo suficiente para esconder su mercancía junto a un pequeño muro pintado
del color de la arena, medio metro apenas de ladrillo, que había al final de la
playa, entre ésta y las urbanizaciones. Apenas sobresalía unos pocos palmos de
altura, pero Ismail sabía que desde el lugar en el que se encontraban los
policías el saco de color grisáceo no era visible para ellos. Entonces,
intentando esconderse como un bañista más, el hombre se quitó la camiseta y
caminó despacio, disimulando, hacia la línea de la orilla, y allí, entre dos
sombrillas, sentado sobre la arena húmeda, intentó pasar desapercibido. No
sabía la reacción que tendrían al verle los ocupantes de aquellas dos
sombrillas, pero deseó que el color
tostado de su piel no terminara por descubrirle. Se tranquilizó un poco al
darse cuenta de que ninguna de ellas ni siquiera se habían movido cuando se
dieron cuenta de la presencia de un hombre a su lado. El hombre siguió sumido
en la lectura de su libro de edición barata, de esos que no duelen cuando el
agua y la crema bronceadora estropea el canto de las hojas. La mujer siguió
tumbada boca abajo sobre una esterilla de fibras sintéticas, apenas cubierta
por la parte de debajo de un minúsculo bikini. Se dio cuenta de que era la
misma a la que le había vendido uno de aquellos vestidos escotados unas pocas
horas antes cuando ella se acercó hasta el lugar en el que se encontraba y
empezó a restregar sobre su espalda un poco de crema. Leyó en sus ojos verdes
que ella tan sólo quería protegerle, hacer que los policías pensaran que aquella
era una pareja más, como las demás que ocupaban aquella parte de la playa.
Durante unos pocos
segundos, Ismail imaginó que quizá hubiera podido resultar bonito haber
conocido a la joven mujer que estaba junto a él en una situación diferente, que
quizá hubiera resultado dulce poder estrechar entre sus brazos aquel cuerpo que
ahora entreveía hermoso, aquellos hombros simétricos, aquella cintura estrecha,
pero enseguida se dio cuenta de que tenía cosas más importantes en las que
pensar, y arrojó de su mente aquellos sentimientos que no le dejaban
concentrarse en la difícil situación en la que se encontraba. De vez en cuando
volvía la cabeza y dirigía la mirada hacia los dos policías, que seguían
interrogando, intuía él, a aquel desconocido compañero que sin duda había sido
reclutado por ese mismo hombre que a él había ido a buscarle al principio del
verano. Intentaba adivinar en los gestos de los tres, en los labios que no
siempre era capaz de leer, qué era lo que ellos decían. Después, dirigía
también la mirada hacia el lugar en donde había escondido el saco con sus
propias mercancías, y cuando se daba cuenta de que seguía allí, en el mismo
sitio en el que él lo había dejado, notaba como un río de sudor extraño, un
sudor que no tenía nada que ver con el calor ni con la humedad que podían
respirarse en aquella parte de la playa, se fueron retirando poco a poco de su
frente.
Pero de repente se dio
cuenta de que allí, en aquella posición en la que se encontraba, podría ser
descubierto en cualquier momento, que cualquier leve movimiento del hombre que
leía, o de la mujer que había vuelto a tumbarse sobre la arena, podían alertar
a los policías. Venció entonces el temor que sentía por el mar, y dio el último
paso que le daba para convertirse en un bañista más. Caminó despacio hacia la
orilla, y al llegar hasta ella dejó que las olas le acariciaran con su último
esfuerzo los pies y el inicio de las piernas. Al principio le pareció que el
agua estaba fría, pero después, cuando se fue acostumbrando a su temperatura,
pensó que el mar era como un nuevo compañero en su desventura, y se atrevió a
meterse más adentro. Cuando el agua le llegaba por la cintura y las olas se
alzaban hasta su pecho, fue cuando se dio la vuelta con el fin de observar
tranquilamente la escena, seguro ya como estaba de que ninguno de aquellos
policías podría descubrir en aquel bañista solitario a otro vendedor ambulante
como el que habían capturado.
Y allí, mientras
contemplaba desde la distancia la escena entre los dos policías y su compañero,
pudo pensar con más tranquilidad en los últimos meses de su vida. En su viaje
desde el desierto hasta la gran ciudad, escondiéndose ya de sus propios
compatriotas, de los hombres de su raza, porque ser saharaui en Marruecos o en
Argelia es casi como ser un apestado, es vivir siempre en un campo de
refugiados, sin más patria que una cerca de alambre espinoso rodeando a unas
pocas tiendas de campaña dispuestas formando un damero de calles polvorientas y
pedregosas. Nunca le habían gustado aquellos campos de refugiados, tan
diferentes a ese desierto interminable que desde niño había sido su hogar. Pero
un día ya lejano, hombres extraños habían llegado hasta su jaima, y le habían
conducido a la fuerza hasta Tindouf, donde le habían obligado a vivir en la
compañía de otros saharauis como él. Por eso, porque en el campo de refugiados
de Tindouf, la vida le era insoportable, fue por lo que se decidió por fin a
atravesar aquella lengua de mar que le separaba de la civilización.
Recordó también aquella
patera hacinada, repleta de cuerpos delgados, en la que había cruzado el
estrecho durante horas interminables de navegación, sintiendo el mareo de las
olas en el vacío del estómago. Recordó también que en aquella estrecha barca
viajaban también con él tres o cuatro mujeres jóvenes, incluso también algunos
niños, y recordó también como algunos compañeros tuvieron que tirar al mar el
cuerpo ya marchito de uno de ellos, que había subido a la patera en las costas
de Argelia ya enfermo, tiritando al compás de los largos goterones de sudor que
le recorrían el rostro. Recordó con error su llegada a las playas españolas, a
un lugar cuyo nombre no conocía, y como, amparándose en una noche de luna
nueva, todos los que habían llegado en aquella embarcación la dejaron allí abandonada,
varada sobre el agua y sobre la arena, y se desperdigaron por los montes
cercanos. Nunca volvió ya más a ver a ninguno de aquellos compañeros de su
último viaje hacia el futuro.
Recordó también las semanas pasadas desde entones, siempre lejos de cualquier lugar que estuviera habitado, siempre intentado esconderse de cualquier uniforme que veía por temor a que fuera un policía, y le pidiera los papeles que no tenía. Malviviendo siempre. Alimentándose sólo de los frutos que pudiera encontrar en el bosque. Durmiendo cada noche a la sombra de un pino solitario o de una choza abandonada, o en cualquier cueva, agujero abierto en las entrañas de un monte que siempre resultaba amenazador ante sus ojos sorprendidos. Y recordó, sobre todo, a aquel hombre que había venido a buscarle al principio del verano. Tenía la piel de aquel mismo color oscuro que la suya, y se había presentado como un hermano para hacerle extrañas promesas de futuro. Le había dicho que trabajando para él podría ganar algún dinero, que lo único que tenía que hacer era arrastrar por la plaza aquellas mercancías y venderlas a los turistas, que aquellos turistas se arremolinarían sobre ellas, y se las quitarían de las manos. Pero no le habló nunca de la posibilidad de que la policía le detuviera y le quitara aquellas cosas, y que después le obligara a venderlas a emprender un nuevo viaje, el mismo viaje que hasta allí le había llevado. pero que ahora aquél viaje sería en dirección contraria. No; no le había dicho nada de todo ello, y ahora estaba obligado a hacer frente a una situación que no dominaba en absoluto.
Media hora más tarde, los dos policías abandonaron el lugar, dejando a aquel hombre de piel tostada sumido en sus propios pensamientos, y sin todas esas cosas que él mismo había llevado aquella mañana hasta la playa. Entonces, sólo entonces, Ismail se decidió a salir del agua y recuperar el saco de tela en el que él había escondido sus propias mercancías. El resto de la mañana lo pasó vagando sobre las pequeñas dunas, casi ajeno a los posibles clientes que pudieran estar interesados en aquellos vestidos que arrastraban por la arena, o en las decenas y decenas de deuvedés, copias piratas de alguna película de estreno. Después de haber devorado un plato combinado en el mismo lugar en el que había desayunado a primera hora del día, después de haber cambiado aquellas mercancías por otros objetos diferentes de los que guardaba en una de las habitaciones de su castillo particular, regresó a la playa para proseguir en su labor de venta callejera.
Ya estaba desapareciendo el sol por detrás del horizonte de tierra, transformándose en una bola de fuego y sangre que teñía la línea del cielo, cuando Ismail abandonó por fin la playa y se dirigió con paso lento, cansado, otra vez hasta el mismo hotel abandonado. El día había sido largo, muy largo, más largo que el extenso desierto del Sahara. Cuando se acostó sobre el sucio colchón de espuma que cada noche era su lecho de sueños, la luna volvía a sonreírle desde más allá de la ventana, esa humilde ventana que no tenía cristal ni persianas para mantener alejado de la habitación el frío de la noche.
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